Abstract

The sharing of food throughout history has been one of the most important rituals of socialization and has served to both unite and place different groups in hierarchical order. In the Hispanic kingdoms, like the rest of medieval Europe, the everyday act of sitting together to eat became a moment of communion filled with symbolic paraphernalia. The objective of this article is to analyze this moment almost as if it was a theatrical performance, focusing on four successive aspects: the mise-en-scène, from the creation of a single room in dwellings labelled "dining room," to the central furniture items (tables, chairs and benches, cupboards, etc.) that had functionality in the act of eating; the atrezzo, with the place-settings, tablecloths or silverware that became more refined and specialized over the centuries; the actors, not only the guests, but also those present in the homes of royalty and those of lesser status, including carvers, bartenders, and musicians; and lastly the script, in other words, the strict etiquette rules that some Spanish moralists created for these occasions. This will be done through a synthesis of diverse sources that were present across the Iberian Peninsula, from inventory lists to literature, in archeological remains and iconographic sources, including altarpieces and gothic miniatures. This approach considers two important variables: the social, since economic differences and privileges were clearly established through food; and the chronological, underlining the many changes that have taken place over the course of three centuries in this field.

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Lo importante no es lo que se come, sino cómo se come.

—Epícteto, Enchiridion

El filósofo estoico al que debemos este adagio estaría de acuerdo en que compartir la comida constituye uno de los rituales de socialización más importantes que ha servido siempre para unir y jerarquizar los grupos humanos.1 Ya lo era en su época, cuando sus amos—él fue un esclavo griego en Roma en el siglo II de nuestra era—se reunían en su triclinium para disfrutar de los manjares y la conversación reclinados en sus divanes. Pero la complejidad de ese momento de comunión que supone reunirse para comer y beber no hizo sino aumentar posteriormente. En concreto, en la Europa de finales de la Edad Media, el hecho cotidiano que entonces era ya "sentarse a la mesa" se convirtió, incluso entre las clases populares, en un acto pleno de significados. Un acto en el que todo, desde el lugar y el tiempo escogidos para la comida, los objetos presentes, la posición de los comensales, al concurso de los sirvientes, cuando los había, aportaba una expresiva "información social" a los asistentes acerca del anfitrión y, también, sobre su propio lugar en el mundo.

Aquí se va a tratar de analizar la evolución de toda esa auténtica liturgia en torno a la mesa en una de las regiones de Europa, la Península Ibérica, que más potenció el sentido cultural de ese momento, aunque solo fuera por su carácter de frontera con el mundo islámico. Además, se ha conservado en las actuales España y Portugal una importante variedad de fuentes históricas susceptibles de ser analizadas por los historiadores de la alimentación, desde inventarios de bienes a cuentas domésticas, crónicas, manuales de etiqueta, libros de cocina o literatura más o menos [End Page 20] "realista," hasta las representaciones iconográficas y, cada vez más, los hallazgos arqueológicos de vajilla, cubertería o restos de comida, que se suceden por toda la geografía ibérica. Gracias a ello es posible diseccionar el acto de la comida casi como si se tratara de una representación teatral, incidiendo en cuatro aspectos: la "escenografía," desde la creación de una estancia propia llamada comedor en las viviendas, a los principales muebles que servían para comer; el "atrezo," con el análisis de los manteles, la vajilla o los cubiertos que se fueron refinando cada vez más en esta época; los "actores," que no eran solo los comensales, sino también, en los hogares de los potentados, secundarios de gran importancia, como los trinchantes, los coperos o los músicos: y por último el "guion," es decir, el estricto protocolo a seguir en tales ocasiones que cortesanos y moralistas concibieron en esta época.

La aproximación que trataremos de llevar a cabo destacará especialmente dos variables: la social y la cronológica. La primera tendrá en cuenta que a través de la comida se establecían claramente las diferencias entre las personas, aunque conviene resaltar que la distancia entre humildes y opulentos no evitaba que los primeros, precisamente por el valor que le otorgaban al sustento cotidiano, desarrollaran también sus propios rituales de convivialidad e imitaran, en la medida de sus posibilidades, los comportamientos de los más ricos. En cuanto a la variable cronológica, es necesario tener en cuenta que a lo largo de los siglos XIII al XV se produjeron cambios muy significativos en las formas de comer que no son sino reflejo de una sociedad mucho más dinámica de lo que en principio se suele admitir.

Comencemos pues por el escenario de la comida en común, el espacio donde tenían lugar habitualmente las colaciones. Más allá de las grandes salas de los palacios reales o nobiliarios, que se construyeron sobre todo desde mediados del siglo XIV con una clara intención representativa, como la del Palau Reial Major de Barcelona, concebida para los banquetes de Pedro el Ceremonioso, rey de Aragón, en la década de 1360, cabe plantearse hasta qué punto existía en las viviendas, urbanas o rurales, un recinto destinado principalmente a este fin. La diferenciación interna de [End Page 21] estancias en las casas parece de hecho no remontarse mucho más atrás de ese mismo período, y el proceso no es en absoluto sincrónico en toda la Península Ibérica. Un estudio realizado en el antiguo reino de Valencia a partir de inventarios de bienes ha revelado que antes de 1370 son muy raras en estos documentos las menciones a habitaciones en las viviendas (Almenar y Belenguer 786). Solo a partir de entonces los notarios comenzaron a describir los distintos cuartos a los que iban accediendo para catalogar los objetos que encontraban en ellos, y que comenzaron a nombrarse como entrada, cambra, sala, cuina, retret, o, en el caso que nos interesa, menjador (comedor). Como Almenar y Belenguer afirman, disponer de un comedor no tenía nada que ver con razones prácticas, ya que podía ser incluso más operativo comer, por ejemplo, en la cocina, por eso su presencia implica un deseo de ensalzar el momento del convivium, de la comida en común (798).

Sin embargo, el comedor era entonces un concepto limitado al ámbito urbano, mientras que en el mundo rural se diferenciaban mucho menos los espacios internos de las casas, y desde luego solo las elites locales individualizaban una pieza con ese apelativo. Si observamos este proceso en otras áreas de la geografía hispana comprobamos que debió de ser bastante similar en las grandes ciudades mercantiles de la Corona de Aragón, como Barcelona o Ciutat de Mallorca, donde también comenzó a aparecer con frecuencia el comedor en las viviendas del siglo XIV (Aurell y Puigarnau 116-17; Barceló y Rosselló 74-75). En cambio, cuando nos vamos alejando de los mayores centros urbanos, la presencia de una estancia dedicada específicamente para la pitanza se va difuminando. En Lleida, en el interior de Cataluña, se habla de forma más genérica de una "sala" y solo tres de 177 inventarios conservados entre los siglos XIV y XVI se refieren a un menjador (Bolòs y Sánchez-Boira 138-45). En Menorca tres personajes adinerados, un mercader, un jurista y un patrón de naves, eran los únicos que disponían de un menjador a finales del siglo XV (Sastre Moll 67-68). En Aragón, por su parte, los inventarios bajomedievales raramente enuncian las habitaciones, pero cuando lo hacen nombran una sala mayor o un palacio como espacio multiusos de representación (Serrano y Sanz, [End Page 22] "Documentos" 91-93; Wittlin 190-91; Barraqué 316; Tomás Faci 612-13). Curiosamente, de los inventarios aragoneses publicados hasta el momento, solo el del cura de Puertomingalvo, una pequeña población de la serranía turolense, nombra en 1476 un comedor, pero si tenemos en cuenta que en la época esta comarca era una productora de lana muy asociada con el mercado de Valencia, su caso parece claramente estar relacionado con la imitación de modelos urbanos (Medrano Adán 26-32).

