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  • Los charales
  • Diana Aldrete (bio)

Por Ocotlán sale el sol

por Tizapán sale la luna

y la marea va subiendo

poco a poco en la laguna

Vicente Fernández—"Chapala"

Era ya el primer día en el malecón de Chapala después de llegar a visitar a la familia en Guadalajara y hacía años que no veía ese atardecer de fuego cristalino sobre el horizonte occidental. Las lanchas resistían las leves olas, dando brinquitos como en un sube-y-baja, mientras que los niños corrían a recoger basuritas por la banqueta. Me senté en una banca sólo para admirar los pómulos de las montañas sobre el reflejo del agua, mientras olía el aire del crepúsculo y el viento entre las palmeras se levantaba desde el sur. A la distancia, en suaves mutaciones entre el ruido de los transeúntes y el trío en el "Rinconcito de amor", las letras de aquel bolero perforaban lo que la brisa pretendía disipar, "dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón". Esa primera noche, quería que ese instante permaneciera inmóvil para siempre, pero como en todo nada es permanente y después de unos días regresaría a la metrópoli tapatía después de haber terminado con mi novia de dos años.

"This is where I used to sit with my family as a kid and wait for the sunset"—le dije a Judit. Ella, sólo había visto las auroras del Atlántico durante sus vacaciones familiares en Eastham, en Cape Cod, Massachussetts. No fue hasta ese entonces donde acordé en la diferencia entre las dos costas. Siempre estuve acostumbrada a la costa del Pacífico, pero Judit me retaba en que la costa del Atlántico era más bella, mientras que yo le recordaba que Chapala era un lago, no una costa de mar —aunque teníamos planes de ir a Barra de Navidad en esos días. En realidad su nombre es Judith, pero por el simple hecho de imponer mi castellanismo ante ella, no pronunciaba la -th a propósito y siempre le llamaba Judit, cosa que la irritaba en lo absoluto. Zara, por el contrario, era cálida. Veranera, igual como me imaginaba la costa de la playa de Amán en Jordania. Ella y yo, hacíamos nuestro doctorado en historia del arte moderno en Yale y compartíamos la sensación de ser extranjeras en un país sin ancla familiar. Judit y yo, sólo compartíamos un contraste, por supuesto, alterado por los detalles concéntricos de nuestras identidades que se rectificaban por la geografía.

Esa noche fuimos a comer a un restaurante de mariscos. Ni loca la Judit quería comer antojitos de la calle, "I didn't bring antibiotics for that" —dijo la insolente. Mi estómago, igual de agringado por los varios años que ya llevaba en los Estados Unidos, tal vez no hubiera podido con una amiba; pero cuando uno regresa a casa la nostalgia vuelve a su punto inicial. Después de unas chelas, quise hacerle un cariño e intenté removerle el pelo de sus lentes oscuros. Ella se retiró con un desdén familiar, especialmente en un entorno público ella no quería delatar nuestra relación —"no PDA"—me dijo. Pero hacía más de seis meses que no había ni siquiera un cariño en el ámbito privado. Mientras su trabajo la llamaba a la Ciudad de Nueva York, nuestros fines de semana en New Haven, Connecticut no estaban más alentados que por los quehaceres y la rutina de organizar nuestras vidas para la semana. Yo todavía me estaba asentando en esa vida norteamericana, sentía el deseo de familiaridad como el saudade de casa. Habiendo llegado a Yale para mi postgrado, conocí a Judit en la fiesta de un amigo. Una chica de Nueva Inglaterra con ojos penetrantes que desarmaría hasta los más simples ultrajes de mi asimilación, fue la primera...

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