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  • Lentes para la memoría
  • Miriam Mabel Martínez (bio)

No tuve opción de acostumbrarme a los lentes. A veces me parece que nací con ellos. Supongo que en un principio me rehusé a portarlos (los lentes no se usan: se portan); no había descubierto sus cualidades y los discursos de mi padre (un portador de lentes muy elegante sobre mi look, me sonaban raros: A los seis años no me importaba que mis rasgos se enfatizaran o la gente creyera que por el simple hecho de vestirlos fuera inteligente. Me ofendía tal pensamiento: mi inteligencia no necesitaba de un accesorio para presumirla u ocultarla. Lo que me afectaba era la certeza de que en la escuela me pudieran llamar “la cuatro ojos” … apodo casi obvio. Al principio, los oculté y fingí ver el mismo mundo que los demás, pero fue el deseo por ver la ciudad, o bueno, lo que yo imaginaba era la gran ciudad, lo que me convenció.

Solíamos tomar Río Churubusco, por donde el cine Pedro Armendáriz y la Cineteca Nacional lucían, en ese momento, tan borrosos como ahora aparecen en mi memoria. En ese entonces—y ahora—sólo adivinaba que estaban ahí. El paso a desnivel de Tlalpan era más una sensación que una certeza. Así medía el camino hacia la “Güay” (YMCA) de División del Norte. Después de un hueco en el estómago, provocado por la velocidad con la que mi madre conducía su Gremlin amarillo, había que salirse a la lateral y luego dar vuelta a la izquierda y listo: estábamos en nuestro destino. A la derecha estaba una cosota: “la Alberca Olímpica”, me repetía mi mamá hasta que me aprendí tal nombre. Pero un día, no hubo vuelco en el estómago, sino una salida a la derecha y luego más velocidad. Mi mamá sólo dijo: “Vamos por Tlalpan.” Y yo sólo veía pasar un gusano naranja y carros por la derecha e izquierda. No alcanzaba a leer los letreros de las que mi mamá nombró estaciones, no por la velocidad, sino porque no enfocaba bien las letras. Portales, Nativitas, Villa de Cortés. “¿Y tus lentes?”, preguntó. “Los olvidé,” respondí. “Pues ni modo, te perderás el espectáculo del centro iluminado.”

No sabía donde quedaba el centro, supuse que como su nombre lo indicaba: en el centro. No entendía qué atractivo podría tener. Pero lo que sí me quedaba claro era que ese viaje se suponía especial, o al menos ésa era la intención de mi madre. Ignoro si se compadeció de mí o si su lealtad materna la obligó a describirme Tlalpan y contarme sobre los barrios.

“Cuando llegamos de Veracruz, vivíamos a una cuantas cuadras de la estación Nativitas.” Durante mi época de estudiante en la Escuela de Periodismo Carlos Septién, esta parada fue también mi referencia—ahí tomaba, a la vuelta, un pesero rumbo a mi casa. En ese tiempo, el Aurrera (hoy WalMart), ubicado en el lado contrario, y el circo Atayde fueron mis referencias; tanto como años después (en 1996) lo fuera una panadería después de Villa de Cortés, para dar vuelta en la calle Luis G. Urbina, adonde cada martes acudía a mi junta del Centro Mexicano de Escritores.

También me contó de las fábricas de ropa entre las estaciones Chabacano y San Antonio, pero yo sólo las evocaría hasta 1985, cuando en la tele las imágenes de rollos de tela volando saturaron mi tristeza y se volvieron en punto de referencia para ubicar, aunque ya no existieran, la Escuela de Diseño del INBA y el corralón en donde más de una vez los oficiales me han hecho el favor de guardar mi carro. A la estación Chabacano, desde su ampliación para hacer conexión con la línea café, la ligo a Terminator (ahí se filmó parte de Total Recall con Arnold Schwarzenegger). Mi mamá me tenía más sorpresas...

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