• 'Soplará el odrero …':profecía, difamación y lenguaje subversivo en la revuelta toledana de 1449
Abstract

El presente trabajo analiza algunas de las informaciones que tenemos sobre el lenguaje que corría por las calles de la ciudad de Toledo en la rebelión que tuvo lugar en 1449. Atendiendo tanto a escritos de la época como a crónicas de los reyes y a comentarios posteriores, se intenta profundizar en el conocimiento del escenario de la insurrección, donde insultos, difamaciones y profecías circularon por doquier, en medio de una atmósfera de protesta que venía forjándose desde hacía años, y que iba a acabar en una de las revueltas más importantes del siglo XV en Castilla.

En los últimos años algunos historiadores han venido insistiendo en que en la Baja Edad Media existía una importante crítica social y de contenido político, que se expresaba en forma de insultos, injurias, rumores y chismes, [End Page 35] y que tendría un reflejo literario en la poesía de protesta, en coplas y en cantares (Corral Sánchez 56; Dumolyn y Haemers, "Political Poems" 5-8; Montoya Martínez 123-28; Paolini 26-33).1 A pesar de la propaganda de la monarquía, la nobleza y los eclesiásticos en favor de la concordia, y a pesar de las disposiciones de gobierno que buscaban promover el orden público, latía cierta atmósfera subversiva, cuya manifestación a menudo era un lenguaje indecoroso e insolente. Las "palabras feas" estaban en el núcleo de una opinión pública que ponía en jaque los convencionalismos instituidos, aunque individualmente por lo común se toleraran (Dumolyn y Haemers, "'Blabbermouth'" 282-84). Habladurías, rumores y calumnias se divulgaban por las calles, plazas, mercados, talleres, hornos, tabernas, mesones y mancebías. Incluso los palacios, las iglesias y los conventos formaban parte del escenario de una red de comunicación informal, mediante la que se popularizaban experiencias, se extendían rumores y se forjaba una opinión pública (Boissellier 249-50; Carrasco Manchado 74-77; Dumolyn y Lecuppre-Desjardin 41-43; Oliva Herrer et al., 18-19; Verdon 205-30; Walker 33-35).

Esta realidad, sin embargo, normalmente ha permanecido oculta para el historiador, bien porque nunca fue plasmada en un texto, o bien porque los propios gobernantes se preocuparon por silenciarla, dado su potencial a la hora de conmover el orden público (Val Valdivieso, "La opinión pública" 173-91), de modo que las injurias y las murmuraciones se suelen considerar parte de un lenguaje oculto, casi imposible de aprehender, al que solo puede accederse de producirse una situación extraordinaria, como una disputa ante los tribunales o, en especial, una quiebra de la concordia cívica, fruto de un crimen, del cobro de un tributo o de la violación de los privilegios de un colectivo de personas (Oliva Herrer, "'La prisión del rey'" 387). Ante circunstancias así eran comunes las soflamas encendidas en pro del bien común y de la salvaguarda de los derechos adquiridos, lo que se conocía como las "libertades", cuyo quebrantamiento solía hacer que emergiese [End Page 36] una opinión pública que hasta entonces había operado en la sombra, en el ámbito de la denominada "protesta infrapolitica" (Walker 33-34).

En este sentido, lo que aconteció en Toledo en 1449 sería un caso paradigmático (López Gómez, "El impacto de las revueltas" 183-90). El cobro de un tributo extraordinario a la ciudadanía toledana en enero de 1449 degeneró en un motín antifiscal, en un principio, para posteriormente convertirse en una sublevación de carácter político, económico y religioso en contra del rey Juan II y de su privado, el condestable Álvaro de Luna, y de los judeoconversos y algunos plutócratas. Durante décadas la opinión pública había ido caldeándose, cada vez más radicalizada, focalizando las protestas en Álvaro de Luna, cuya actitud se tachaba de tiránica, y en los cristianos nuevos de origen judaico, cuyo poder económico y político se consideraba un ultraje (Tritle 201-02; Valdeón Baruque 74). En consecuencia, poco a poco había ido constituyéndose una enmarañada imbricación de tensiones, no fáciles de discernir, que llegaría a un punto crítico en la década de 1440, y que se vio liberada por el cobro de un gravamen que encendió la mecha de un polvorín encubierto.

La conflictividad desatada en 1449 hundía sus raíces en una doble disputa socioeconómica y de tipo religioso. Por un lado, entre cristianos viejos y judeoconversos, producto del resentimiento de los primeros frente a los segundos, ya que veían cómo algunas familias de convertidos a la fe cristiana tras los pogromos de 1391 prosperaban política y económicamente, si bien habían renegado de su antigua religión no por razones de creencia, sino impelidas por causas fiscales y de carácter jurídico (Cantera Montenegro 14; Rábade Obradó, "La instrucción cristiana" 375-76; Val Valdivieso, "Conflictividad social" 1041). Por otro lado, en opinión de Nicholas G. Round, bullía una auténtica lucha de clases entre la élite y la ciudadanía pobre ("La rebelión toledana" 393-414; López Gómez, "La población marginada" 381-82). Y, en paralelo a ambas disputas, la tensión política era creciente, alimentada, a su vez, por tres problemáticas. La primera de ellas, en virtud del posicionamiento en la pugna entre Juan II y los infantes de Aragón de los distintos actores en el gobierno de la ciudad del Tajo: la Corona, el Ayuntamiento, los linajes oligárquicos, las facciones políticas y [End Page 37] las instituciones eclesiásticas (López Gómez, "El impacto de las revueltas" 188-89). La segunda problemática giraba en torno al debate sobre cómo había de ejercer su poderío el rey: si de manera consensuada, como exigía parte de la nobleza, o haciendo uso de su poderío real absoluto sin límites y según su voluntad, como se solicitaba en el entorno de la corte del soberano (Brocato 164-66; Nieto Soria, "El 'poderío real absoluto'" 175-77 y "La nobleza" 243-46; Round, Greatest Man 87-112). Por último, también estaba la espinosa cuestión relativa a la enorme influencia de Álvaro de Luna como privado de Juan II. Una influencia que lo convertía en foco de todas las críticas, en tanto que símbolo más vulnerable del posicionamiento de la realeza ante las problemáticas anteriores: tanto la concerniente al empleo del poderío real absoluto como la relacionada con los infantes de Aragón. Y, por si fuera poco, como telón de fondo de la dinámica conflictiva generada por estas tensiones socioeconómicas, religiosas, políticas e ideológicas, iba in crescendo el rechazo ante la presión tributaria que producía la exigencia del rey de cada vez más recursos para doblegar a sus adversarios (Triano Milán 207-13), lo que hacía que se sintiesen perjudicadas incluso las poblaciones que habían gozado "desde tiempos inmemoriales" de numerosas franquicias de carácter fiscal, como era el caso de Toledo (Round, "La rebelión toledana" 406).

