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  • El pingüino andino
  • Irma del Águila (bio)

Pingüino. Ave palmípeda, de unos cuatro decímetros de largo[. . . .] Anida en las costas, y por sus malas condiciones para andar y volar se deja coger fácilmente.

—Diccionario de la Lengua Española

Si en la época colonial, Ayacucho era un pueblo que vivía piadosamente recogido en las naves de sus treinta y tres iglesias, a principios de los noventa el destierro transcurría bajo llave, sometido al marcial toque de queda. Al pisar tierra ayacuchana, Carmen quedó pasmada por aquella quietud que encontraba amenazante y que dejaba su marca en los muros con inscripciones subversivas, silenciadas apresuradamente con brochazos de pintura blanca pero también, así le parecía, en el animado ramaje que proyectaba sombras titilantes sobre las veredas de la Plaza Sucre.

A media tarde, ni bien se hubo instalado en el hotel, sentada en el borde de la cama y mientras jugaba a rebotar en el colchón, haciendo crujir los resortes, le acechó una temible intuición. Puso las orejas en estado de alerta. Cuando se estuvo quieta percibió, en el forzado silencio, una suerte de paréntesis cargado de sigilo y al abrir las ventanas de par en par se mezcló con el aire de disimulo que provenía del exterior.

Su pieza daba a una calle estrecha con una pista sin asfaltar. Malo, muy malo se dijo, tanteando territorio hostil. Un marco desde el cual podrían quedar expuestas las horas del toque de queda. Anticipaba sombras esquivando el espectro del solitario poste de luz.

Le habían recomendado un chiringuito en la calle Corcovado. Carmen se había instalado en una sencilla mesa en medio de un patio de tierra apisonada. Inhalaba los aromas de un hirviente caldo de cabeza de cordero (se había decidido valientemente por un caldo de cabeza de cordero) cuando reparó en el palmípedo, bajito y altanero. Un pingüino de carne y hueso correteaba junto a un perro en el patio de la deslucida casona colonial. ¡Un pingüino en los Andes, a 2.800 metros sobre el nivel del mar! Sí, asomaba por entre los rosales. De ninguna manera. No era víctima del mal de altura. El pingüino efectivamente aleteaba y marchaba dando tumbos como solo los pingüinos y los bebés saben hacerlo. ¿Cómo sobrevive un pingüino en la sierra? ¿No debería estar en el mar Pacífico atisbando el horizonte desde el acantilado de una isla guanera? ¿O buscando su alimento en el mar, picoteando alguna gaviota desprevenida?

Después del almuerzo, Carmen caminó hasta la Plaza Sucre; encontró una banca vacía. En el mes de julio, el espacio de la sierra se segmenta prodigiosamente en dos. De un lado, el escenario tibio, bañado de tonos andinos que aletean con el sol (el añil regado en el cielo, el ocre con olor de tierra). De otro, un rincón de frías sombras que se cobijan bajo las ramas de los árboles que custodian las bancas maltrechas de la plaza. Es el fleco del silencio que se abría a los pies de Carmen.

En esto perdía el tiempo una joven de Lima, poco habituada a la feria de colores y algo desconcertada en esa plaza donde la quietud pública parecía traducirse en un estado inerte de los cuerpos (un viejo, sombrero de paño en una mano, manteniendo un prolongado mutismo en la banca vecina, los ojos abiertos parecían haber perdido el pulso. Cuando finalmente los cierra y da curso libre a la siesta, inclinando la barbilla, sigue sujetando firmemente el sombrero con dedos agarrotados). Carmen terminó jugando con la punta de su zapatilla izquierda, entrando y saliendo del reguero de sombras que proyectaba la frondosa copa del árbol de la quinua.

Aquella primera noche, el insomnio llegó de la mano de un pingüino. La presencia del animal esa tarde en el huarique del centro de la ciudad era tan fuera de lugar que solo cabía el absurdo. La imagen consiguió acuchillar el tul que velaba su frágil sue...

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