En la Corona de Castilla, como en Portugal o Navarra, las fuentes son más escasas y tardías, pero cuando existen la pauta parece ser la misma. Solo en una gran ciudad eclesiástica y mercantil como Toledo la palabra comedor, incluso "cenador," forma parte del vocabulario habitual, aunque solo 52 de los 557 inmuebles que arrendó el cabildo catedralicio en 1492 poseían esta estancia, en su mayoría casas remodeladas en el siglo XV (Passini 61-62). En ciudades más pequeñas como Murcia o Jerez se habla de "palacios" o "cambras," pero el comedor es algo excepcional (Abellán, El ajuar de las viviendas murcianas 116-18 y El ajuar de las viviendas jerezanas 28-32). Tampoco en Bilbao, que en el siglo XV fue sustituyendo las casas de madera por las de piedra, se reseña la presencia de un comedor, utilizándose más bien la cocina como centro de la vida familiar, situada junto a los dormitorios (Arízaga Bolumburu y Martínez 25). Incluso en los palacios del condestable Miguel Lucas de Iranzo, en Jaén, nunca se cita un comedor como tal, sino que los numerosos banquetes que se narran en su crónica tienen lugar en dos grandes espacios llamados la "sala de arriba" y la "sala de abaxo" (Hechos del Condestable 128, 155). Se puede aventurar, por tanto, que la asociación de una habitación destacada de la vivienda con la comida de sus habitantes es un fenómeno propio del medio urbano, y quizá de una cierta cultura burguesa que privilegiaba ese acto como elemento aglutinador de la familia y como escenario de las relaciones sociales de la misma con sus invitados, vecinos o socios, en un ámbito competitivo y mercantilizado.

La ubicación y la forma de esta sala variaban naturalmente en función del tamaño de la casa. Cuando esta se desarrollaba en dos o más alturas, el comedor se situaba habitualmente en el primer piso o principal, y a [End Page 23] menudo "arrastraba" a la cocina a su lado, para así facilitar el transporte de los platos, aunque ello supusiera tener que subir hasta allí la leña y los alimentos. El servicio rápido y la conservación de la temperatura de las viandas eran por tanto mucho más importantes, en estas casas que solían contar con criados, que la comodidad de los mismos. Y en esas viviendas acomodadas el comedor solía presentar además una planta rectangular bastante alargada, en consonancia con la forma habitual de las mesas que se disponían en su interior. En la del canónigo valenciano Romeu de Soler, muerto en 1411, por ejemplo, se comienza su inventario por un "menjador larch que y ha après la cambra major";2 mientras que en Toledo las dimensiones de los comedores iban desde 1 a 3.64 metros de ancho por entre 5.67 y 8.10 de largo (Passini 61).

A menudo esa era la estancia en la que se solía acumular buena parte del mobiliario más o menos "de aparato" que el dueño de la casa quería que fuera visto por sus posibles invitados. Aquel era el lugar de los tapices, de los muebles más vistosos, de algún pequeño altar doméstico con su retablo, y muy especialmente de las armas, hasta el punto de que en algunas ciudades la presencia allí de un "lancero" era casi inexcusable, como ocurre por ejemplo en Mallorca (Sastre Moll 74). Pero es evidente que el mueble más característico era la mesa, la cual, no obstante, solo se acostumbraba a montar cuando iba a ser utilizada, porque era desmontable y, o bien consistía en simples tablas que descansaban sobre caballetes, o bien tenía unos pies plegables incorporados, como ocurre con frecuencia en Andalucía o en la misma corte de Isabel la Católica, donde se describen varias mesas con cadenas y bisagras doradas, algunas realmente caras (González Marrero 152). De ahí la expresión castellana "poner la mesa," que actualmente se refiere a vestirla con todo lo necesario para comer, pero que en el pasado se comprendía de una manera mucho más literal.

En las casas humildes urbanas una sola de estas sencillas mesas portátiles servía para reunir a la familia a su alrededor, e incluso en el ámbito rural no faltaban los hogares desprovistos de este mueble, en los que [End Page 24]

Fig 1. Hombres y mujeres compartiendo mesa en un banquete; Blasco de Grañén y Martín de Soria; Las Bodas de Caná; Retablo de la Iglesia de San Salvador de Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 1454. Licencia Creative Commons CC BY-NC-ND 4.0.
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Fig 1.

Hombres y mujeres compartiendo mesa en un banquete; Blasco de Grañén y Martín de Soria; Las Bodas de Caná; Retablo de la Iglesia de San Salvador de Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 1454. Licencia Creative Commons CC BY-NC-ND 4.0.

sus habitantes se reunirían alrededor de la olla, aún situada sobre sus trébedes, para hundir sus cuencos alternativamente en ella, tal y como apunta Mercedes Borrero Fernández entre los campesinos del Aljarafe sevillano (218), o se puede ver en alguna miniatura de las Cantigas de Alfonso X el Sabio (Menéndez Pidal 129). Por el contrario, casi todas las viviendas del patriciado urbano, y por supuesto de nobles o prelados, disponían de al menos dos mesas, una para la familia y otra, más pequeña y baja, para los criados o escuderos, como se ve en casa del cambista barcelonés Ferrer de Gualbes en 1423. En ella había "dues taules grans ab lur petges, una de senyor e l'altra de companya," e incluso, para destacar su precedencia, el lugar donde el amo de la casa se sentaba tenía dispuesto a sus espaldas un tapiz rojo decorado con motivos vegetales ("Un drap de ras vermell ab brots verts e fulles blaves, lo qual lo dit senyor tenia en les espatlles a la taula"; García Panadés 174). Que esas mesas se ocupaban a la vez lo confirman relatos como el del truculento caso de la alcahueta de esa misma ciudad, Na Trialls, que le buscaba niñas al caballero Arnau Albertí para que las violara, y cuya familiaridad con su "cliente" trataban de demostrar los testigos narrando que ella comía a menudo delante del noble, en la mesa de los escuderos (Riera i Sans 22). [End Page 25]

En otros casos el anfitrión segregaba por sexos a sus invitados, cosa que, aunque no era lo más habitual, se observa en ejemplos como el del caballero valenciano Lluís de Castellví, en cuya casa había, a su muerte en 1481, manteles para una "taula dels hòmens," diferentes de los que se usaban para la "taula de les dones."3 Eso era más frecuente en ciertos banquetes, por ejemplo en las bodas, aunque algunas crónicas o las mismas normas de etiqueta sitúan también a hombres y mujeres compartiendo mesa, como se puede ver en la Bodas de Caná del retablo de Ejea de los Caballeros (véase fig. 1), donde los invitados se alinean en torno a dos mesas que forman una T y en las que asoman los caballetes por debajo de unos cortos manteles. La adecuada alineación de las mesas en estas ocasiones especiales era también importante, y más que formando esa T, que debe de ser más que nada una solución compositiva del artista, era frecuente que formasen una U para dejar un espacio central a los sirvientes y camareros, tal y como se ha constatado, por ejemplo, en la corte real navarra (Serrano Larráyoz 276).