En estas condiciones, las injurias y los murmullos irían nutriendo poco a poco el temor y la desconfianza, tensionando cada vez más los puntos de vista, hasta que en 1449 se produjo una sublevación en la que por fin se daría la estructura política oportuna para que la voz del pueblo se escuchase con una contundencia como nunca había sucedido (Oliva Herrer, "Popular Voices and Revolts" 49-50), dando rienda suelta a toda clase de odios, tanto hacia los ricos como frente a los judeoconversos, en un ambiente a medio camino entre la irracionalidad antisemita y el fanatismo de las herejías milenaristas, que ha hecho que el autor arriba señalado, Nicholas G. Round, hable de una atmósfera de auténtica anarquía revolucionaria, influenciada por la cosmovisión de grupos como el de los herejes de Durango ("La rebelión toledana" 430-43). Un vínculo, dicho sea de paso, el de la revuelta de Toledo con la herejía del Duranguesado vizcaíno, en el que merecería la [End Page 38] pena profundizar, porque, efectivamente, en el siglo XV los teólogos relacionaron ambas cuestiones (Bazán Díaz, 222-24), y porque a partir de ellas emergió más tarde el movimiento de los alumbrados, que arraigaría en tierras toledanas (Bazán Díaz 134-35; García Fernández 154-68).

El impacto de la revuelta de 1449 fue tal que todas las crónicas del rey Juan II se harían eco de lo ocurrido, con más o menos fortuna. Un eco que permaneció durante décadas, y que llevaría en el siglo XVII al padre Jerónimo Román de la Higuera a examinar la sublevación con cierto detenimiento, si bien con criterios interesados, desde el punto de vista de los lindos o cristianos viejos. De igual forma, el episodio fue recogido en obras como la Historia de España del padre Juan de Mariana, o, ya en el siglo XIX, en la Historia de Toledo de Martín Gamero. Sin embargo, su análisis según los parámetros de la historiografía contemporánea no llegaría hasta mediados del siglo XX, gracias a la célebre publicación de Eloy Benito Ruano titulada Toledo en el siglo XV: vida política, a partir de la cual emanarían tres líneas de investigación conexas: el examen de las formas de vida y el papel de los conversos en la sociedad; la disección de las teorías a su favor y en su contra, enunciadas por ideólogos de la corte, de la Iglesia y de distinguidas universidades; y, por último, el estudio de los movimientos anticonversos que dieron origen a la Inquisición, entre los que la revuelta de 1449 siempre ha tenido un papel destacado (González Rolán y Suárez Sequero-Somonte lxiii-lxxvi; López Gómez, "La revuelta de 1449" 264-67; Mackay, "Popular Movements" 52; Monsalvo Antón, Teoría y evolución 297-315; Netanyahu, Orígenes 227-643; Roth 367-81; Round, "La rebelión toledana" 443-46; Valle Rodríguez 20-26).

Teniendo en cuenta todo esto, en las páginas que siguen no se llevará a cabo una nueva narración de hechos que ya se conocen, aunque sí se insistirá en que lo formidable del motín acaecido en 1449 no solo serían sus secuelas en el gobierno y en las relaciones de poder de la ciudad del Tajo, o en el debate teológico y jurídico a que dio lugar sobre la asimilación de los cristianos nuevos (López Gómez, "El impacto de las revueltas urbanas" 183-90). Los escritos que se redactaron en el fragor del alzamiento son también una fuente magnífica a la hora de sumergirse en la opinión [End Page 39] pública reinante en aquel entonces, expresada a través de la propagación de sofismas, "cantinelas populares satíricas" y "motes contumeliosos" que ridiculizaban y escarnecían a los judeoconversos y al condestable Álvaro de Luna (Gonzálvez Ruiz, "Fundamentos doctrinales" 50). No en vano, dos de los historiadores que más han escrito sobre la sublevación toledana, Benzion Netanyahu y Eloy Benito Ruano, tristemente fallecidos en 2012 y 2014, aunque tenían posturas en ocasiones no coincidentes sí concordaban, por el contrario, a la hora de afirmar que quienes encabezaron el alzamiento de 1449 poseían—según Netanyahu—"un sentido certero de la opinión pública," "por muy desalmados que fueran en sus aviesas acusaciones contra individuos y grupos" ("Los toledanos en 1449" 90). Benito Ruano puntualizaba más aún al referirse al Memorial de Marcos García de Mora, que habría de considerarse, según sus propias palabras, un alegato "fiel y preciso del espíritu popular ambiente en la época respecto de judíos y conversos y, en especial, del que se respiraba en Toledo en los momentos en que fue escrito" (Los orígenes 99). Se trata de una cuestión en la que han profundizado últimamente otros autores, como Dayle Seidenspinner-Núñez, Gregory B. Kaplan o Rosa Vidal Doval.

La revuelta del pueblo

La documentación del siglo XV en la Corona de Castilla diferencia entre dos tipos de asonadas a la hora de referirse a los disturbios que solían tener lugar en las ciudades. Por un lado, los "alborotos, escándalos e ruidos": reyertas breves que solo afectaban a una minoría, y que a menudo eran resultado de una disputa vecinal, por los linderos de una tierra, una obra en un edificio, palabras ofensivas u hechos de calado semejante. Otras veces se debían a conflictos familiares por herencias, o por agresiones y abusos, o los había provocado la comisión de un delito. O, en relación con todo ello, eran evidencia de la conflictividad de los poderosos, para quienes escandalizar a la población formaba parte del juego político (Lop Otín y López Gómez 415). En todo caso, se trataba de trifulcas con poca sangre, en las que la ciudadanía en su conjunto apenas participaba, más allá de las clientelas [End Page 40] de los linajes de las élites. Por otro lado, estaban los que en la documentación se conocen como "rompimientos," "movimientos" o "alzamientos," revueltas a las que se sumaban grandes muchedumbres, no fáciles de controlar por los regidores, y en las que el rastro de cadáveres era mayor. Los propios oligarcas las temían por lo imprevisible de sus consecuencias.

Lo ocurrido en 1449 en Toledo debe enmarcarse en este segundo tipo de conflictividad. La documentación habla de "furia popular" y de "grandes alborotos y movimientos, como suele suçeder en semejantes reboluçiones populares" (Sucesos fol. 2v). Unos años antes, en 1433, ya se había producido en Sevilla un intento de sublevación también de grandes proporciones, cuyo fin era nada menos que instaurar una especie de república al modo de las ciudades-estado de la Italia de la época, según Miguel Ángel Ladero Quesada. Sin embargo, la conspiración fracasó por el "predominio de los valores sociales y políticos de la oligarquía de nobles y caballeros" (La ciudad medieval 36-37). Lo ocurrido en la rebelión toledana sería diferente, puesto que la voz del común, o al menos de quienes hablaban en su nombre, se logró imponer frente a la de los oligarcas durante varios meses, silenciándolos en las crónicas y en la documentación de archivo de manera llamativa.

