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  • La última frontera
  • Oswaldo Estrada (bio)

Le gustaba contar cómo habían pasado sus parientes y amigos. Por los cerros, por la playa, en el maletero, o sentados al lado del conductor, a vista y paciencia de los agentes de inmigración en San Ysidro. En los treinta y cuatro años que llevaba en Santa Ana había ayudado a muchos, contaba, sin olvidar la ropa que traían, el pelo tieso o alborotado, la mugre pegada a la piel, y sobre todo el espanto de la frontera en los labios.

Los personajes que de pronto aparecían en la cocina, mientras ella preparaba sus comidas cargadas de ajo y comino, provenían de una película inédita. Llegaban polvorientos, con el cansancio del cruce en la mirada, golpeados por la inclemencia del desierto, hambrientos. Debían ser esos hombres que entraban a su casa entre las cinco y las seis para recibir un plato de comida casera, un vaso de refresco o una cerveza.

Increíble que esa mujer de gestos toscos y ojos descolgados, coronada por una mala permanente y varios tintes de oferta, fuera la misma a la que llamaban en Lima: La China de Mierda, La Perdida y La Grandísima Perra por seducir a su hijastro a los pocos años de llegar a los Estados Unidos.

Cuando tu papá cruzó en 1975, cuenta un día cualquiera, lo fuimos a buscar al cementerio de Chula Vista. Salió de una de las tumbas como si fuera un muerto. Creo que no había comido nada en muchos días. Estaba flaco y ojeroso, pálido que daba pena. Tito y yo le llevamos una muda para que se quitara los trapos nauseabundos del viaje. Gracias prima, nomás me dijo. Y se puso a llorar.

Si yo te contara de toda la gente que he ido a recoger al otro lado, habla fascinada, mientras doy un paso atrás y ella saborea la cuchara. Con su retintín de catequesis, a miles de kilómetros la voz de mi madre me pide que me aleje del pecado, que me vaya a mi cuarto, que no la escuche, que así es como las mujeres mañosas atrapan a los adolescentes incautos como yo. [End Page 185]

Pero sus palabras hechizan. No porque ella sea, como soñé antes de verla, el fiel reflejo de una prostituta limeña apodada La Virgen Inmaculeada en el colegio.

Astra Nakama perturba y atrae al mismo tiempo.

En San Clemente le dije, tú tranquilo, primo. Éstos son como perros y huelen el miedo. Venía en el asiento de atrás. Mirando de frente. Y mira cómo es la suerte que ni siquiera nos pararon. El oficial nos hizo una seña y pasamos.

¿Sabes también quiénes pasaron por los cerros? La abuela Alicia, el Chicho, el viejo Nando, el Chato, tu tía Elsa y tu tío Arturo. No vinieron juntos. Los que llegaban primero trabajaban como burros para traerse a los otros. Así vinieron los primos, los tíos.

A Paulina, la tía Julita tuvo que drogarla, cuenta entre guiños y aspavientos. Le dieron allá en Tijuana una pócima para que la niña se durmiera. No te rías. Te lo juro por ésta. Duérmete, Pau, le dijo. Y la niña obediente pasó dormida, como si fuera la hija menor de unos mexicanos con residencia que viajaban con otros dos niños en una troca llena de comida.

Anastasia, en cambio, pasó por la playa. Le costó el doble, pero fue la única forma de hacerlo porque el coyote no la quiso cruzar por los cerros. Como era tan flaquita y estaba vestida para un matrimonio, el hombre prefirió pasarla como cruzan a la gente bonita. Desde este lado, pasó una gringa con un vestido celeste por la orilla del mar. Iba despacito, pisando al ras de las olas, con sus zapatos en la mano. Anastasia se puso el vestido al otro lado, una peluca rubia que le tenían preparada, y caminó de regreso buscando las huellas de la gringa, con el miedo en una...

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