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  • Hormigas encarnadas
  • Byron Sandoval

—Pan de dios, levántate.

En el firmamento vi con claridad que las nubes no siempre son blancas, que el albedrío no siempre oculta la tristeza y que yo era aquella hormiga.

Me llevó un largo tiempo levantarme de mi petate. Resultó que ya era la hora del almuerzo cuando me desperté. Como si tuviera pesas sobre todo el cuerpo caí rendido la noche anterior. Después de una noche de copas es bueno alentarse. Ayer fue domingo y ameritó la parranda excesiva. Fui a la cocina, donde estaba lista ya una sopa de res en la mesa. Había un plato hondo y blanco, de cerámica, y alrededor había saleros y estaba la canasta para las tortillas. El protagonista estaba en su plato esperando a su comensal. Nadaba, el pedazo de carne del tamaño de dos meñiques. Era náufrago en un caldo verdoso y nublado que además tenía elote y lechuga y un pedazo de yuca sancochada al punto. Todavía con los ojos colorados y la garganta seca, entré demandando la comida como un cavernícola. Mi madre me la había servido mucho antes de que se la exigiese y la devoré en menos de un minuto.

—Cuidado que te vas a atragantar, Max—me gritó desde un rincón de la cocina.

—No se apure, señora, que si muero por comer seré el hombre más feliz del mundo.

—Ay, Max, vos y tus cosas.

Me reí y ella se fue a poner frijoles en la cocina de barro negra que estaba al lado mío. Me levanté de un salto con energías encontradas. Tenía toda la tarde para mí. Ya no tenía que ir a la milpa porque me la habían quemado. Parado frente a la puerta gris, teñida por los años, pensé en esa pequeña hormiga que viajaba parada verticalmente. Ella no tenía mucho control de lo que pudiera pasar. Hasta el viento la podría azotar contra el suelo. Sin embargo, quien movió a esa diminuta fui yo. la agarré delicadamente con intención de no aplastarla y la hice aterrizar en el suelo terroso. Se aferró y corrió encima de una semilla de guayaba. Abrí la puerta y partí a mi caminata.

Corrí por el viñedo de los Santos. Escondí en la boca un pedazo de mango verde, de esos mangos pequeños que solía bajar de los palos en el potrero de Los Silencios junto a mis amigos. Nadie veía bajo ese candente sol, nadie veía a nadie. Al lado del camino improvisado por el tiempo, se encontraba tirado un manojo de uvas violetas. Las gallinas se las comían. Espanté a las cuatro con una piedra que les tiré a las patas. Las uvas eran de las mejores, era un desperdicio el dejar que se las comieran unas gallinas. Justo cuando iba [End Page 210] a recoger una vi que hormigas marchaban en fila por el camino sin siquiera tocar la uva, hasta las hormigas respetaban a los Santos. El fruto que se hubiera convertido en uno de los vinos más famosos del país ahora tocaba mi boca.

Los Santos eran una familia rica que había perdurado un centenario, cumplido este mismo año. Eran los mandamases del pueblo y no había alma que pudiera ir contra su voluntad porque eran ricos y poderosos. Una vez, de pequeño, le pregunté a mi madre qué era el poder y me dijo: "Es cuando pisas los polluelos de otro y no te llevas ninguna repercusión".

La riqueza, bueno, su riqueza estaba transformada en el trabajo de los granjeros que les pagaban alquiler por usar las tierras. Llevábamos en ese sistema ya mucho tiempo y no teníamos cognición de otra manera de vivir. Ellos tenían conexiones en todos lados, desde el alcalde hasta el presidente de la república. Una familia todopoderosa no iba a necesitar algunas frutitas que les sobraban.

—Ey, ¿qué hace usted?—me gritó una voz dulce casi al oído.

—Nada, aquí, pasando—le...

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