Burlas a los poderosos

Sobre todo en los primeros compases de la revuelta, entre enero y junio de 1449, se instauró un escenario de conflicto con rumores, injurias y augurios corriendo por doquier, alentados por quienes arengaban a la rebeldía. La revuelta arraigó de manera inmediata "entre las clases populares, obreros y artesanos, y sus cabecillas, salvo Pero Sarmiento, perteneciente a la baja nobleza, formaban parte, como señala la Crónica de Juan II, del común de la ciudad" (González Rolán y Saquero Suárez-Somonte lxii). En este escenario insurgente, lo que conocemos sobre las bravuconerías, los insultos y los chismes que circulaban por las calles denota un radicalismo denodado, que luego se plasmaría, en parte, en la Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento, en el Memorial o Apelacçión e suplicaçión del bachiller Marcos [End Page 41] García de Mora y en las Cartas de privilegio del rey Juan II a hidalgos que se escribirían a tenor de lo ocurrido, donde de manera sarcástica se daría una imagen funesta del conffeso (Scholberg 349; Rábade Obradó, "La visión negativa" 187-96). Las crónicas del rey Juan II se hicieron eco de lo que acontecía en la urbe con la meta de denigrarlo, poniendo el foco especialmente en el hecho de que cuando el soberano había venido a la ciudad en mayo de 1449 para controlarla lo recibieron con gritos y alaridos de guerra, dedicándole palabras feas y deshonestas, y repeliéndolo hostilmente con "piedras con bombardas e truenos e serpentinas e culebrinas, e saetas con ballestas" (González Rolán y Saquero Suárez-Somonte xxxii). Según el obispo de Burgos, Alonso de Cartagena, se trataba de un crimen muy grave el que los rebeldes hubieran cerrado:

las puertas de Vuestra ciudad [del rey], denegando el acceso a Vuestra Excelencia, y cuando tuvieron el atrevimiento condenable de dirigir las máquinas [de guerra] y lanzar piedras con bombardas contra el campamento real en el que se encontraba Vuestra dignísima persona, y contra vuestro estandarte, temido de los enemigos, venerado por vuestros fieles.

(278)

Según el cronista Lorenzo Galíndez de Carvajal, al tiempo que se atacaba al rey "decían la gente de la cibdad quando salía la piedra de la lombarda: ¡Toma allá esa naranja, que te embían desde la Granja! e otras palabras muy feas contra la persona del Rey" (540). Como este cronista, todos los demás biógrafos de Juan II y todos sus servidores tomaron nota de esta cantinela por su gravedad, convirtiéndose en algo que inmediatamente caló en la memoria colectiva. En tono jocoso y burlesco, casi festivo, la comunidad toledana se había enfrentado al rey con un proverbio rimado, naranja/granja, fácil de recordar, que quedaría como un decir popular, y que, lejos de ser anecdótico, evidenciaba una atmósfera de opinión tensa, a medio camino entre el drama y la socarronería. El ataque al campamento del rey era un delito de lesa majestad, castigado con la pena de muerte, la pérdida de las propiedades o el destierro. Aun así, según la información que nos ha llegado, la insolencia y la traición se hicieron de forma anónima, al resguardo de un plural mayestático y en tono chistoso, tuteando a [End Page 42] Juan II, y como si los proyectiles lanzados fueran naranjas, una fruta relativamente cara en la época y propia del menú de la monarquía. Nadie olvidó la afrenta, sin embargo. Ni Juan II, que, concluida la rebelión, cuando supo que en Valladolid se hallaba Fernando de Ávila, uno de los lombarderos que le habían vociferado lo de naranja, hizo que lo descuartizasen. Ni la propia gente de Toledo, que durante décadas habría de lidiar con el estigma que tal eslogan suponía en prueba de su actitud sediciosa, el cual fue utilizado por los reyes para justificar la incautación a la urbe de una parte de su territorio, en castigo, que fue concedida a Gutierre de Sotomayor, maestre de Alcántara (Owens 35-78).

En efecto, el asunto de los gritos al rey generó controversia desde el principio, porque en él se cifraban dos cuestiones relevantes, que posteriormente incluso serían debatidas en sede judicial a fin de esclarecer hasta dónde había llegado la responsabilidad de la "comunidad de Toledo" en los alborotos, y, por ende, hasta qué punto había merecido la pérdida de una parte de sus tierras (véase al respecto la Información de derecho del licenciado Ortiz). En contra de la postura de los Sotomayor, condes de Belalcázar, parte beneficiada por el castigo y la confiscación, los procuradores y abogados de la urbe las revueltas del siglo XV no se habían realizado en contra de Juan II, sino de Álvaro de Luna. Además, según ellos la comunidad en su conjunto no debía ser castigada, ya que en realidad había sido víctima de la tiranía de sus gobernadores: primero, de Pero López de Ayala y posteriormente, de Pero Sarmiento.

En su Libro de los proverbios glosados Sebastián de Horozco recogería esta controversia, salvaguardando, eso sí, la figura de Sarmiento:

estas palabras, "Toma allá esta naranja que te envían los de la Granja," aunque salvo el honor del coronista esto no se tiene por çierto porque si algo desto pasó los de Toledo no lo avían con el rey sino con el maestre don Álvaro a quien ellos no querían reçebir en la çibdad. Y por eso traýa consigo al rey el qual si solo viniera sin el maestre ellos le acojieran. Mas esto fue levantado por la gente no limpia que estaban muy mal con don Pedro Sarmiento porque por sentencia la qual yo vi signada de escribano público [End Page 43] privó a muchos de ofiçios públicos por ser desçendientes de la gente hebrea … Y porque en estos alborotos fueron muchos de ellos robados querían muy mal a don Pedro Sarmiento. Y le levantaron que avía sido tirano y robador. Y allí el coronista se inclina a esta parte aunque por acá tenemos entendido el negoçio de otra manera por otras memorias y escrituras que de las cosas de aquel tiempo ay.

(116-17)

De la actitud del común en la sublevación da buena cuenta un episodio que relata Pedro Carrillo de Albornoz, que tuvo lugar al parecer en junio de 1449. Por entonces se acordó que el príncipe Enrique entrase en la urbe con el fin poner paz, una circunstancia que fue aprovechada por algunos caballeros y otros individuos desterrados para "entrar en sus casas a ver a sus mugeres e fijos" (fol. 294v). Lejos de encontrarse un panorama acogedor, no obstante, los recién llegados hubieron de sufrir toda clase de chanzas y burlas:

echavan mano dellos los de la ciudad e orfandávanlos: e por más deshonrarlos pregonávanlos:

¡Compra estos desterrados, que entraron en la ciudad contra defendimiento de Pero Sarmiento e del Señor Príncipe!

E los cavalleros que con él venían [con el príncipe] bien lo veýan, mas no osavan más fazer fasta se apoderar de la ciudad. Ca bien veýan que esto era gran deshonra del Príncipe e dellos, consentirse fazer tal cosa en su ciudad. Ca esto non lo fazían salvo homes de baxa manera.

