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  • La visita
  • Belinda L. de la Torre

Visto de negro. Es necesario llevar su luto. Cuando llegamos al velatorio eran las seis de la tarde, ya son las nueve de la mañana y la viuda y el resto de sus familiares se aproximan. Coronas de claveles y rosas a medio marchitar tapizan el ataúd. El aroma dulce se mezcla con la podredumbre. El féretro está abierto. Bruno maquillado. Bruno pálido. La muerte colocó en su rostro la angustia, la desesperación. Un traje blanco lo cubre. Durante toda la noche rezamos. El repertorio completo del rosario con los misterios gloriosos, continúa en mi mente. La misa será dentro de poco tiempo. Con la mirada perdida y la cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviese dormido, mi esposo observa cómo suben el sarcófago gris a la carrosa.

Bruno llegó con el calor, cuando el aroma a caldo de res impregnaba la casa. Yo observaba desde la cocina cómo lo bajaban los enfermeros, con mucho cuidado, hasta acomodarlo en una cama vieja que mi esposo instaló en la sala para él. La única vez que lo vi fue muy rápido, durante mi boda. Me acerqué despacio y, sorprendida, pude ver que la similitud que tenía con mi marido era grande: parecían gemelos. No sabíamos mucho sobre él, ni siquiera mi esposo. Los hermanos tenían quince años sin verse. La falta de dinero y empleo lo obligaron a buscar mejor vida en una ciudad fronteriza donde se instaló y formó una familia. El accidente que lo dejó paralizado de la cintura hacia abajo ocurrió cerca de aquí. Era un viaje de trabajo, pero, al tercer día, cayó desde un segundo piso. Pese a lo aparatoso de la caída no sufrió fracturas importantes, así que los médicos dijeron que la lesión en la cintura sólo requería reposo absoluto para que la recuperación fuera rápida.

No tuvimos otro remedio que tenerlo en casa. Coloqué sábanas limpias, puse una mesa cerca de la cama para que dejara algunas de sus pertenencias y le pedí a mi esposo que bajara la televisión que teníamos en nuestra alcoba para que él pudiera verla con tranquilidad. Ese día, con todo el ánimo hospitalario, le llevé el caldo de res a la cama y le ofrecí uno de los pastelillos recién horneados que había preparado con esmero. Nos contó las peripecias de su viaje y de la tristeza que sentía al estar en una casa ajena, casi inmovilizado, y a cientos de kilómetros de su familia.

Ama a tu prójimo como si te amaras a ti mismo, dice la Biblia. Lo primero que pensé fue que Dios me había mandado esa prueba para que la superara victoriosa. Tenía que mostrarme como un alma caritativa, dispuesta a ayudar ante la situación adversa. Debía ser piadosa como Ruth, valiente como Esther y confiada como Elizabeth, finalmente, todos [End Page 128] estamos expuestos y nada nos libra de pasar por situaciones difíciles. Me gustaba pensar que el apoyo que mi esposo y yo brindábamos de alguna manera sería recompensado.

Bruno dependía por completo de nosotros. Como yo solía permanecer muchas horas en la cocina horneando pastelillos, decidí darle una campanilla. Al principio, al escuchar los repliques de la campana, imaginaba que se había caído o que se había lastimado, pero sólo me llamaba para pedir un vaso con agua o para que me llevara la orina que colocaba en un recipiente de aluminio. La situación me provocaba una especie de vergüenza, quise suponer que los primeros días también fueron difíciles para él. Mi marido partía desde temprano al trabajo y regresaba casi al anochecer, era yo quien debía atenderlo la mayor parte del día.

No me molestaba llevarme las heces ni la orina, tampoco limpiar las sábanas sucias, lo que me torturaba era bañarlo. Si en lugar de Bruno hubiera estado alguno de mis hermanos o mi padre...

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