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LAS COLINAS SUEÑAN EN ESPAÑOL a bajar la colina para ir a casa. Con el otro brazo, llevaba a José que sólo tenía un año. Mis dos hermanos mayores, Andrés y Ernesto, se habían quedado con papá para ayudarle. Mientras descendíamos el tortuoso camino, mi madre resbaló y me soltó. Como cualquier niño travieso de cuatro años, empecé a bajar la colina corriendo yo solito. Empezaba a oscurecer; tropecé contra una roca y me caí de cabeza cuesta abajo. Cuando me levanté, en ese momento algo comocionado, sentí un fluido caliente goteando sobre mi pierna izquierda. Y cuando me toqué debajo de la rodilla, me pareció que mis dedos recorrían el hueso al desnudo. La carne estaba separada del hueso desde la rodilla casi hasta el tobillo. No podía andar. Mi tío Diego, que estaba justo detrás de mamá, me cogió en brazos y me llevó a casa. Su camisa estaba teñida de sangre. Supongo que perdí el concimiento, ya que sólo me acuerdo de lo pegajoso que resultaba aquel fluido que me corría por la pierna y nada más. Me dijeron que aquel día fatídico San Juan estaba conmigo. Si el doctor Applewhyte no hubiera estado en casa cuando Andrés corrió lo más rápidamente posible a buscarle, me hubiera desangrado. Al día siguiente, todos en el pueblo de Crossetti, como lo empezaban a llamar entre ellos sus habitantes, se enteraron de que el doctor Manzanas (apodado así por la primera parte de su apellido, apple) me había salvado la vida. Mi pierna tardó varios meses en curarse. Mi herida había sido causada por un trozo de cristal proveniente de una botella de cerveza plantado en el suelo. El doctor Applewhyte me había administrado un sedante, había limpiado la llaga y la había cosido desde el tobillo hasta debajo de la rodilla izquierda. Todavía hoy en día se puede ver la cicatriz, rosada y sin pelo, de una pulgada de ancho y siete de largo. Capítulo 1 M is abuelos por el lado paterno, Justo y Josefa Villanueva, vivían en un pequeño pueblo de pescadores que se llamaba Villanueva por el nombre de mi bisabuelo. Justo y Josefa tuvieron cuatro hijos, David, Emilio, Juan y Diego. David y Emilio se ocupaban de pescar en el golfo de Vizcaya con el abuelo, y Juan y Diego ayudaban a su madre a preparar el pescado que llegaba para el mercado. David y Emilio no tardaron en casarse con las muchachas de Martínez, Clotilda y Carola. Continuaron sus pescas con su padre que les hizo socios del negocio. Juan ya era lo suficientemente mayor para subirse a los barcos de pesca con ellos mientras que Diego, Clotilda y Carola trabajaban con Josefa para preparar la presa del día en vista del día de mercado. Cuando había mucha presa, Diego cargaba una ancha cesta de cada lado de Loco, el burro, y Clotilda y Carola andaban detrás, cada una con una cesta llena de pescado en equilibrio sobre su cabeza. El mercado quedaba a casi un kilómetro pero nunca tocaban las cestas hasta haber llegado. 120 LAS COLINAS SUEÑAN EN ESPAÑOL Durante los meses de diciembre, enero, febrero y marzo, los chicos iban a la escuela del pueblo, subvencionada por donaciones de cada familia con niños en edad de ir a la escuela. Don Simón, el maestro, había estudiado en la universidad de Valladolid. Tenía aproximadamente unos treinta años cuando mi padre empezó a estudiar a los siete años. Fue él quien le ayudó a mi padre a desarrollar su talento de orador y suscitó en él un deseo de aventuras por tierras lejanas. Cuando mi padre cumplió catorce años, conoció al hombre que le iba a ayudar a que sus ambiciones se hicieran realidad. Era un domingo por la tarde y mi padre y un grupo de chicos habían ido a ver un partido de fútbol en La Arena. El hombre, que se llamaba Nicolás Artímez, miró a los chicos unos momentos, antes de hacerle una seña a Juan Villanueva. “¿Qué te parecería trabajar conmigo sobre el carguero La Mariposa?” le preguntó. “Deme más detalles” respondió mi padre, los ojos abiertos de par par. “Pues bien – empez...

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