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  • Vivir de escribirRicardo Piglia (1940-2017)
  • Paola Cortes Rocca

Ricardo Piglia fue un gran lector. Impuso un modo de leer la literatura argentina que se jugaba entre la formulación desafiante y la hipótesis inesperada: Borges como el gran escritor del siglo XIX; poéticas muy heterogéneas a primera vista (Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh) aunadas por una impronta común, la vanguardia. Formuló también un modo de leer la literatura—sin genitivos—que incorporaba la traducción, desordenando límites territoriales y lingüísticos. Sumaba, por ejemplo, a William Faulkner—para mencionar un nombre emblemático pero no único—a la heterogénea tradición latinoamericana. Pensó en la lectura como clave para definir la poética de un escritor. Se preguntó qué leían y cómo leían los otros y así leyó él—es decir, escribió y enseñó—sobre los usos, órdenes y desórdenes de la biblioteca en Borges, Arguedas, Macedonio, Rulfo, Arlt y Cabrera Infante, pero también Chandler, Hemingway, Bretch y Pynchon.

Por supuesto, para él—y éste es otro de sus extraordinarios hallazgos como lector—, esas “bibliotecas” estaban hechas de libros y otras “cosas” que él percibía como superficies legibles: los mitos biográficos de los escritores, las fábulas de la industria cinematográfica, los cuentos familiares, las voces de marginales y estafadores, los relatos de la nación. Su gran “descubrimiento” es que un gran escritor es el que impone un modo de leer la “biblioteca” que selecciona—inventa, modela, reescribe—y en la que se instala como heredero, continuador o incendiario. Y eso fue lo que hizo: por eso hay un Borges de Piglia, un Arlt de Piglia, un Pynchon de Piglia. Pero también por eso, sus propios cuentos y novelas se leen a partir del sistema de lecturas que él mismo estableció para abordar a los “clásicos” y a sus contemporáneos.

En 1980 publicó Respiración artificial. Esa novela que César Aira llama “una de las peores novelas de su generación” se instaló rápidamente en el centro del sistema literario argentino. Las razones las percibe muy bien Aira (aunque su valoración sea negativa): es una novela [End Page 7] ubicada de manera inédita en el cruce entre ficción, crítica e historia. El texto se abre con una pregunta “¿Hay una historia?” Piglia problematiza aquí la unicidad de la historia pero también el hecho mismo de que “haya” una (o varias) historia(s). Las historias se construyen a fuerza de lucha; la primera y más importante de todas es la de la literatura—el arte, las prácticas estéticas—para enfrentar, minar, agujerear o al menos producir sospechas en la uniformidad de los relatos estatales. Todavía no había terminado la dictadura argentina y Respiración artificial ya marcaba el ritmo no sólo de la literatura nacional, sino también de los debates sobre posdictadura en la región, revisados un poco después, en el campo cultural peninsular. Se trata de pensar, desde una poética que desconfía del realismo, cómo narrar el trauma, cómo reponer el sentido de lo ocurrido, cómo construir un contra-relato. Leyendo, reescribiendo, dialogando con Pynchon y DeLillo, Piglia pone a andar allí un artefacto narrativo—que también es su máquina de leer—que funciona a partir de la proliferación paranoica de relatos y la experimentación con el exceso interpretativo.

Ese es el Piglia más emblemático: el de la máquina hermenéutica alimentada por conspiraciones y excesos, el que reordena la tradición literaria y la condensa en una serie de frases contundentes, inesperadas, geniales. Es el Piglia interesado en la novela como campo de batalla, como laboratorio de hipótesis sobre los modos en los que la literatura se vuelve vida y la vida se vuelve literatura. Porque, a diferencia de tantos escritores y académicos que no salen del aula, la oficina o el café—usado sólo como oficina—a Piglia le interesaban los tránsitos, los caminos de ida y vuelta: el campus norteamericano que...

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