(fols. 294v-295r)

El propio Sarmiento se diría víctima de esta actitud del común alborotado. El 17 de diciembre de 1449, a punto de culminar la rebelión, se entrevistó con Lope de Barrientos, obispo de Cuenca, quien le dijo que de no ser por el seguro que el príncipe Enrique le había dado su vida correría peligro, ya que mucha gente le odiaba por las "cosas abominables, feas y malas" que había ordenado, y porque con su "iniqua lengua" había "mucho deshonrado la Magestad Real." A lo que el líder rebelde respondió: "Señor Obispo, yo no puedo atapar las bocas de las gentes" (Galíndez de Carvajal 670-71). [End Page 44]

Los rumores y el peso de la profecía

Lo habitual a fines del Medievo era que cuando la difamación y las invectivas saltaban a la palestra, y se extendían por los espacios públicos de debate, si el individuo que se ponía en cuestión era alguien poderoso, rico o con influencia las críticas hacia él se mezclaran con otros argumentos descalificadores en torno a las injusticias sociales, la penuria, y la opresión del gobierno. En algunos casos el enjuiciamiento popular era efímero, desvaneciéndose con la misma velocidad con que había germinado, pero lo frecuente era que los asuntos polémicos se enquistaran, dando lugar a motes, burlas y falsedades. Los propios niños participaban en esta atmósfera de reproches, haciendo que las invectivas ganaran en crudeza. Cantaban coplillas irreverentes, perseguían a las personas objeto de mofa, las remedaban imitando sus formas de hablar o de actuar, hacían cencerradas a las puertas de sus hogares o tiraban piedras tanto a las personas en sí como a sus casas y a sus amigos.2

En el centro de las críticas se solían hallar marginados como prostitutas, vagabundos y rufianes, los alcohólicos, los individuos con problemas mentales, las madres solteras, las viudas y, especialmente, los clérigos amancebados y sus parejas, los judíos, los musulmanes y, ya en el siglo XV, los judeoconversos. Pero también se solía criticar a los políticos, los banqueros, los recaudadores de tributos y algunos personajes de la corte. En época de Juan II, por ejemplo, se hablaba de que "no se facía más en el reino de lo que el dicho maestre [de Santiago, Álvaro de Luna] quería, e se decía que [al monarca] le tenía echizado" (Oliva Herrer, "'La prisión del rey'" 384). Al inicio de la rebelión de 1449 el propio Juan II pidió a uno de sus consejeros que marchase a Sevilla, con el siguiente fin: "porque como sabedes, los pueblos suelen tomar enxemplo unos de otros … cumple vuestra ida para allanar algún murmurio … porque todo esté pacífico [End Page 45] y llano a mi servicio e mandamiento, e cesen todos otros escándalos e inconvenientes" (Benito Ruano, Toledo en el siglo XV 185-86).

Más tarde, ya en tiempos de Enrique IV, "se hacían cantares deshonestos, y gran desacato de su persona real, que no eran cosas para se escribir" (Oliva Herrer, "'La prisión del rey'" 384). La situación llegó a tal punto que en algunas ciudades se prohibieron los cánticos, los poemas sediciosos y las palabras escandalosas, pues se difundían con premura, erigiéndose en un peligro (López Gómez, "Clérigos, canónigos y gobernantes" 245-46; Sánchez 103). Para ello se apelaría a una legislación que desde época de Alfonso X rechazaba las palabras irreverentes, vinculándolas con la blasfemia, los reniegos y las imprecaciones que tenían lugar en escenarios concurridos, como en tertulias en las tabernas y en juegos en los que se apostaba (Carpenter, "Fickle Fortune" 277, y "'Alea Jacta Est'" 334; MacDonald 15-16). En lo relacionado de forma específica con los conversos al cristianismo, en las Ordenanzas Reales de Castilla se recogía lo que sigue, que se dictaminó en la segunda mitad del siglo XIV:

Grand offensa e grand daño y vituperio de la santa fe chatólica es que los judíos y moros que conosciendo que biuen en pecado mortal e reciben el sancto sacramento del baptismo sean injuriados por judíos ni por christianos ni por otras personas porque se conuertieron al conocimiento de la sancta fe. E por las dichas injurias los judíos e moros infieles se escusan de no ser christianos avnque conoscen ser nuestra fe sancta y verdadera. Y por esto ordenamos e mandamos que ninguno ni alguno sea osado de dezir ni llamar marrano ni tornadizo ni otras palabras injuriosas a los que assí se tornaren a la sancta fe cathólica. E qualquier que lo contrario hiziere que peche trezientos marauedís cada vez que lo llamare o dixiere para la persona que assí injuriare, y si no tuuiere bienes de que lo pague que esté quinze días en la prisión.

(Libro 1. título 1. ley 9; "Que no se digan injurias contra los que se conuierten a la sancta fe christiana"; fol. 5r-v)

Aunque lo frecuente era que los rumores y las injurias se difundiesen por [End Page 46] vía oral, en ocasiones también corrían de mano en mano pasquines, panfletos denigratorios, poemas sarcásticos y libelos subversivos, o aparecían en una pared dibujos y frases con una enorme carga incendiaria, con frecuencia en contra de los gobernantes (Castillo Gómez 97-102; López Gómez, "'La çibdad está escandalizada'" 250). De ponerse por escrito, la crítica popular se plasmaba en dibujos o en textos cortos y fáciles de recordar, de forma que algunas ideas rápidamente echaban raíces. Se creyera en lo que decían o no, los rumores y las falsedades pretendían modelar a la opinión pública, vigorizando la confianza de los afines y poniendo en jaque a aquellos definidos como los "otros": los contendientes, los opuestos.

Amenazas, parodias e insultos tenían un claro efecto corrosivo, que podía llegar a ser muy grave de nutrirse con alguna profecía más o menos providencial que espoleara a la agitación. Por ende, no es extraño que un sinnúmero de vaticinios, sucesos misteriosos y acciones milagrosas circularan en épocas de crisis. Algo que, lejos de ser simplemente atribuible a la superstición popular, coadyuvaría a la hora de conseguir determinados fines políticos o de carácter social, salvando cualquier reticencia o vacilación que pudiera alegarse (Lerner 418; Rayne-Michel 28; Trachsler 7-14; Yandell 78-80).

En el caso de la revuelta iniciada en enero de 1449, entrarían en circulación todo tipo de profecías. A finales de ese año, sin ir más lejos, uno de los más fanáticos ideólogos del alzamiento, el bachiller García de Mora, en las últimas líneas de su Memorial haría un pronóstico fatídico sobre Álvaro de Luna y los judeoconversos, que posteriormente se cumpliría con la ejecución del condestable, en 1453, y con la llegada de la Inquisición a Castilla, en la década de 1470: "aína morirá el dicho malo tirano don Álvaro de Luna, e seyendo como aína serán quemados e destruidos los dichos herejes" (242). Algo que le ha valido a García de Mora el calificativo de "profeta del odio," en palabras de Benzion Netanyahu (Orígenes 313).