La escasa presencia de mesas redondas marcaba, por el contrario, la comida en la intimidad, y era frecuente que no aparecieran en la sala principal, sino en una de las habitaciones más privadas. Cuando los pintores góticos representan a veces en la Última Cena una gran mesa circular no se están guiando tanto por su realidad cotidiana, sino por el carácter simbólico de la forma, que igualaba a todos los apóstoles como la Tabla Redonda equiparaba también entre sí a los caballeros de Camelot (Antoranz Onrubia 30).

Lo importante de comer sentado alrededor de una mesa, con todo, era la manera en que marcaba los nuevos usos de convivialidad propios del feudalismo. Ya se ha hablado de la costumbre romana de comer recostados, pero en otras culturas, como la islámica, es más habitual sentarse en el suelo, sobre esteras o almohadones, y situar los alimentos en mesas bajas. El prestigio de las costumbres "a la morisca" fue evidente durante bastante tiempo en buena parte de la Península Ibérica, y es de suponer que la cierta [End Page 26] economía de medios que suponía facilitó su aceptación al otro lado de las fronteras. Así, aunque en imágenes del siglo XIII, como las de las citadas Cantigas, no es difícil encontrar personajes, desde reyes a peregrinos, sentados a una típica mesa sobre borriquetes (Menéndez Pidal 126-30), el franciscano catalán Francesc Eiximenis denigraba a los castellanos porque "seen en terra," frente a las costumbres más refinadas de sus compatriotas que "seent en taula alt" (90). Lo cierto es que Eiximenis realizó esa comparación en la década de 1380, cuando compuso el tercer libro de su enciclopedia inconclusa Lo Crestià (El Cristiano), y que aún treinta años más tarde, en 1418, Juan de Aviñón, un médico occitano afincado en Sevilla, prescribía en su tratado Sevillana medicina que "el assentamiento alto, segun agora se usa, es el mejor," en contraste con "la mesa baxa, segun solian usar en esta tierra [que] es mal assentamiento" (163). Daba pues a entender que el cambio de hábito era algo relativamente reciente y no del todo consolidado, y recomendaba para ello incluso unas medidas para la mesa y los asientos de los comensales, que aún hoy nos seguirían pareciendo muy bajas. En concreto la mesa debía estar a una altura de tres palmos (60 centímetros) y el banco a dos palmos o dos palmos y medio (40-50 centímetros), con un ancho para el asiento de dos palmos (20 centímetros) "porque el peso del cuerpo esté más sossegado" (162). Las explicaciones ergonómicas que proporciona este galeno converso para imponer el asiento alto no tienen desperdicio, cuando afirma que es mejor porque de otra forma "están los miembros encogidos y puede ser causa de opilacion y cerramiento de los caños" (163), o sea, que según él comer en tierra podía provocar estreñimiento.

Si a principios del siglo XV un médico llegado de tierras norteñas seguía teniendo que exponer sus argumentos para defender el sentarse en alto, ello significa que esta postura debía de ser, como afirmaba Eiximenis, todavía relativamente nueva, al menos en Andalucía. La progresiva separación del suelo, por más que se tratara de justificar por motivos de salud, tenía mucho más que ver con un nuevo código de comensalidad impuesto por el sistema feudal, en el que no solo era importante el eje horizontal, que marcaba en qué lugar debía sentarse cada convidado, sino [End Page 27] también el vertical, colocándose más alto el personaje más reconocido socialmente, y correlativamente más bajos los demás. Sin duda serían los nobles quienes más interiorizado tendrían ese código, cuando leían en sus libros de caballerías que el rey Arturo se sentaba en una "alta silla" (Cuesta Torre 188), y luego intentaban trasladar ese modelo a la vida real. Así, según la Crónica de Juan II de Castilla, siendo Fernando de Antequera regente durante la minoría de edad de ese monarca junto a la reina madre Catalina de Lancaster, durante un banquete "por mostrar su lealtad, no quiso asentarse en el escaño do el Rey hera asentado, e asentóse un poco ayuso, en dos almoadas" (García de Santa María 268). Según parece, esa prudencia le vino al de Antequera después de un altercado que había tenido anteriormente con su hermano Enrique III, cuando este aún vivía y reinaba. En concreto una vez cometió la osadía de sentarse en la silla real y Enrique mandó que la tirasen por la ventana, y ordenó que, a partir de entonces, hasta que el soberano llegara a la sala del banquete, su silla se colocara mirando a la pared (Domínguez Casas 224).

Por tanto, cada uno debía tener su sitio y su altura. La mesa del anfitrión y de sus invitados solía situarse así sobre una especie de estrado y en general las mesas plegables, en las casas más pudientes, disponían de cadenas reguladas para poder colocarlas a diferentes alturas. Entre las sillas podemos encontrar también cadires baixes de dona, como las que aparecen en alguna casa de Mallorca, que parecen hablarnos igualmente de una gradación por sexos en la mesa (Sastre Moll 68). Pero en general, eran más frecuentes los asientos compartidos, bancos corridos de madera, o incluso de obra, encajados en la pared, o bien arquibancos con espacio al menos para dos comensales y en cuya parte baja había cajones donde se guardaba ropa, vajilla o hasta comida. En un ambiente, como veremos, en el que compartir el mismo plato tenía su importancia, estos asientos, por otra parte más baratos, servían para acercar aún más a quienes compartían mesa y mantel. Por el contrario, la imposición paulatina de las sillas individuales tendería ya a crear invisibles barreras entre ellos. Esa tendencia se reforzaría a partir de mediados del siglo XV, porque hasta entonces lo más frecuente era que en una casa urbana hubiera una sola [End Page 28]

Fig 2. Tabla del Banquet de Herodes; Retablo de san Juan Baptista (Lleida), entre 1473-82; Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona, España. Licencia Creative Commons CC BYNC-SA 3.0.0.
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Fig 2.

Tabla del Banquet de Herodes; Retablo de san Juan Baptista (Lleida), entre 1473-82; Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona, España. Licencia Creative Commons CC BYNC-SA 3.0.0.

silla, destinada a convertirse en el pequeño "trono" del dueño.

