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  • El huracán
  • José E. Cruz

Después de la explosión la casa quedó, como mi corazón, rota en mil pedazos. Desde el cielo sólo se veían escombros, regados al azar como si alguien hubiese tirado al aire un paquete de palillos de dientes. Mi casa era una mera muestra de una destrucción más extensa y más grave. La hecatombe climática que había caído sobre Puerto Rico era a su vez la proyección brutal y panorámica de uno de mis fracasos. Un oficial había dicho que el paisaje del país parecía como si Dios hubiese raspado la superficie con un cuchillo pero en realidad la devastación evocaba una horda de salvajes tirando bombas hacia todos lados, literalmente arrasando todo a su paso. Mi calamidad no fue objeto de pronunciamientos de ninguna clase.

No es que la gente no había tenido a qué atenerse. La primera alerta de un posible huracán se había efectuado el domingo a la una de la tarde. El problema fue que sólo pocas horas después del aviso el huracán hizo acto de presencia destruyendo carros, árboles, postes de la luz, propiedades y matando a 23 personas de las cuales no dejó ni rastro. Más de 60 residentes terminaron en hospitales locales. Los ríos crecidos habían roto puentes y hasta muchos perros, que saben nadar por instinto, se habían ahogado. En un vecindario rural, los perros de dos familias habían desaparecido y luego los encontraron muertos flotando en una cañada. En Santurce, una pareja murió electrocutada al salir a la calle y tropezar con un cable y Ocean Park terminó como su nombre, como un parque de agua.

Yo me identificaba con ese desastre. Mi paisaje emocional hacía años que estaba regado de ruinas, de árboles caídos, ahogado por inundaciones de todo tipo, inundaciones de agua y de lágrimas. Andaba por ahí en una pieza a todas luces sano y salvo. Por fuera me veía entero, bien peinado, con ropa y zapatos. Por dentro mi corazón latía desquiciado, tan destruido como el entorno que me rodeaba. Mis conversaciones eran amables sin trazos de tristeza o amargura. De vez en cuando en el tono de mi voz se podía escuchar un poco de melancolía pero eso sólo lo notaban aquellos con capacidad de empatía. Explícitamente yo no revelaba nada de lo que me preocupaba y ellos tampoco preguntaban. Todo se quedaba entre líneas, entendido y a la vez oculto en nuestras miradas. El amor que me faltaba lo había perdido hacía años pero la herida era como las de los viejos que con el tiempo pierden la capacidad de cicatrizar.

Esa mirada que compartía con algunos se parecía a la mirada con la que muchos veían a la isla. A simple vista, el país era un ejemplo de excepcionalismo caribeño. La corrupción que cundía en otras antillas no tenía un registro comparable en Puerto Rico. Repito: existía, pero no al mismo nivel ni con el mismo despliegue total por el que se [End Page 217] distinguían otros países aledaños. El país no revelaba su miseria económica a menos que, como cuando uno trata de sacarse un piojo, uno rebuscara con cuidado. La Plaza Las Américas y la Plaza Carolina siempre estaban atestadas y aunque mucha gente sólo iba a pajarear también era muy claro que el consumo era sustancial. Los supermercados también siempre estaban llenos y hasta en las filas más cortas había que esperar montones para pagar porque cada carrito estaba como las Vespas en la Italia de la época de la pos-guerra, en las que se montaban familias enteras, cinco o seis personas colgando unas de las otras en unas motoritas diseñadas para dos personas, o como los trenes de la India, o las guaguas de la Habana durante la época revolucionaria; es decir, los carritos estaban invariablemente abarrotados, llenos...

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