Años antes, en 1441, la destrucción de las estatuas móviles de Álvaro de Luna y su mujer que estaban en la catedral de Toledo, en la capilla de Santiago (Benito Ruano, Toledo en el siglo XV 36-37), había producido no pocas especulaciones, hasta el punto de que el poeta Juan de Mena llegaría [End Page 47] a aseverar que se trataba de algo pronosticado, de la plasmación de un mal augurio. Era una advertencia del destino que permanecería en la memoria, y que sería reseñada décadas más tarde por los historiadores toledanos Pedro de Alcocer y Francisco de Pisa:

antes que el dicho Condestable fuesse derribado de su mando y gobernación algunos de los suyos, desseando saber en qué pararía su gran estado, hizieron a una maga o hechizera que lo supiesse por su arte: la qual escrive que conjuró un demonio, y le costriñó a entrar en un cuerpo muerto que le dixo que el dicho Condestable sería derribado de su silla, y, porque al tiempo que Iuan de Mena escribió esto no era aún acontecida su verdadera destruyción, escrive que se cumplió lo que la maga dixo en los bultos que en esta çibdad fueron derribados.

La profecía más famosa es la que empezó a circular en las primeras semanas de 1449, en relación con el causante de los tumultos: un odrero podre, anónimo, que a decir del cronista Alonso de Palencia se erigiría en líder del alzamiento "debido a la insolencia del populacho enloquecido" (Gesta Hispaniensia 28), y que haría que la fama de alborotadores de los odreros aún continuara en el otoño del siglo XV, como ocurriría en otras áreas europeas con otros colectivos laborales, como por ejemplo el de los carniceros en el caso de Siena (Costantini, "Siena 1318" 251, y "Tra lavoro e rivolta" 246-47; Pulgar, Glosa 20-22). Todas las crónicas de Juan II recogieron el augurio: "hallóse escrito en una piedra en letras góticas de gran tiempo, que decía así: Soplará el odrero, y alborozarse há Toledo" (Abreviación cxcii).

El hecho de que la profecía fuera referenciada una y otra vez por los apologetas del rey pone de manifiesto lo que supuso a la hora de concienciar al pueblo sobre su papel histórico. Décadas más tarde, en la rebelión comunera (1520-1522), las profecías seguirían teniendo un rol básico en los disturbios (Diago Hernando, "El factor religioso" 92-95). Así lo reflexionaba el ya mencionado Sebastián de Horozco: [End Page 48]

'Soplará el odrero y alborotarse a Toledo,' lo qual pareçe entonçes averse cumplido, como se contiene en la Corónica del rey don Juan Segundo… Lo mismo se pudiera dezir en el tiempo de las Comunidades, que los más ruynes ofiçiales del pueblo eran los que mandaban, y por cuyo mandado se alborotaba toda la çibdad.

(Proverbios 116)

El objetivo de las profecías era empoderar al común; darle una base de legitimación a la hora de actuar. El que se hubieran divulgado después de los hechos que pronosticaban no era tan relevante como su utilidad operativa (Moranski 4-18). Lo trascendente no era que fuesen auténticas. Ni siquiera, en el caso de la del odrero, si verdaderamente se había hallado una inscripción con el augurio. Lo fundamental era la propaganda: el rumor surgido en torno a lo que se pronosticaba y el impacto que podía tener el vaticinio en Toledo, en una urbe en la que las supersticiones y las leyendas tradicionalmente habían tenido un peso notorio (Benito Ruano, "A Toledo los diablos" 13). Incluso el verbo que se usó en el eslogan del odrero es sugestivo: "soplar." Una palabra ambigua, que podría interpretarse de distintas formas, en tanto que correr, como el viento; o hacerse sentir; o inflamar y avivar, en este caso un fuego que sería la opinión pública reinante. O que podría interpretarse como sugerir o inspirar ideas, o, por qué no, como acusar o delatar, o como informar a alguien—a la comunidad toledana—de lo que desconocía—la violación de los privilegios instituidos, las supuestas acciones funestas de los convertidos al cristianismo, la teórica actitud tiránica de Álvaro de Luna, la cuestionable labor del rey.

El augurio del odrero hacía referencia al destino de la población; a un destino que ya estaba dictaminado, incluso tallado en la roca, y que en consecuencia era ineludible. Pretendía convertir al alzamiento en la puesta en práctica de un designio prodigioso. Algo que sin duda iba a repercutir en tres cuestiones. En primer lugar, en la ferocidad con la que los rebeldes actuaron (Nirenberg, "Une société" 785), puesto que el pronóstico daba legitimación a su violencia física, verbal y simbólica, alentando su osadía. Por otra parte, la profecía también estimulaba el mesianismo y, en general, la retórica militante y apocalíptica que envuelve el Memorial del bachiller [End Page 49] Marcos García de Mora, donde se habla de "la muy noble y muy leal y sancta çibdad de Toledo," y de que todo lo realizado por los rebeldes "pudiéronlo fazer sancta e jurídicamente," ya que sus "movimientos" eran "justos y sanctos," no "fechos por mano de hombres ni por sus consejos, salvo por mandado del Padre inmenso e por sabiduría del Fijo eterno, e por graçia e clemençia del Espíritu Sancto increado" (202, 217-18, 233-34). Por último, las referencias proféticas y los vaticinios también favorecerían el desarrollo de un discurso antitético, contrario a tales supersticiones, que se desarrolló de forma paralela al debate intelectual en torno a la cuestión conversa, y que brotaría, precisamente, como bien ha señalado Constanza Cavallero, a raíz de las ideas propagadas en la insurrección de 1449 (Cavallero, "Supersticiosos y marranos" 62-64, y "A facie inimici" 221-25).

Los textos de los líderes de la revuelta

La retórica que aparece en los textos escritos por los líderes de la revuelta tiene dos proyecciones diferenciadas, erigidas, eso sí, sobre los mismos argumentos legitimadores. Por un lado, una proyección más oficial, hacia las instituciones y frente al rey, en la que se impondría un relativo comedimiento a la hora de plantear las posturas, como puede verse en la Suplicación para que Juan II defenestrara al condestable, e, incluso, en la Sentencia-Estatuto contra los conversos. Por otro lado, una proyección más popular, más cercana al lenguaje de la calle y más radical en sus formas, que se reflejaría también en varios textos surgidos al calor de los disturbios, caracterizados por su profundo carácter antisemita (véase tabla 1 para una lista de textos relevantes). Por ejemplo, en El Alborayque, que se difundió por Llerena, en el área de León, ya en tiempos de Enrique IV, donde los judeoconversos son referidos como "fecho de la fornicación," "cosa suzia," "nescios asnos," "trisquilados por escarnio," "clamor de maldición," "amor de perros," "iglesia de malos" y "día de quebranto" (Bravo Lledó y Gómez Vozmediano 82). De igual modo, la imagen del converso sería terrible en las cartas satíricas que se crearon a raíz de la insurrección en forma de privilegios figuradamente concedidos por Juan II, mediante los cuales el [End Page 50]

Tabla 1. Debate teórico generado por la revuelta en torno al papel de los judeoconversos en la Cristiandad
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Tabla 1.

Debate teórico generado por la revuelta en torno al papel de los judeoconversos en la Cristiandad

[End Page 51] rey facultaba a cristianos viejos para convertirse en "nuevos," a fin de aprovecharse de su supuesta condición perversa (González Rolán y Saquero Suárez-Somonte 79-91).

