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  • Niña marioneta
  • Ana María Hontanilla (bio)

Una noche, antes de sentarnos a la mesa, madre empezó a repartir trozos de queso. Es manchego y carísimo, dijo; una pequeña delicia, solo para privilegiados. Tenéis que probarlo, no vaya a ser que vuestras primas piensen que sois unas catetas de pueblo. Mi hermana Pipa y yo danzábamos inquietas alrededor de su falda. Lo cortaba despacio, calculaba las porciones, pero al llegar mi turno se le fue el cuchillo. Agarré mi trozo con entusiasmo. ¿Te lo vas a comer entero? Afirmé con un gesto, sin apartar los ojos del queso. Es mucho para ti. Moví la cabeza de izquierda a derecha. Madre metió el queso entre dos rebanadas de pan y me dio el bocadillo. Lo cogí con las dos manos para que no se me cayera al suelo y me quité de en medio; no fuera a ser que madre cambiara de idea.

Salí al balcón de la cocina que daba a un descampado. La noche estaba cerrada. A lo lejos, los ladridos de unos perros acompañaban el movimiento irregular de dos linternas encendidas. Eran los gitanos. Desde que la feria de atracciones se acabó, vivían en sus chabolas sin calefacción ni comida.

Bajé la mirada y contemplé el queso. Pellizqué una esquina, lamí el trozo. Se me deshizo en la boca. Nunca había probado nada parecido: agrio y suave a la vez. Partí otro pedazo. Ya no era una cateta. Aunque no sabía lo que eso significaba, haber comido el queso me transformó de cateta en privilegiada. Mi madre así lo había dicho. Seguí masticando, pero después de cuatro mordiscos me sentí llena. El bocadillo era demasiado grande.

Podría haber entrado en la cocina y habérselo devuelto a madre. Quizá darle la razón la habría encantado, pero mi temor era que me iba a embuchar el queso, como el alpiste a las palomas. Podría habérselo dado a mi hermana Pipa, que comía tres veces más que yo. Pero no lo hice. Me quedé en el balcón, escuchando los ladridos de los perros y absorta con el vaivén de las linternas. Pensé en los gitanos: ellos no comían queso de La Mancha; ellos jugaban detrás y yo delante de casa; ellos no tenían nada que comer. Arrojé con todas [End Page 120] mis fuerzas lo que me quedaba de bocadillo. Estaba convencida de que los de la linterna con perros lo encontrarían. Les llevarían el queso manchego a sus niños que tenían hambre.

Empezó a refrescar y volví a la cocina.

¿Dónde está el queso? Oí el grito de madre. Me lo he comido. ¿Todo? ¿Tan pronto? Abre esa boca, y casi metió la nariz dentro. ¿Qué has hecho con el queso? Siguió husmeando. Me lo he comido. Me agarró del brazo y me arrastró al despacho de padre. Irrumpimos en el momento que intentaba clavarle un alfiler a una de sus mariposas. Se lo clavó en el pulgar y rompió una antena. ¿Se puede saber qué ocurre? ¡Maldita sea!, gritó padre. Otra mariposa se me desgracia. Esta niña que dice que se ha comido el queso, pero no puede habérselo comido tan rápido. Con lo pánfila que es para tragar. ¿Te has comido el queso?, preguntó padre contrariado. Yo afirmé con la cabeza, pero madre estaba decidida a demostrar que ella tenía razón. Ahora mismo vuelvo, dijo furiosa. Como encuentre el queso tirado te vas a enterar de lo que es bueno. Y se bajó con una linterna a la calle. Padre se quedó en el cuarto; aprovechó la calma para insertar otra de sus mariposas disecadas en un alfiler. Pipa me empujó hacia el balcón y aplaudía divertida a mi lado. Madre buscaba por el suelo; apuntaba con la luz hacia abajo. De vez en cuando se agachaba. Tardó unos minutos en encontrar el cuerpo del delito. Volvió con esa sonrisa, la de la victoria, la que luego vi tantas veces. En la palma derecha mostraba pedazos del queso montados...

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