Las casas de finales del Cuatrocientos se convirtieron así, a veces, en verdaderos muestrarios heteróclitos de distintas formas de asiento. El cirujano-barbero valenciano Joan Reixac disponía en 1475 en su comedor de cuatro cadires de costelles (sillas con barrotes en el respaldo), una cadira de barber, sin duda para ejercer su oficio, y dos escabeles, pero en la habitación contigua había también un arquibanco y un caxó de pi ab hun respatle (un cajón de pino con respaldo), además de otras cuatro sillas de madera en la entrada de su obrador, quizá a modo de "sala de espera."4 Por su parte, en 1497, el jurista zaragozano Galcerán Ferrer tenía en su "sala alta," equivalente al comedor, "Quatro sillas de fusta con sus recolçaderos (reposabrazos), las dos nuevas y las dos viexas," seis escabeles de madera, "pintados a quartos verdes y colorados," y un "banquo pequenyo encaxado, viexo" (Serrano y Sanz, "Documentos" 89). En los puertos de la Corona de Aragón, especialmente, comenzaron a aparecer además sillas importadas, como las cadires genoveses, venecianes, de Llevant, de Candia, o de Romania, que se registran en inventarios valencianos o mallorquines, pero especialmente en las Baleares convivían [End Page 29] con las tradicionales estormies, cojines cilíndricos de cuero o de palma rellenos de paja en los que algunos, como el mercader Berenguer Vida ya en 1398, habían llegado a grabar las armas de su apellido para así reafirmar y proteger su propiedad (Sastre Moll 68). En definitiva, frente a los ordenados comensales que aparecen pintados en los retablos en largos bancos comunitarios, la apariencia de un comedor urbano a finales del siglo XV en la Península Ibérica sería bastante más caótica, y es muy probable que el asiento de cada uno marcase, una vez más, su importancia dentro del grupo allí reunido.

El mueble que, sin embargo, distinguía más al propietario, era el aparador, llamado tinell o dreçador en catalán. Consistía apenas en un armazón de madera con estantes escalonados como los que se pueden ver en algunos retablos que ilustran el Banquete de Herodes (fig. 2), y no tenía más cometido que la ostentación de la vajilla de lujo que se atesoraba en una casa.

Unos artefactos como esos, más representativos que prácticos, nacieron en los palacios reales, donde los testigos cuentan, seguramente no sin exageración, cientos de piezas de oro y plata luciendo sobre ellos. Así lo hizo el flamenco Antoine de Lalaing cuando acompañó a Felipe el Hermoso y a la princesa Juana a Castilla, siendo recibidos por los Reyes Católicos con un banquete en Toledo en el que Lalaing describe los cinco aparadores que había en la sala, uno del rey con novecientas piezas de vajilla, y cuatro más del duque de Alba, el de Béjar, el conde de Belalcázar y el de Oropesa, con unas setecientas cada uno (García Mercadal 461-62).

Estas auténticas competiciones suntuarias quedaban muy lejos del alcance de la mayoría de la población, pero eso no quiere decir que en el siglo XV el aparador no comenzara a aparecer en las casas urbanas más acomodadas. Los vemos primero en Barcelona, Valencia, Mallorca y, algo más tarde, en la década de 1480, en Calatayud o Teruel. En la casa del cambista valenciano Sanç Ferrandis (1478), el tinell gran de fust que tenía en el comedor formaba un auténtico "set" de ostentación con un grupo de grandes recipientes de latón, candelabros, un pequeño retablo de la [End Page 30] Virgen y santa Ana y un estrado de madera con su rebanco.5 Y es que en realidad esos aparadores no eran excesivamente caros: en la misma Valencia se podía conseguir uno, eso sí, de segunda mano, por unos treinta o cuarenta sueldos, el equivalente al salario de entre ocho y diez días de un artesano cualificado (García Marsilla, "Vida"). Lo que costaba realmente era llenarlos, y ser capaces de exponer adecuadamente las piezas, a menudo cubriendo los estantes previamente con paños y tapices, como el "paño de aparador" que tenía en su castillo de Belalcázar (Córdoba) el noble Alfonso de Sotomayor en 1464 (Cabrera Muñoz 39).

Y es que vestir unos muebles que, en su mayor parte, eran todavía piezas de madera bastante sencillas, constituía al final de la Edad Media una de las mayores expresiones de riqueza. De hecho, los manteles costaban a menudo más que las mesas que cubrían, y solían constituir una parte especialmente expresiva de la dote de las doncellas casaderas. Comer sin mantel se convirtió en uno de los signos de pobreza y grosería por excelencia, hasta el punto de que en la Orden de caballería de la Banda, instituida por Alfonso XI de Castilla en 1332, se conminaba a todo miembro de este exclusivo club a "guardarse de non comer ninguna vianda sin manteles, salvo si fuere letuario o fruta, o andando a caza o en menester de guerra" (Sánchez Jiménez 124). Pero ni tan siquiera en medio del desierto los pintores de la época se atrevían a representar la primera comida de Cristo servido por los ángeles, después de sus cuarenta días de ayuno, sin un blanco mantel extendido, como hizo el italiano Dello Delli en el retablo mayor de la catedral de Salamanca hacia 1440 (fig. 3). Parecen claras en esta escena las connotaciones eucarísticas, que también inspiraban las comidas solemnes de los nobles de la época, lo que aún recalcaba más la importancia de la mantelería, casi como si fuera parte del ajuar de un altar (Castro Martínez 130).

No todos los manteles eran, sin embargo, iguales. Los había muy baratos, de estopa, considerado el tejido más basto con el que se podían fabricar estas piezas, de manera que cuando Jorge Manrique, el famoso poeta [End Page 31]

Fig 3. Comida de Jesús en el desierto servido por ángeles; Dello Delli; Retablo mayor, hacia 1439; Catedral Vieja de Salamanca, Salamanca, España. Con permiso de la Catedral de Salamanca.
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Fig 3.

Comida de Jesús en el desierto servido por ángeles; Dello Delli; Retablo mayor, hacia 1439; Catedral Vieja de Salamanca, Salamanca, España. Con permiso de la Catedral de Salamanca.

castellano, imaginó en verso un banquete satírico con el que "obsequiaría" a su odiada madrastra, entre otras muchas lindezas escribió que pondría "unos manteles de estopa; por paños, paños menores," es decir, bragas para que sirvieran de servilletas (Pedrosa 578). Lo normal era, no obstante, que fueran de lino, pero se distinguían claramente los manteles, tovalles o tovalhas locales de los importados. En la corte de Carlos III de Navarra, por ejemplo, la mesa del rey se adornaba con manteles de Flandes o Bretaña, mientras en el resto se tenían que conformar con los de la más cercana Buitrago (Serrano Larráyoz 283). En Aragón, Galicia o Castilla abundaban los manteles alamaniscos, y también los de Holanda o Bretaña, pero no hacía falta que las telas vinieran de fuera para que los consumidores distinguieran calidades, como la vecina de Paredes de Nava (Palencia) María Rodríguez que, en su testamento de 1485, le dejó a una amiga "dos lienços delgados para los domingos e otros dos para cada día" (Martín Cea 279).

En Cataluña y Valencia se hallan en cambio menos menciones a manteles o servilletas de importación, quizá porque la producción local de lino y [End Page 32] algodón bastaba para estos fines.6 Allí lo que algunos nobles desarrollaron fueron auténticas estrategias de autoabastecimiento, como los duques reales de Gandía, que acostumbran a cobrar tributos de sus vasallos mudéjares en lino, y les devolvían a estos la materia prima para que la hilaran y fabricaran la lencería para la corte a precios pactados, en un auténtico Verlagssystem (García Marsilla, Taula 147-49).