El texto más famoso es el conocido como Memorial del bachiller Marcos García de Mora, o Apelacçión e suplicaçión del bachiller Marcos García de Mora en su favor y de Pero Sarmiento y de esta çibdad de Toledo en tiempo del rey don Juan el segundo. Un escrito realizado por Marcos García en el otoño de 1449, que merece atención especial por múltiples razones, pero sobre todo porque ha contaminado la imagen que hoy se tiene de la revuelta, debido a la furia y la intimidación de sus expresiones y planteamientos, que son de tal calibre que difícilmente pueden no conmover al lector. La ferocidad desinhibida de Marcos García de Mora a la hora de justificar la actuación de los sublevados ha hecho que autores como Benzion Netanyahu hayan identificado lo acaecido con "una noche de terror", recurriendo conscientemente a la hora de valorar a la figura de Marcos García al mote denigratorio que empleaban sus rivales, refiriéndose a él como "Marquillos" (Orígenes 286). Además, en numerosas ocasiones se ha recalcado la escasa consistencia de las justificaciones del texto del bachiller, fruto de su insuficiente formación jurídica y teológica (Gonzálvez Ruiz, "Fundamentos doctrinales" 290; Deyermond 615-16; Netanyahu, Orígenes 277, 313). Se trata de un escrito que ya en su día fue desacreditado por los intelectuales más brillantes al servicio de la Corona, y que se elaboró, según parece, de manera apresurada, "dictado más por la rabia y la enemiga personales que por el sereno estudio, con hartas concesiones a la injuria individual y casi a la chocarrería" (Benito Ruano, Los orígenes 98).

Al margen de estas críticas, lo cierto es que el Memorial es una obra de una relevancia única, sobre todo si se tiene en cuenta el crítico escenario en que se redactó, allá por noviembre o diciembre de 1449, en un punto crucial del levantamiento, cuando la opinión pública volvía a erizarse, dividida entre los partidarios de Pero Sarmiento, los del príncipe Enrique y los que, hastiados de la situación, consideraban que había que volver a la obediencia al rey Juan II. En estas circunstancias, García de Mora se erigió en el más [End Page 52] exaltado defensor de la insurrección (Castillo Cáceres 251-54). Y es en virtud de ello como deberíamos analizar su obra, en la que, al margen de principios teológicos o jurídicos, recurriría a las injurias, las etiquetas y los insultos que resonaban por toda la ciudad.

Las etiquetas difamatorias

El uso de palabras o expresiones estereotipadas estaba muy extendido en el siglo XV, prejuzgando comportamientos y actitudes (Almeida Cabrejas 217). Consecuentemente, no es de extrañar que el bachiller recurriera a insultos típicos a la hora de ultrajar a sus rivales, como traidor, infiel, rebelde o tirano. Se trataba de injurias-comodín; de una munición dialéctica a la que siempre podía acudirse para finiquitar un debate por la vía rápida. Todo el mundo recurría a ellas, al margen del estatus y de la cultura de cada individuo. Circulaban por las calles, aparecerían en los textos de los rebeldes, y también se apelaría a ellas en las crónicas de los monarcas, aunque en sentido inverso, para denigrar a los sublevados.

En su Memorial García de Mora tacharía de tirano al condestable en más de treinta ocasiones, reivindicando una base jurídica—siquiera ética—que justificara la rebelión en tanto que movimiento contra las injusticias, los abusos, y la perversidad. Con tal fin, especularía asimismo con otros vituperios denigratorios, denunciando que, por si no fuera bastante el ser un déspota, a Álvaro de Luna le adornaban otras múltiples cualidades ignominiosas, como la tristeza, que se consideraba un sentimiento deplorable, que se solía atribuir a quienes buscaba ofenderse—el privado de Juan II era conocido como el de "la triste faz," según el bachiller (García de Mora 206, 227)—y la maldad, otro rasgo del condestable, por el que de manera sistemática Marcos García se referiría a él como el "malo tirano" (200, 204-05, 227, 230).

A finales de la Edad Media, en momentos de tensiones de carácter social y político, solía existir un cierto maniqueísmo a la hora de diferenciar a las personas. Como "buenas" se consideraba a las afines, y como "malas" a las ajenas, las "otras" o las "extrañas." Marcos García se hizo eco de semejante [End Page 53] diferenciación, tachando no solo a Álvaro de Luna sino a todos los que tenían un vínculo con él de "malos, vindicativos, infieles, adúlteros, soberbios, vanagloriosos e de todas malas costumbres doctados … perversos, adúlteros, idólatras, fijos infieles" y, especialmente, "sospechosos" (221-22).

Aunque el bachiller usó el adjetivo "sospechoso" incluso para dudar de los oficios que desempeñaban Fernán Díaz de Toledo, relator del Consejo del monarca, y el condestable Álvaro de Luna, e inclusive para ir contra el rey, dada su connivencia con "el tirano," el calificativo se esgrimiría sobre todo en contra de los judeoconversos (237). La palabra había comenzado a tener un carácter ofensivo a raíz de los pogromos de 1391 que llevaron a parte de la población judía a convertirse a fe cristiana, y desde entonces había venido vinculándose a una visión desdeñosa que ponía en tela de juicio las intenciones de los neófitos (Amrán, Judíos y conversos 65, y "Sobre algunos puntos" 261-63). La propia Sentencia-Estatuto atacó a quienes formaban parte de este colectivo "por ser sospechosos en la fe de nuestro Señor e Salvador Ihesu Christo" (23-24). Y fue precisamente este calificativo el que más tarde, empleado por el propio papa, se utilizó para ofrecer legitimidad a su bula Inter curas multiplices, del 2 de noviembre de 1451, en la que se pediría al obispo de Osma y al maestrescuela y al vicario general de Salamanca que hiciesen "inquisición … contra todos y cada uno de los dichos sospechosos," instituyéndose así un tribunal inquisitorial pontificio en Castilla cuyo impacto real aún se desconoce (González Rolán y Saquero Suárez-Somonte 293-99).

Aparte de "sospechoso," otra etiqueta a la postre popular para definir al converso, pero que curiosamente no aparece en la Apelacçión de García de Mora, es la de "marrano." En las calles ya circulaba, como patentiza el que así lo esgrimiese el obispo de Cuenca, Lope de Barrientos, al advertir que los que osaban "façer alborotos" llamaban a los conversos "marranos, justificando a sí mismos" (135). De la misma forma, en las Cartas satíricas de privilegio otorgadas por Juan II que escarnecían a los descendientes de judíos también se les calificaría como "marranos." Empero, el bachiller no usó esta palabra; posiblemente porque por entonces no tenía una carga peyorativa, sino tan solo un carácter descriptivo. El término "marrano," [End Page 54] que se utilizaba para referirse a quienes no acertaban a cumplir adecuadamente con su fe, aparte de ser un sinónimo de puerco, animal impuro para los judíos, tenía una significación más profunda, al venir del verbo marrar con el significado de faltar, errar, equivocarse (Montaner 423-24). Lo que no quiere decir, en cualquier caso, que a los conversos no se les definiera como animales. El propio bachiller al inicio de su memorial decía que una "sinagoga" era una "congregaçión de bestias" (García de Mora 200), y, tras equiparar a los conffesos con los judíos, calificaba indistintamente a unos y otros de "ralea" (Vidal Doval 232), advirtiendo que eran "basiliscos," personas "más naturalmente … del escorpión" (223), un animal que solía considerarse emblemático del judaísmo (García de Mora 209; Rodríguez Barral 128). En cuanto a los seguidores del condestable en general, García de Mora se refería a ellos como "personas serpentinas" (227), siendo la serpiente un símbolo asociado al demonio y a los judíos (Cavallero, "'A facie inimici'" 222).

