Prólogo vii Durante mi niñez, a mediados de los años setenta, recuerdo que en una tapia que amurallaba un terreno baldío de la Avenida Reforma en la Ciudad de México, un artista pintó una super- ficie blanca y sobre ésta delineó rebanadas de sandía al lado de una minúscula inscripción que se leía así:¡Del verano, roja y fría carcajada, rebanada de sandía!1 En aquel entonces no sabía que se trataba de un poema a la manera de un haiku japonés escrito por el mexicano José Juan Tablada aunque sí, reconocía que aquella representación tricolor producía en mí una sensación refrescante y lúdica. En esos mismos tiempos me deleitaba todas las tardes al mirar un programa japonés doblado al español: “Señorita Cometa.” Lo insólito de éste era la forma de vida de una familia moderna en Tokio la cual, a partir de mi mirada, no sólo vivía en un espacio relativamente pequeño sino que tenía costumbres fuera de mi imaginario cultural: entraba a la casa sin zapatos, utilizaba palillos como cubiertos, se arrodillaba alrededor de una mesilla para comer en platos de exquisita porcelana y los miembros de ésta hacían reverencias en los momentos más inesperados.¿En realidad existirá un mundo tan diferente? me pregunté más de una docena de veces y eso es lo que me inclinó a ir y vivir en Japón por unos años. Un año después de mi llegada, el gobierno de Japón me pidió que participara en un evento cultural : “Feria de las Ciudades Hermanas.” Para mi sorpresa, la Ciudad de México (así como Nanking y Los Angeles) y Nagoya —ciudad donde vivía— comparten lazos fraternales. Con motivo de esa ocasión, se exhibirían tanto artefactos como aspectos culturales mexicanos y de las demás entidades. Mi contribución sería explicar al público la materia y estética de ciertos artefactos, hablar de momentos históricos importantes y presentar grupos musicales que habían cruzado el Pacífico únicamente para ese evento. “Sería muy original presentarse a la Feria con un traje típico mexicano,” pensé, e inmediatamente viii Prólogo pedí que me enviaran desde México, el traje de la “China Poblana.” Lo que en aquel entonces no sabía es que ese atuendo había sido una creación mexicana inspirada parcialmente por diseños de China y la India. Años después, caminando una tarde de una de las salas de exhibición del Museo Metropolitano de Nueva York, me encontré con un florero chino de principios del siglo XIX. Éste había sido un pedido que un aristócrata norteamericano le había hecho directamente a un alfarero chino. Lo más curioso de aquel artefacto es que el artista había dibujado a los héroes de Estados Unidos, firmando la Declaración de Independencia, con sus trajes americanos de la época pero todos tenían la cara asiática y sobre todos los ojos. En primer lugar, en ese momento me pregunté hasta qué punto uno define a otras personas de acuerdo a los rasgos y características propias y en segundo, allí mismo descubrí que la porcelana china había influenciado la americana (y la mexicana por extensión). Poesía, representaciones de México y el Lejano Oriente, los viajes, los artefactos, mis estudios de las culturas orientales y del idioma japonés me inspiraron a emprender este estudio. Mi preocupación e intuición sobre la aproximación al Lejano Oriente como se manifiesta en diferentes presentaciones artísticas hispanoamericanas estuvo vigente durante varios años. Al comenzar mis estudios graduados, pronto me di cuenta que varios escritores latinoamericanos habían representado de una u otra forma al Lejano Oriente en diferentes géneros literarios. Sorprendida al ver que existían tan pocos estudios del tema sobre todo en el corpus modernista y, más que nada, fascinada por la escritura de los miembros del movimiento, comencé a estudiar aún con más profundidad. El presente trabajo son los frutos de esos años de investigación. ...