Poco cambió la decoración de estos manteles a lo largo de los siglos bajomedievales, ya que la mayoría eran blancos para un lavado más fácil, aunque fueron incorporando detalles, sobre todo el ajedrezado (escacat) en los filetes de los bordes, y también en algún caso los lunares (pallolat). Solo en alguna corte bordaban en ellos escudos heráldicos, pero sobre todo lo que destacaba era la longitud de estas piezas, siendo frecuentes las que medían entre 6 y 8 metros por apenas entre 40 y 80 centímetros de ancho.7 La pieza se adaptaba por tanto a la forma de la mesa, al contrario que en otros países. Por eso cuando los embajadores portugueses que acompañaron a Italia a Leonor, la hija de Alfonso V, en 1451, para sus bodas con el emperador Federico III, se asombraban de que los manteles allí no llegaban a cubrir toda la mesa "e ficava descoberta da mesa de dois palmos," poniendo en esas esquinas las servilletas (Oliveira Marques 38).

Fueron de hecho esas servilletas las que más evolucionaron en estos siglos, hacia una mayor abundancia y, sobre todo, especialización. Lejos quedaban los tiempos en que los tratados de buenas costumbres tenían que recordar que nadie se limpiara o se sonara en el mantel. En los siglos XIV y XV abundaban las servilletas en los reinos hispánicos, y se distinguía ya entre las que servían para limpiarse la boca (torcaboques), las que en cambio se utilizaban para el cuchillo (torcacoltells), las toallas que servían para secarse después del aguamanos que iniciaba la comida, y los auténticos [End Page 33] baberos que se ceñían al cuello para evitar mancharse la ropa. El ya citado Lluís de Castellví, por ejemplo, tenía de todo esto, incluyendo tres "draps de pits de Olanda," "dos tovalloles de ayguamans ab franga de fil," nada menos que 120 "torcaboques groses scacades e usats e draps de boca" y nueve torcacoltells.8 La obsesión por la limpieza se adueñó entonces de las elites de la sociedad, siguiendo las pautas dictadas por los médicos en una época azotada por las epidemias, pero también por la idea de ofrecer una imagen impoluta que destacara la cantidad de lencería de hogar que se poseía, y la disponibilidad de criados para lavarla con frecuencia. De ahí que Enrique de Villena, el autor del primer tratado occidental sobre el trinchado de alimentos, el Arte cisoria, afirmara que un rey debía utilizar durante una comida media docena de servilletas (Villena 159), y que el flamenco Lalaing dijera que la mesa del condestable de Castilla era "la más limpia que había visto," porque con cada servicio las cambiaban (García Mercadal 446). Pero el ejemplo cundió prácticamente por toda la sociedad, de manera que en las ciudades que conservan inventarios del siglo XV cuatro de cada cinco, incluidos los de los campesinos, cuentan con paños de mesa, cuyos precios eran bastante económicos, además de poderse comprar usados o de reutilizar los manteles viejos para hacer con ellos servilletas, como sugería la famosa Trotaconventos, la alcahueta del Libro de buen amor, que, actuando como buhonera, le ofrecía a doña Endrina: "por fazalejas (para servilletas), conprad aquestos manteles" (Ruiz 180; estrofa 723).

Junto a ello se experimentó también un incremento de la vajilla de mesa, introduciéndose importantes innovaciones, tanto en los materiales como en la variedad de formas, adaptadas a funciones cada vez más específicas, que fueron surgiendo. Quizá el cambio más importante fue la irrupción de los materiales llamados "semiduraderos," especialmente la cerámica, y algo menos, el vidrio. Como ha demostrado Luis Almenar en el mundo rural valenciano, hasta principios del siglo XIV los pocos platos o escudillas que había en las casas campesinas solían ser de madera. Tras la peste de 1348, sin embargo, este material fue paulatinamente sustituido por la [End Page 34] cerámica, no porque hubiera ninguna razón práctica para ello, sino por haberse convertido la obra de terra en un cierto símbolo de estatus, aún entre las clases medias y bajas (Almenar 188). Los recipientes de cerámica, salvo en el caso de los de reflejo dorado, nunca fueron caros, pero tenían el atractivo de su decoración, que además iba cambiando, y se adaptaba por tanto muy bien al concepto de "moda" como indicador social variable. Además, el hecho de que se rompiera con facilidad alentaba también la renovación constante de la vajilla. De esta manera, la mejora del nivel de vida que se experimentó a partir de mediados del siglo XIV a escala europea se tradujo en un menaje de hogar mucho más complejo en el que, no obstante, la madera tampoco fue abandonada del todo. Lo más frecuente fue que los platos llanos, llamados tajaderos o talladors, que debían ser resistentes para cortar la carne sobre ellos, continuaran siendo fabricados en ese material, mientras los cuencos y escudillas se hacían de cerámica. Algunas excavaciones arqueológicas en Santiago de Compostela han registrado, gracias al alto nivel de humedad que ha permitido la conservación de la madera, cómo en un mismo hogar se usaba vajilla de ambos materiales, pero ni tan siquiera el uso de los grandes tajaderos de castaño está relacionado con un bajo nivel de comercialización de la sociedad, ya que se trataba de platos torneados, e incluso uno de ellos con una marca a fuego que quizá fuera una señal de su fabricante, por lo que también esas piezas habrían sido compradas y no elaboradas en casa (Del Río Canedo, et al. 429).

Para que la cerámica triunfara en la mayoría de las casas faltaba, eso sí, que se produjera en cantidades importantes, y el final del Trescientos asiste de hecho a la multiplicación de centros productores para un mercado supralocal por toda la Península, como Manresa o la misma Barcelona en Cataluña; Teruel, Muel y Calatayud en Aragón; o Valladolid en Castilla, por poner algún ejemplo. A veces los mismos titulares de los señoríos se implicaban en este impulso industrial, como ocurrió en los que fueron los casos más exitosos, los de Paterna y Manises, ambos cerca de Valencia, donde los Luna y los Boïl respectivamente se enriquecieron con los tributos por la producción de loza que cobraron a sus vasallos alfareros, mayoritariamente mudéjares (López Elum 27-84; Coll i Conesa, et al. 41). [End Page 35] El éxito de esos centros exportadores, sobre todo de los valencianos, se debió a su adaptación a una demanda cada vez más variada. Si la cerámica de reflejo dorado, imitada de la nazarí—se la llamará "cerámica de Málaga," incluso cuando la mayor parte acabó siendo fabricada en Manises—conquistó los mercados más exclusivos, desde Italia a Inglaterra (García Porras 8-9; Coll i Conesa 182-93), aparecieron en cambio a finales del siglo XIV estilos decorados mucho más asequibles y elaborados con mayor rapidez, las llamadas "cerámicas azules," orientadas al consumo popular (Mesquida García 43-44).