La disputa personal y la apología de la violencia

La revuelta suscitó una disputa personal muy enconada entre Marcos García de Mora y dos personajes destacados de la corte de Juan II: el referido relator Fernán Díaz de Toledo, vecino de esta urbe y uno de los burócratas más poderosos de cuantos trabajaban para el rey; y el obispo de Cuenca, Lope de Barrientos, persona cercana al príncipe Enrique (Giordano 48-69).

En su Apelacçión el bachiller de manera metódica se referiría a Fernán Díaz como Mose Hamomo (Rábade Obradó, "La visión negativa" 192-93), apodando a Barrientos "el falso obispo de linaje de judíos" y a otro individuo, con toda probabilidad Alonso de Cartagena, el "mal fraile" (García de Mora 231). No es posible saber si tales motes estaban extendidos entre la opinión pública, aunque probablemente así fuera; al menos entre los líderes del alzamiento, para quienes el relator era un enemigo capital. Por esta causa, Marcos García cargaría las tintas en su contra, escribiendo que era:

vilíssimo por linaje, turpíssimo por costumbres, dañado y condemnado por herético, verdadero judío, falso christiano … [End Page 55] judío e de los más biles e suzios judíos de Alcalá de Henares … infame de hecho e de derecho, criminoso y malvado, como dicho es, e mayormente herege … traidor a su tierra e rey e de malas costumbres, lujurioso, beldo.

(202, 235-37).

El relator y el obispo de Cuenca contratacaron identificando a Marcos García como un segundo Amán, como un hombre cegado por el diablo (Barrientos 123-24), "prevaricador, e infamado de mala vida y acusado de muchos crímenes y delitos" (Díaz de Toledo 97). Incluso, de forma premeditada o no, trocaron su procedencia, diciendo que era de Mazarambroz, y no de Mora, lo que ha dado lugar a confusiones a la hora de establecer de dónde era oriundo. Y hablarían de él recurriendo a un diminutivo, en ignominia, al apodarle "Marquillos": el "malvado bachiller … diabólico … doloso y perdido maldiçiente," líder de "los viles maldiçientes, enredadores de pueblos, poco temientes de Dios y de sus sanctos Evangelios e doctrinas" (Barrientos 126, 130, 138).

Si García de Mora y el común se habían envalentonado en virtud de su supuesta sangre cristiana vieja, el relator y el obispo apelarían al descrédito que comportaba la bajeza de su linaje. En el caso del bachiller, según ellos se trataba de "un prevaricador o público dañador de baja sangre pastoril, provado de mal vivir e disfamado, de cien mil crímenes tocado" (125), que debía volverse a su aldea a dedicarse a la agricultura:

su villano linage de la aldea de Mazarambroz, donde es su naturaleza, que aún no es para fablar en esta gran materia; e que mejor le sería tornarse a arar e cavar, como lo fiçieron su padre e sus abuelos, e lo fazen oy día sus hermanos e parientes, que no poner su sacrílega e descomulgada boca en el çielo e levantar tal blasfemia.

Barrientos extendería la condición del bachiller a los rebeldes en su conjunto, indicando que se trataba de "maldiçientes, enredadores e deseadores de robos y muertes, e despoblamientos de villas e de ciudades," que se movían por las "bellacas e muy malas raíces de la invidia e codiçia" (134), [End Page 56] y que "mejor sería a los tales cavar, arar e sarmentar e trabajar en los semejantes trabajos, así como sus padres y abuelos y linages ficieron, que no poner su sacrílega y descomulgada boca en el linage divino" (139-40).

Esta disputa personal ha de ser tenida presente en todo momento, porque solo en virtud de ella se pueden entender dos de las argumentaciones más polémicas que Marcos García de Mora realizaría en su escrito, acerca del igualitarismo social y en apología del crimen, que han sesgado la visión que hoy se tiene tanto del personaje como de la agresión sufrida por los judeoconversos. En cuanto a la primera cuestión, la defensa de un cierto igualitarismo social, el bachiller llegaría a poner en duda las convenciones jerárquicas que modulaban a la sociedad del siglo XV, al escribir, amparándose de quienes le acusaban de baja alcurnia, que:

disputar ante Dios de nobleza de linaje no es más que disputar del estiércol de diversos muladares quál es el mejor, pues quanto a la condiçión humana todos los hombres son estiércol y çeniza, e por razón de sangre no es nobleza ante Dios, porque si un rey está enfermo, apostemado, e un plebeyo está sano e bien regido, que sangren a entrambos a dos: mejor sangre saldrá del plebeyo que non del rey.

(235)

Este igualitarismo radical en cuanto a la sangre, que podría resultar simpático para nuestra mentalidad contemporánea, no era de aplicación, en modo alguno, en aquello que hacía referencia a los orígenes religiosos de cada individuo, de forma que el bachiller, sin embargo, en busca de legitimación para los asesinatos y los robos cometidos contra los conversos, no dudaría en justificar el uso de la violencia en su contra con palabras de una contundencia y una brutalidad implacables, alabando la "quema, muerte y persecuçión de personas e bienes" (213). De esta manera, a causa del conflicto personal con sus adversarios, y por miedo, en virtud de la encrucijada en que se debatía la revuelta en sus últimos compases, García de Mora se erigió en un apologeta del holocausto, contaminando así la visión sobre lo que había ocurrido meses atrás, en los que, según él: "non ovo en ello [End Page 57] otro herror salvo de tolerar e no acavar a los que de ellos [los conversos] fincaron vibos sin ser asaetados e enforcados, ca por çierto pecado grave es tolerar a gentes tanto infieles e tanto malas" (215-16).

