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  • Prefacio de los editoresPolíticas y mercados culturales en América Latina
  • Víctor Vich (bio) and José Ramón Jouve-Martín (bio)

Tras un largo período histórico en el que los debates culturales se veían como el patrimonio más o menos exclusivo de una élite intelectual o como vehículos para expresar una ideología estatal, la política cultural ha empezado en las últimas décadas a tener un espacio cada vez mayor en el devenir mismo de lo social y a ocupar un espacio cada vez más significativo en los ministerios y cancillerías de los distintos países latinoamericanos. Se trata de un sector que se va afianzando cada vez más en el continente y cuyo trabajo e influencia moviliza no sólo decisiones del Estado, sino también voluntades de la sociedad civil e intereses del mercado. Como ha señalado George Yúdice, “a partir de los años ochenta y noventa se ponen en práctica proyectos de descentralización y democratización” que conllevan “una revisión completa del modelo de ministerio cultural adaptado de Europa, sobre todo de Francia” (2009, 213). Un ejemplo destacado de ello fue la designación del cantante y compositor Gilberto Gil como ministro de cultura de Brasil por Luiz Inácio “Lula” da Silva en 2003, posición que ocupó hasta 2008. Lejos de tener un papel meramente decorativo, Gil diseñó controvertidas e influyentes políticas entre las que se destacaba la promoción del uso de licencias de Creative Commons, la revisión de las leyes de propiedad intelectual, la formulación del Plano Nacional de Cultura por los próximos diez años e incluso el relanzamiento de la convención de la UNESCO sobre diversidad cultural (Murilo 2008). Sus posiciones sobre democratización y libertad digital le llevaron a declarar sin tapujos que “sou hacker. Sou un ministro hacker. Sou um cantor hacker” y a añadir que “é preciso difundir as tecnologias, democratizálas, politizá-las, discutir que benefícios prestam, que benefícios não prestam, para que servem, para que não servem. Mais ainda: é preciso que o domínio dessas técnicas saia das mãos de um pequeno grupo, de uma elite, e se popularize. Tem de ser para um número cada vez maior de pessoas” (Ministério da Cultura de Brasil 2008).

Las ideas expresadas por Gil se concretaron en proyectos como los Pontos de Cultura. Estos buscan apoyar una articulación del espacio cultural surgida de la propia capacidad auto-organizativa de los ciudadanos abandonando la política dirigista que se proponía desde las oficinas del Estado. Como han subrayado Barbara Szaniecki y Gerardo Silva, “[l]os Pontos de Cultura acogen distintas modalidades culturales: las artes performativas, las artes plásticas, la artesanía, lo [End Page 3] audiovisual, la danza, el folclore, la fotografía, la gastrononomía, el periodismo, la literatura, la memoria, la música, la radio, la televisión … Observándolas más de cerca se parecen mucho a las que proponen las ‘industrias creativas’, pero la dinámica es muy diferente: una ética estética y económica de abajo a arriba. Desde el punto de vista estético, los resultados son inesperados” (2010, 75, traducción propia). Los resultados son inesperados desde el punto de vista no sólo estético, sino también político. A diferencia de lo que ocurría con anterioridad, cuando las políticas culturales se entendían como herramientas al servicio de una política exclusivamente nacional—cuando no claramente nacionalista—, propuestas como la de Pontos de Cultura han sido replicadas con éxito en distintos países latinoamericanos respaldando y dando visibilidad a todo tipo de organizaciones de cultura viva comunitaria que trabajan en espacios locales inmersos en intensos procesos de democratización social. A su vez, este tipo de organizaciones locales han buscado activamente superar el riesgo de atomización que tales iniciativas presentan a través de redes como plataforma puente, cuyo objetivo es vertebrar a nivel regional este movimiento con el convencimiento de que “en todas y cada una de las regiones...

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