Las formas de todas aquellas piezas eran cada vez más variadas, aunque predominaban las escudillas y otros cuencos capaces de contener preparaciones alimentarias untosas o líquidas, incluidos los gredales (greals en catalán) los cuales, aunque su nombre pueda sugerir la forma de un cáliz, eran en realidad escudillas pequeñas que a menudo las clases populares utilizaban para beber, ante la escasez de vasos (Almenar 130). También se podía beber directamente de los jarros, terraçes, o pitxers, lo que implica naturalmente una concepción mucho más comunitaria del consumo alimentario, que tendería después poco a poco a remitir, especialmente en las ciudades. Los vasos o copas de vidrio fueron así durante mucho tiempo símbolos de exclusividad, ya que los pocos hornos de vidrieros se dedicaban al principio más bien a la producción de grandes ventanales de colores para las iglesias. Sin embargo, ya desde principios del siglo XIV se redactaron ordenanzas de este oficio en Barcelona y Mallorca que hacen referencia a la fabricación de elementos de mesa (Riu de Martín 591, 601; Capellà Galmés 106-25), mientras que en Valencia las primeras noticias de un Forn del Vidre son de la década de 1380 (Hinojosa 585). Lo cierto es que la mejora de la calidad en esta última urbe debió de ser tan importante a lo largo del siglo XV que los Reyes Católicos solo compraban para su mesa "copas de vidrio de Valencia," de las que se regalaba al menos una al año a cada miembro de la familia (García Marrero 182). Fuera de esta elite, los elementos de cristal en los inventarios son siempre pocos, aunque la variedad y cantidad es mayor en la Corona de Aragón, mientras en la de Castilla solo a finales del siglo XV aparecen en ciertas casas [End Page 36] algunas garrafas, nunca vasos, de vidrio (Abellán, El ajuar de las viviendas murcianas 51-57, 226, y El ajuar de las viviendas jerezanas 66-69, 109).

Ocasionalmente se registran también piezas, sobre todo jarras, de latón, estaño o peltre, más frecuentes en el norte de la Península, y en las casas más ricas se podían permitir incluso algún elemento de plata. El ciudadano de Zaragoza Antón de Pertusa, por ejemplo, poseía en 1444 un picher o jarrón cubierto y dorado que fue valorado en 446 sueldos jaqueses, tres terraçes, cuatro copas doradas, una taza, un salero con el nombre de Jesucristo inscrito, tres platos, seis escudillas y quince cucharas de este metal (Serrano y Sanz 556). El hecho de que sobre todo la primera pieza aparezca valorada nos da a entender que quizá esta vajilla de plata no tenía por principal función su uso en la mesa, sino más bien su exhibición en el aparador y, sobre todo, el convertirse en una reserva de capital que, en un momento de falta de liquidez del dueño, podía ser fácilmente empeñada. Frente a la lógica de la sustitución que hemos visto antes, esta sería la de la acumulación, practicada de forma ejemplar por los mismos reyes, que reunían cantidades enormes de piezas de plata, a ser posible con diseños imaginativos e impactantes, muchas de las cuales eran el producto de regalos de las ciudades que visitaban (Domenge i Mesquida 645-46). La vajilla real se convertía así en una especie de muestrario competitivo de la producción de las principales urbes de su reino, y era un elemento fundamental de la ostentación del soberano. Las Ordinacions de la casa i cort de Pedro el Ceremonioso prescribían, de hecho, que en la casa real de Aragón solo debía comerse sobre platos de oro o plata, con una gradación entre el oro, la plata dorada y la blanca, en función del estatus de cada uno de los comensales (173). A menudo, esto era una desiderata más que una realidad, cuando sabemos de compras de miles de platos de madera para la corte, como ocurrió en la coronación de Martín el Humano en 1399, para la que se encargaron 20,000 escudillas y 16,000 talladors de madera, se supone que para el servicio de los invitados al banquete de inferior condición social (Almenar 327).

Llama la atención, por otra parte, que incluso en las cortes reales el número de cubiertos que se enumeran sea siempre restringido. En el inventario de [End Page 37] los bienes del mismo rey Martín apenas aparecieron ocho cucharas, y en la de uno de sus sucesores, Alfonso el Magnánimo, cuando aún era infante, solo tres (Domenge i Mesquida 648). ¿Significa esto que, tal y como se creía, es cierto que en la Edad Media se comía básicamente con las manos? Solo en parte. Desde luego las clases populares harían poco uso de los cubiertos, y dado que el pan era la base de su sustento, muchos rebañarían la sopa o el potaje con rebanadas del mismo, o simplemente beberían de la escudilla. Sin embargo, también es posible que su uso no estuviera tan individualizado como actualmente, dada la presencia en los inventarios de apenas dos o tres cucharas de madera en una vivienda. Pero cuando el dueño se lo podía permitir proveía de una a cada comensal, y que esto se hacía solo en las familias que disfrutaban de un cierto bienestar material lo confirma el hecho de que se encuentren en general más cucharas de plata que de madera o hierro, como las diez culleretes d'argent que tenía en su casa el pelaire valenciano Miquel Malonda en 1478, además de cuatro de latón,9 o las doce con que contaban los Zapata en Calatayud en 1484 (Tomás Faci 626). La cuchara de plata, con todo, no dejaba de ser un pequeño tesoro de la casa, cuando san Vicente Ferrer recomendaba en uno de sus sermones que, para probar la fidelidad de los sirvientes, había que dejarles a su alcance alguna de ellas, para ver si resistían la tentación de robarlas (Ferrer 28).

En las cortes algunas cucharas eran valiosas obras de arte, con mangos de marfil o coral, pero el aspecto suntuario se concentraba más frecuentemente en los cuchillos, cuya carga simbólica, entre utensilio y arma, debía de ser mayor. En fecha tan temprana como 1304, Jaime II de Aragón mandó fabricar para el rey Dinis de Portugal, quien iba a hacer de mediador en una reunión en Tarazona con el monarca castellano Fernando IV, diversas piezas de lujo, entre las que las primeras eran un cuchillo adornado con un rubí rojo y águilas labradas en plata; otro con mango de marfil y seis cabezas femeninas en plata, y tres cultellos tabulares, los cuchillos de mesa propiamente dichos, de jaspe, guardados en una vaina (Martínez Ferrando 2: 12). El cuchillo era al fin y al cabo el útil que servía [End Page 38]

Fig 4. Un apóstol corta con cuchillo rebanadas de un pan redondo; Tabla de la Última Cena; Retablo de Santa Constança de Linyà, Museu de Solsona, Lleida. Con permiso del Museu Diocesà i Comarcal de Solsona, Lleida.
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Fig 4.

Un apóstol corta con cuchillo rebanadas de un pan redondo; Tabla de la Última Cena; Retablo de Santa Constança de Linyà, Museu de Solsona, Lleida. Con permiso del Museu Diocesà i Comarcal de Solsona, Lleida.

para cortar y distribuir la comida, de manera que el que lo ostentaba parecía metafóricamente el "proveedor" de alimento en la mesa. Por eso tampoco abundaban, aunque el cuchillo es la pieza que aparece con más frecuencia representada en las mesas de los retablos, que además nos informan de su uso. Lo vemos en la Última Cena de Jaume Ferrer, hoy en el Museo de Solsona (fig. 4), donde un apóstol corta con él rebanadas de un pan redondo, frente a lo que mandan los cánones en otras etapas históricas, en las que era de mejor educación partirlo solo con las manos. En la misma escena otros dos apóstoles agarran con la mano sendos muslos de ave para separar su carne también con un cuchillo, lo que nos lleva a otro momento fundamental del ritual de la comida medieval (fig. 4b).