A modo de epílogo

En los últimos tiempos las rebeliones y los alborotos que tuvieron lugar en tierras castellanas han sido fruto de análisis en los que ha venido insistiéndose en una serie de factores diferenciales, que, sin embargo, no siempre deberían tenerse como hechos distintivos, dada la similitud con lo que sucedía en el resto de Europa (Asenjo González y Zorzi 353-55). Uno de esos factores sería el escaso papel directivo del común y la preponderancia de las élites. Aunque esto era lo acostumbrado en buena parte del Viejo Continente, parece que en la Castilla bajomedieval la voz del pueblo apenas se dejó notar, lejos de su preeminencia en rebeliones como las acaecidas en París o en Gante, y por mucho que los plebeyos tuvieran un lenguaje propio y bien estructurado (Monsalvo Antón, "Ideario sociopolítico" 361). La oligarquía caballeresca supo dirigir al sector popular en beneficio propio, desmovilizándolo o haciendo que pelease por intereses que no eran los suyos, lo que según la historiografía contemporánea ocurriría por tres motivos: el escaso desarrollo del sector artesanal, cuando tradicionalmente era en los focos artesanales, sobre todo textiles, donde solía prender la mecha de la insurrección con más facilidad, entre los bajos estratos sociales; la cultura política de la élite caballeresca, que apostaba por resolver sus conflictos internos de forma más o menos consensuada, mediante un uso limitado de la violencia, si bien no siempre (Diago Hernando "Conflictos violentos" 298-300); y, por último, la inexistencia de una conciencia de grupo entre el común que lo espoleara a proceder unido en virtud de unos intereses. Cuestión esta última discutible, que ha opuesto a medievalistas de renombre como Miguel Ángel Ladero Quesada, contrario a la existencia de semejante "conciencia" ("Proyecto político" 83), y José María Monsalvo Antón ("Ideario sociopolítico") e Hipólito Rafael Oliva Herrer ("¿Qué tiene de común el 'común'?"; "Sobre la politización"), que defienden que en el [End Page 58] siglo XV existía ya una cosmovisión plebeya propia dotada de un compendio de ideales que, en circunstancias ordinarias, estaban en las antípodas de los de la oligarquía, entre los que se hallaban el rechazo de la violencia, la tendencia a resolver los conflictos mediante el recurso a la justicia y un sentido de diferenciación claro frente a los poderosos.

Estos ideales también se pueden vislumbrar en Toledo en la década de 1440. En 1442 un grupo de mercaderes y artesanos, dirigidos por algunos de los jurados de la urbe, se quejaron a Juan II de una merced concedida al monasterio de Santo Domingo el Real, por la que se les obligaba a comerciar en un mesón de la abadesa de dicho monasterio. Por entonces tales individuos, haciendo gala de un lenguaje sobrio y fundamentado, apelarían al "derecho de la çibdad e vezinos della en todas cosas," a los "daños e perjuicios" que la merced terminaría acarreando a la "dicha çibdat e a la república e vezinos della," y a que todo se había hecho "contra razón e justiçia" y "contra toda ygualdat" (Cañas Gálvez 245-48). Se trataba de un discurso medido, reflejo de la cultura política de los integrantes del Cabildo de jurados, en su mayoría pertenecientes al sector más culto y poderoso del común. Un discurso que en los documentos que se nos conservan de la sublevación de 1449 si no ha desaparecido del todo, al menos en su reclamación de igualdad y justicia, sí se ha remodelado en virtud de las circunstancias y de quienes lo enarbolan, no pertenecientes a la clase alta del común sino a sus más bajos fondos.

Parece claro, pues, que la visualización de una opinión pública radicalizada es uno de los rasgos más definitorios de los tumultos populares, junto a otros factores como la imprevisibilidad, una vez que los alborotos dejaban de estar tutelados por las élites, y la violencia, que tenía su propia ritualización (Mackay, "La semiología" 154-56). Aun así, hay que ser cautelosos a la hora de valorar estos factores. En la rebelión de 1449 estuvieron presentes, pero han quedado oscurecidos por la trascendencia de los textos que hicieron públicos los cabecillas de la insurrección; en especial García de Mora, quien, aun recurriendo al lenguaje de la calle, en cuanto a etiquetas y prejuicios, defendería ciertos planteamientos, sobre todo el referente a la violencia, que con toda probabilidad no eran generalizados, y que como [End Page 59] máximo serían patrimonio de un grupúsculo de insurrectos comprometidos. En todo caso, la imagen de ciudad escandalosa que Toledo adquiriría en el siglo XV se debió, en gran parte, a lo ocurrido en 1449 y al relato que de ello hicieron los cronistas de los reyes. Alonso de Palencia, sin ir más lejos, unos años después escribiría unas palabras lapidarias en su Crónica de Enrique IV:

Toledo … ciudad que siente antes que ninguna los más ligeros trastornos ocurridos en el reino, y como salamandra en el fuego recoge en sí el pábulo de las rivalidades y no sabe vivir si no se alimenta con el veneno de las discordias … la prolongada tiranía había hecho a todos los ciudadanos cómplices de maldades e crímenes, y pervertido el corazón del pueblo.

(188)

Ya en época de Isabel I, Fernando del Pulgar explicaría las razones de esta actitud sediciosa. En su opinión todo se debía a quiénes conformaban el común de la ciudad:

quanto de la mayor parte de sus mesmos moradores, que por ser gentes de diversas partes, venidas allí a morar por la gran franqueza que goçan los que allí biven, deseavan escándalos por se acreçentar con robos en çibdad turbada. Los quales, no teniendo el amor que los naturales tienen a su propia tierra, ni sentían ni les dolía su daño e destruyçión. E éstos, por subjeçión e ynduçimiento de algunos escandalizadores e alborotadores de pueblos, en los treinta años pasados revelaron muchas vezes contra el rey don Juan, e después contra el rey don Enrrique su fijo, e pusyeron la çibdat en ynçendios e robos.

Frente a la imagen ofrecida por los hombres al servicio de los reyes, que ahondaba en la visión del común típica de la clase alta, considerándolo ignorante, egoísta y bestial, lo cierto es que los tumultos y los levantamientos populares no solo serían en ocasiones el último eslabón de una cadena de injurias y rumores (Carrasco Manchado 74), sino que, además, en su desarrollo la cultura popular gozó de unas posibilidades de expresión idóneas, evidenciándose el peso que en las calles tenían ciertas ideas políticas, [End Page 60] así como la retórica basada en la segregación y el racismo. En el ideario de una sublevación con tintes religiosos como la acaecida en Toledo en 1449, al margen del estatus adquirido por cada persona según su nacimiento, formación o trabajo, los individuos podían quedar segregados en la mentalidad más radical de los rebeldes en dos grupos: los buenos cristianos, por una parte, y aquellos que eran una amenaza para la sociedad, por otra, a los que se denigraba con calificativos como infieles, malos, egoístas, tiranos, obstinados o sospechosos. Las etiquetas circulaban libremente. Todos los individuos recurrían a ellas para debilitar a sus contrincantes, a fin de autodefinirse y de imponer sus criterios. [End Page 61]

Óscar López Gómez
Universidad De Castilla-La Mancha

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Footnotes

1. Este trabajo forma parte de los resultados del proyecto de investigación "Ciudad, economía y territorio en Castilla-La Mancha durante la Baja Edad Media," referencia SBPLY/19/180501/000187 (años 2020-23), financiado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.

2. Agradezco al doctor Alfredo González Rodríguez, técnico del Archivo de la Catedral de Toledo, la información que me ha pasado sobre este asunto, contenida en una comunicación que fue presentada en el XII Congreso de la Asociación de Demografía Histórica que tuvo lugar en Oporto en 2019, bajo el título "La infancia en los procesos judiciales del arzobispado de Toledo en la Edad Moderna."

3. Esta cita también se encuentra en Pisa (fol. 201r).

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