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  • Positivo
  • Bruno Nassi Peric

Alberto Almansa estaba convencido erróneamente de que el culpable de su contagio era Rodrigo Deza, su alumno de cuarto año de escuela secundaria. Sabía que era más probable que el contagio hubiese ocurrido en alguno de los atestados autobuses que diariamente, durante media hora (más si había tráfico), debía tomar para llegar al colegio y luego regresar a su casa. Incluso pudo haberlo infectado alguno de sus colegas que, como tantos, habría pasado la enfermedad sin síntomas. Sin embargo, todas esas opciones no dibujaban claramente un culpable, lo que Almansa desesperadamente necesitaba, pues él era un hombre que creía firmemente en las respuestas concretas. Por eso, lo mejor era hacer responsable al bruto, díscolo, haragán y fanfarrón de Deza; ese infeliz al que obligaba a sentarse en primera fila para tenerlo más controlado y para que acaso la cercanía con la pizarra milagrosamente estimulara la sinapsis entre sus neuronas. Sí, había sido Deza, el pobre diablo al cual había descubierto una vez sacudiendo frenéticamente la mano por debajo del pantalón mientras él explicaba el producto de monomio por polinomio. Tan perturbado había dejado este episodio a Almansa que se lo comentó a Margarita Cerna, la psicóloga del colegio, quien lo atendía una vez por semana a cambio de un honorario modesto (solidaridad docente). Ella sugirió que quizás la turbación del profesor de treinta y siete años respondía al despertar de ciertas pulsiones que convendría indagar. Él se negó rotundamente.

Al igual que la gran mayoría de contagiados jóvenes, Almansa sufrió síntomas leves: una fiebre no muy alta, tos, dolor de garganta y muscular, congestión nasal y un ligero sabor metálico en la boca. En otro contexto, lo hubiera achacado a un resfrío común, hubiese tomado un par de antigripales e incluso habría ido al trabajo: una ausencia sin un detallado certificado médico suponía un descuento y el fastidio nada disimulado del coordinador, un tipo frustrado por no poderles hablar de las matemáticas esotéricas a los imberbes estudiantes. Esta vez, sin embargo, lo prudente era reportarse enfermo y quedarse en casa: se trataba de una enfermedad nueva, de comportamiento desconocido y por todos los medios se urgía a la población al autoaislamiento en caso de presentar síntomas. Eso sí: dijo que tenía una severa indigestión, pues sabía que a la directora del colegio no le temblaría la mano para echarlo y así evitar incesantes llamadas y correos electrónicos de consternados padres de familia que, iracundos, le exigirían la destitución del profesor infectado, un peligro inminente para su prole, e incluso amenazarían con demandas judiciales y, aún peor, comentarios negativos en las redes sociales si alguno de sus retoños con dudosos hábitos de higiene se contagiaba. [End Page 208]

Como los síntomas empezaron un jueves por la tarde, Almansa pensó que por lo menos tenía dos días de recuperación que no mermarían su muy modesto salario. Tenía esperanzas de que se tratara tan solo de un resfrío, de que el sabor metálico en la boca y la tos seca fueran tan solo síntomas producto de su imaginación, traiciones de su mente por la paranoia alrededor de la nueva enfermedad. La única manera de salir de dudas era llamando al número que había dado el gobierno en caso de sospecha para que un especialista fuera a tomar una muestra de sus secreciones y así saber si era parte de la novísima estadística de la epidemia. Almansa pensó que si hubiese estado soltero probablemente no hubiera llamado: en unos pocos días se habría curado sin necesidad de pasar por el engorroso trámite de que una persona vestida con una indumentaria como las mostradas en los documentales de la NASA le introdujera un largo hisopo a la nariz o a la garganta (esperaba que fuera a la primera, pues era...

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