En los hogares más opulentos de entonces ese corte previo a la ingesta de los alimentos no era un acto individual, sino que se confiaba a un especialista, el trinchante, cuya función llegó a convertirse en un arte sobre el que se escribieron tratados, como el ya citado Arte cisoria de Enrique de Villena. Los trinchantes utilizaban diversos cuchillos y otras herramientas que les servían para sujetar la pieza, como las brocas, antepasados de los tenedores con dos o tres púas, y debían ejercer su oficio en público, de la forma más virtuosa posible, y sin herir ni salpicar a los comensales.10 En las cortes reales solían ser nobles jóvenes para los que desarrollar estas [End Page 39]

Fig 4b. Detalle, Apóstoles utilizando cuchillos. Tabla de la Última Cena; Retablo de Santa Constança de Linyà, Museu de Solsona, Lleida. Con permiso del Museu Diocesà i Comarcal de Solsona, Lleida.
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Fig 4b.

Detalle, Apóstoles utilizando cuchillos. Tabla de la Última Cena; Retablo de Santa Constança de Linyà, Museu de Solsona, Lleida. Con permiso del Museu Diocesà i Comarcal de Solsona, Lleida.

destrezas era tan importante como aprender a combatir (Parizot 17-18), e incluso después los aristócratas más encumbrados podían tener que pasar la prueba de servir de esta manera al rey, como le ocurrió al condestable Lucas de Iranzo cuando Enrique IV le visitó en Jaén, y tuvo que hacer para él "de maestresala y trinchante" (Hechos del Condestable 195).

Tan arraigado debió de estar este arte en los reinos ibéricos que aún en 1614 la obra de Yelgo de Bázquez, Estilo de servir a príncipes, otorgaba un papel fundamental al trinchante (Pérez Samper 351). Sacrificar el espectáculo de ver a este en acción no entraba pues en los cálculos de las grandes familias nobles, por lo que la irrupción en sus mesas del tenedor individual, al menos para cortar la comida, se demoró bastante. Fue en cambio más bien en las mesas de la burguesía donde primero se utilizó en la Península Ibérica. La historiografía italiana relaciona muy directamente [End Page 40] la difusión del tenedor con el triunfo de la pasta (Rebora 18), sin embargo, no parece que eso se pueda sostener del todo en los reinos hispánicos. Sin duda, el tenedor llegó desde Italia, en una traslación este-oeste que había comenzado desde Bizancio en el siglo XI (Montanari 248). No extraña por tanto que el primer tenedor inequívoco que encontremos en un inventario realizado aquí sea el de un mercader sienés asentado en Valencia, Giovanni Sori, que murió en 1450, dando sus albaceas testimonio de tres forquets d'argent que se hallaban junto a dos cucharitas del mismo metal.11 Sori los pudo utilizar para comer sus fideis, conocidos de sobra en Valencia en esa época, pero que por los mismos años Jaume Roig nos diga en su obra satírica L'Espill que una de sus sucesivas mujeres era tan remilgada que tallar sens broca no consentia, nos habla de que utensilios como ese se usaban en las casas burguesas básicamente ya para sujetar la carne cuando la cortaban los mismos comensales (Roig 154).

El problema es distinguir entre las diversas formas de denominar al utensilio. Broca era al fin y al cabo el nombre más arraigado, relacionado con el trinchante o, leyendo a Eiximenis, con su uso para pinchar las frutas que manchaban, como las moras (112). En Mallorca, en casa del notario Francesc de Milà, se habla en cambio en 1481 de un punxor que aparece junto a unos cuchillos (Barceló y Rosselló 227). Poco más tarde, en 1492, se localiza en Jerez, Andalucía, en casa de una mujer llamada María, "un cochillo de mesa con su tenedor" (Abellán, El ajuar de las viviendas jerezanas 183-87), y ya a principios del siglo XVI se encuentran otros tenedores en inventarios de Las Palmas (Canarias) (Ronquillo Rubio 41).

La novedad también habría de llegar episódicamente a las cortes, que obviamente conseguirían los ejemplares más ornamentados, como los "tenedorcicos chequicos de plata dorados" que aparecen en el testamento de Isabel la Católica en 1504 (de la Torre y del Cerro 44), o el tenedor de oro y cristal de roca del cardenal Cisneros que hoy se halla en el convento de San Francisco de Toledo (Martínez Caviró 74). Sin embargo, estos casos debieron de ser la excepción, porque la difusión mayoritaria del tenedor en [End Page 41] las casas hispanas no llegaría antes del siglo XVIII (Rosado Catalayud 192-93). Aun así, parecen indicar que los hogares burgueses se convirtieron en la avanzadilla de unos hábitos cotidianos más basados en el individualismo y la contención, de manera que usar las manos y compartir los utensilios comenzaba a no estar tan bien visto. El citado Jaume Roig también decía de su "esposa esnob" que tenía "senyalat plat, certa scudella… taça apartada, sal no tocada, son drap de boca," todo por tanto para su estricto uso y siguiendo unas exigentes y "modernas" normas de higiene (53).

Ello contrastaba con las pautas de comportamiento que había elaborado, unos cincuenta años antes, Francesc Eiximenis, en las que comer del mismo plato dos personas era la norma. Se refería sobre todo a lo que se ponía sobre los talladors, y establecía claramente unos límites sobre con quién se podía compartir y con quién no. En general animaba a que se hiciera entre iguales, por ejemplo el marido con su mujer, "que meng ab tu en un tallador, e la convida del millor, si és fembra de bé, car tostemps te n'amarà e te'n prearà més" ("que coma contigo en un tajadero, y convídala de lo mejor, si es mujer de bien, porque siempre te amará y te valorará más"; Eiximenis 108; trad. mía). Por el contrario, vedaba totalmente compartir el plato con un hijo o un sirviente, porque ello podía menoscabar la debida reverencia al padre o señor (108).

Cuando dos comensales comían del mismo plato ello suponía situarlos en un plano de igualdad social y familiar, pero entonces ambos habían de cumplir unas precisas normas de cortesía, procurando no comer más deprisa ni más despacio que el otro, no animar al compañero a que comiera, como si se estuviera afirmando que pasaba hambre, y en general no hacer nada que pudiera ofenderle. Como dice Antoni Riera i Melis, hasta en la conversación en la mesa la espontaneidad quedaba coartada, al menos para quien siguiera estas normas (79). Eiximenis establecía de hecho que los más ancianos o nobles eran los que debían llevar el peso de la charla, evitando temas escabrosos, mientras que los otros tenían casi que limitarse a asentir, o a comer y callar.

Esas jerarquías quedaban establecidas por el lugar que cada uno ocupaba, en el que el anfitrión se situaba en el centro y los huéspedes a los que más [End Page 42] quería honrar en las cabeceras de la mesa, sentándose luego cada uno por estricto orden a partir de ellos. Ni tan siquiera, en teoría, todos debían comer lo mismo. Los platos en los banquetes se sacaban por bloques, como una especie de servicio "a la francesa," y cada comensal, en función de su estatus, debía saber lo que le correspondía probar y lo que tendría que evitar. Por eso cuando Tirant lo Blanc fue invitado a la mesa por el rey Escariano, fue sometido a una especie de examen de cortesía, que pasó con nota cuando comprobaron que solo comía de las viandas más delicadas (Martorell y Martín de Galba 171-72). Ser un gourmet formaba parte ya por tanto, en el siglo XV, de las virtudes del buen caballero.

