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  • Nieve
  • Carmen Martin

A Darío Torrenti

I

Todo el viaje fue un error. Lo entendí cuando abrí el armario y no supe qué elegir. Para ir a encontrarte necesitaba ropa gruesa, lo más abrigada posible. Camisetas, medias de lana para aguantar el viento y el frío. Pero si decidía no ir nada de eso era necesario. Si no iba a encontrarte podía viajar liviana. No verte equivalía a disponer de esos días para hacer lo que yo quisiera. Llevábamos meses planeando el viaje pero yo sola, sin ti, había ido proyectando un viaje paralelo en el que tú no eras parte, en el que sólo figuraba yo. El que tú estuvieras lejos, esperándome hace semanas, hacía todavía más fácil abandonar el plan mutuo, sacarlo de mi cabeza y volverlo inexistente.

Mientras pensaba iba poniendo la ropa térmica dentro de la mochila de viaje, enrollando pantalones y calcetines de lana para ahorrar espacio. Cada tanto levantaba la mochila para calcular su peso. Cuando estuvo lista, cerré todas sus huinchas y correas de seguridad. Me la puse y caminé por el pasillo para probar mi resistencia. Entonces volví a mi pieza, vacié la mochila y metí todo nuevamente en el armario. Dejé solo un par de medias negras y gruesas, un vestido y ropa de dormir. Saqué, también, los zapatos de nieve. Revisé por última vez mi correo. Había un mensaje tuyo, en el que repasabas todos los movimientos que tenía que hacer para llegar a Esquel. Varias paradas, tres buses, catorce horas de viaje. Perfecto, nos vemos –mentí. Apagué todo, tomé la mochila y salí de la casa.

II

El primer paso, ya en Ezeiza, era tomar un bus con dirección al microcentro. En un punto del trayecto tenía que bajar en la estación de buses y pedir el boleto que tú ya habías comprado en mi nombre. Me senté en el último asiento del colectivo y miré por la ventana. Le voy a decir que me caí, que me quebré una pierna y que no puedo ir, pensé. Los baldíos se iban haciendo cada vez más estrechos, intermitentes, con casas, pequeños ranchos y plazas con esqueletos de juegos infantiles. Le voy a decir que me desmayé y que desperté [End Page 222] en un hospital y que no puedo ir, pensé. Le pregunté a la mujer sentada a mi lado dónde quedaba el terminal de buses. Me dijo que faltaban como veinte minutos y me preguntó si quería que me avisara cuando llegáramos. Le di las gracias y le dije que sí, que por favor me dijera cuando estuviéramos cerca. Pasó un tiempo y la mujer me hizo un gesto con la mano. Tiré el cordel del timbre. Me bajé y caminé hacia el terminal.

Fui hacia la ventanilla y pregunté por el pasaje. El encargado buscó entre unos ficheros y me alargó un boleto con mi nombre completo escrito en rojo y con la hora de salida dentro de un círculo también rojo. Faltaban dos horas y yo no estaba preparada para ese, tu frío.

Caminé por los alrededores del terminal de buses y llegué a una galería vieja con peluquerías y bazares de todo tipo. Al fondo había una tienda de ropa usada. Entré y revisé los percheros. Miré y en lo alto del muro, en un gancho clavado a la pared, había un abrigo rojo. Pregunté el precio. Pregunté si podía probármelo. La mujer hizo un gesto afirmativo, tomó un palo con un gancho en la punta y hábilmente lo descolgó. Le sacudí el polvo y me lo puse. Era perfecto, pesado y grueso. Todo de lana, con enormes botones forrados, rodeados por un anillo color oro y largo hasta los tobillos. Salí de la tienda y seguí caminando. Entontré una ferretería. Necesitaba zapatos a prueba de agua. Encontré unas botas de goma negra, cortas y en punta, muy baratas. Deshice el camino hacia el terminal con el abrigo y las botas puestas. Fui hacia la...

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