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  • El Patachueca
  • Alejandro A. Cervantes Hernández

A la memoria de Aldair

Anselmo no gritó cuando se lo llevaron, tampoco mentó madres ni alzó la voz para decir: ¡Vivan los Ibarra! Sabía que estaba predestinado a terminar así, como todos, en una fosa o en un tambo lleno de ácido. A los otros los sacaron a patadas, a culetazos y jalones, mientras él salió tranquilo de su casa al escuchar el rechinido de neumáticos barriendo la calle. Venían por él y no pensaba poner resistencia. Minutos antes le llamaron al radio diciendo que los habían torcido, que los Ramírez habían llegado al pueblo. Y en ese pueblo, cerca de la ciudad, lejos de la mirada de dios, había que apretar el estómago y aguantar el hambre, había que resignarse a la ausencia de un padre por haber corrido al norte y soportar el olvido de una madre que se lamentaba por haber parido a un niño en medio de aquel infierno.

A los once años, mientras Anselmo correteaba con sus amigos del barrio a mitad de la calle, fue embestido por una ford ochenta y siete que se había quedado sin frenos y, como consecuencia, quedó rengo, desde entonces siempre le faltó un cachito de algo en la vida, ya fuera para pisar firme con la pierna izquierda o para alcanzar el sueño de ser profesor de primaria. Los muchachos del barrio le apodaron el Patachueca y, día con día, le recordaban lo detestable de su condición, la nula destreza de sus pasos. Cuando arreciaba el hambre hurgaba en la basura de la rosticería; se bañaba cada dos o tres meses en la casa de algún pariente, aunque volvía a ponerse la misma playera sucia y el mismo pantalón roto; buscaba trabajo aquí y allá esperando que la limitación de su pierna no lo echara todo a la chingada. Y a pesar de que nunca regresaba a su cuarto de tres por tres con una sonrisa, para cuando cumplió quince años por fin encontró trabajo, uno donde no importaba su pierna ni su primaria trunca, uno que no pedía en el currículo grandes cursos ni diplomados en la Ciudad de México.

Con la llegada de los Ibarra se despojó a los campesinos de sus tierras y éstas fueron destinadas a la siembra y cosecha de la mariguana. El desamparo de los campesinos los obligó a trabajar para el Cártel y, con ello, hubo grandes oportunidades de empleo para la comunidad: desde vigilante en puntos estratégicos, pasando por vendedor y repartidor de tiendas, hasta asesino a sueldo. [End Page 180]

El Patachueca hizo de todo: fue celador, vendedor y sicario. Los primeros meses casi no durmió por estar en vigilia, hasta que un día, entregado al sueño postergado, se le pasó un convoy de patrullas y le dieron su escarmiento: dos tablazos en la espalda por cada patrulla, más dos tablazos en las nalgas por cada agente de policía que reventó la tienda, en total, treinta y seis tablazos lo dejaron en cama por dos semanas. Una vez recuperado regresó a sus antiguas labores: dejar su empleo, así como así, por ganas o voluntad, no era posible, todo se reducía a servir a los Ibarra, a morir por ellos y en su nombre. ¿Cuántas veces creyó en la posibilidad de matar a Pascual y Anastasio con la idea de ocupar sus lugares? Pero una treinta y ocho milímetros y un par de balas eran un juguete comparado al arsenal que ellos habían comprado a un agente estadounidense.

A veces, Anselmo pensaba que dios también era un ser miserable. ¿Qué había hecho él para merecer esa vida? ¿Qué podía hacer para huir de su final, del morir desangrado en una banqueta o en una plaza, o terminar colgado de un puente?

Anselmo llegó a ser sicario y con el nuevo sueldo se dio ciertos lujos: champú, jabón, un kilo de bistec de vez en cuando, tortillas y algo de huevos. También...

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