También el orden de los platos variaba en función de cada reino, pues según Eiximenis los catalanes comían primero el asado y después el cocido, al contrario que los castellanos (90). En la mesa de Alfonso el Viejo, duque de Gandía, sin embargo, ese orden variaba según el día, aunque sí se observa que la colación se podía cerrar con un guiso de arroz o lentejas (García Marsilla, Taula 209-15). Y del castellano Lucas de Iranzo cuenta su cronista que la comida comenzaba con las frutas, seguía por el cocido y el manjar blanco y acababa con el asado (Hechos del Condestable 128).12 En los grandes banquetes cada uno de esos nuevos platos que salían a la mesa era debidamente subrayado por el toque de trompetas y chirimías, que llamaban la atención de los comensales distraídos, a los que se ofrecían nuevos espectáculos visuales con cada preparación (Quintanilla 240).

Era lógico, y hasta deseable, que las grandes cantidades de comida que se servían en esos eventos no fueran totalmente consumidas, y formaba parte del ritual del banquete el ofrecimiento de las sobras. Para eso servía uno de los elementos más fastuosos de las mesas nobles: las naves, artísticas "maquetas" de barcos de plata y otros materiales lujosos, en cuyo interior se dejaba especias y a veces el sobrante (fig. 5).13 Su ubicación en la mesa era una referencia también para que los invitados buscaran su sitio, pero sobre todo es interesante saber qué se dejaba ahí dentro y a quién iba destinado. [End Page 43]

Fig 5. Detalle de la naveta de nácar donada a la Seo de Zaragoza en 1481; Museo de Tapices, La Seo de Zaragoza, España; foto de Javier Ibáñez Fernández. Con permiso del Museo de Tapices, La Seo de Zaragoza.
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Fig 5.

Detalle de la naveta de nácar donada a la Seo de Zaragoza en 1481; Museo de Tapices, La Seo de Zaragoza, España; foto de Javier Ibáñez Fernández. Con permiso del Museo de Tapices, La Seo de Zaragoza.

El Libro de la Cámara Real del príncipe Juan afirma que en su corte eran los sirvientes de la mesa los que tenían derecho a quedarse con aquello (Fernández de Oviedo 121). Por tanto, no se trataba de una limosna generalizada al pueblo, ya que lo que sobraba de una mesa noble no se consideraba adecuado para los pobres, sino parte de una oferta escalonada de alimentos entre las elites y sus criados.

Aquello formaba parte, desde luego, de los códigos aristocráticos a través de los cuales se mostraban las virtudes del señor, en este caso su generosidad, y ofertas alimentarias como esas siguieron existiendo a largo plazo en la sociedad española. Sin embargo, las costumbres nobiliarias tuvieron un impacto muy limitado en las otras clases: eran un espejo muy lejano en el que mirarse y poco útil además para la mayoría de la población. Si algo parece claro en el ámbito de los rituales alimentarios es que las innovaciones más importantes que comenzaron en la Baja Edad Media, las que más estaban llamadas a perdurar, se gestaron más bien en los hogares de las clases medias urbanas. Allí nació el recinto especial para la comida, el "comedor," allí se produjeron los cambios más significativos en el mobiliario e incluso en la ergonomía del acto de [End Page 44] comer, allí se difundieron antes cubiertos que resaltaban la individualidad, como el tenedor, y las mismas normas de etiqueta en la mesa, concebidas como principios de "cortesía," porque habían sido creadas en las cortes principescas, pasaron en castellano a recibir progresivamente el significativo nombre de "reglas de urbanidad."

Todo ello se produjo en el marco de unas sociedades especialmente dinámicas, capaces de desarrollar incluso una nueva cultura material, más refinada y especializada, en torno al acto de comer. Sobre todo a partir de mediados del siglo XIV, la mejora de las condiciones de vida de aquellos que sobrevivieron a los embates de la peste y protagonizaron la recuperación, se tradujo en un mayor bienestar material que generó nuevas demandas, desde los platos de cerámica a las servilletas de lino. Demandas que se caracterizaron por su amplitud social y porque los elementos que las componían eran de duración limitada y estaban sujetos a variaciones de naturaleza estética, a los ritmos de la moda en definitiva. Por tanto, la comida en común, siempre dotada de significados sociales, se convirtió en uno de los focos de lo que se podría considerar una muy incipiente "sociedad de consumo." Esta venía de la mano de transformaciones importantes en las formas de comportamiento y de relación entre las personas que se fueron gestando en los últimos siglos de la Edad Media y que, a la larga, acabarían conformando aspectos básicos de la idiosincrasia particular de la civilización occidental. [End Page 45]

Juan Vicente García Marsilla
Universitat De València

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Footnotes

1. Este estudio se ha realizado en el marco del proyecto "L'espai domèstic i la cultura material en el regne medieval de València: una visió interdisciplinar (segles XIII-XVI)," AICO/2020/044.

2. Inventario de Romeu de Soler, "Protocolos de Lluís Ferrer 3.570," 1 de enero de 1411, Archivo de la Catedral de Valencia.

3. "Protocolos de Francesc Pintor," 22.552, jueves, 19 de abril de 1481, Archivo de Colegio del Corpus Christi de Valencia (en adelante ACCV).

4. "Protocolos de Miquel Bataller," 632, 21 de marzo de 1475, ACCV.

5. "Protocolos de Jaume Salvador," 1.998, 16 de febrero de 1478, Archivo del Reino de Valencia (en adelante ARV).

6. De los pocos que hemos podido hallar destacan las tovalles alamandesques stretes que se vendieron en la almoneda de los bienes del noble valenciano Cristòfol Roís de Corella en 1485 por 8 sueldos ("Protocolos de Pere Monsoriu," 9.625, 15 de junio de 1485, ACCV).

7. Entre los manteles de Orfresina, la hija de un tejedor de Valencia, que murió en 1498, había tovalles que medían de 4,5 a 8 alnes (a 0,90 metro la alna) por entre 2 y 4 palmos de ancho ("Protocolos de Pere Andreu," 13.873, 26 de abril de 1498, ACCV).

8. "Protocolos de Francesc Pintor," 22.552, jueves 19 de abril de 1481, ACCV.

9. "Protocolos de Jaume Albert," 11.246, 28 de agosto, ACCV.

10. En el Libro de la Cámara Real del príncipe don Juan, de Gonzalo Fernández de Oviedo, se dice que el trinchante para cortar delante del rey o del príncipe, "primero lo debe tener muy bien sabido, porque le miran muchos ojos" (106-07).

11. "Protocolos de Bartomeu Tolosa," 2.232, jueves, 19 de noviembre de 1450, ARV.

12. Manjar blanco es una elaboración muy típica de la cocina medieval a base de pechuga de pollo hervida, azúcar y, a veces, almendras.

13. Para más sobre los varios usos de este objeto, véase el estudio de Casabón y Naya Franco.

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