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  • Noviembre
  • Marcela Patricia (bio) and Zárate Fernández (bio)

Entro lentamente mientras destruyen una de las 8 columnas que sostienen la bóveda de maderos en forma de estrella, los cuales soportan el techo. En medio del primer patio todavía está la fuente en forma de cueva rodeada de piedras. De la parte superior, aún pende la cruz que sigue observando cada paso y escuchando cada palabra. En ese momento, observo el derrumbe de una época, el flaquear de mi historia; nunca había tenido tan cerca mi pasado y presente como en esta mañana que me veo de frente a lo vivido cuando tenía 9 años.

Recuerdo la primera vez que vi a Elisa en el asilo del Sagrado Corazón. Ella estaba en el rincón, sentada en una mecedora que golpeaba una columna, precisamente la que ahora veo que está cayéndose a pedazos. A mi corta edad, sentí fascinación por la obscuridad y profundidad de su mirada; no hablaba con nadie y solamente observaba el horizonte del cual Elisa era su única partícipe; lo que pasaba a su alrededor parecía no existir. Todavía recuerdo cada uno de los elementos que la constituían: una amplia falda negra, una blusa grisácea con 15 botones diminutos de forma esférica, sus largas mangas terminaban con un puño de encaje que era el mismo que había en el cuello. Su nariz era pequeña y una boca gruesa que se meneaba de un lado al otro. Elisa, desde la primera vez que la ví, transcurría la mayor parte de su tiempo murmurando aquello que llamamos recuerdos. Parecía que en cada segundo estuviera recontruyendo su vida; en cada murmullo reedificaba su pasado, de la misma manera que ahora yo recapitulo el mío tan distante y tan diferente a mi presente.

Hace 25 años, entre mis juegos infantiles, me fui acercando a Elisa, merodeaba su olor añejo, a mujer vieja que mantiene sus humores por más de dos días. Caminaba alrededor de su silla que se mecía como un constante péndulo que regresaba al marcar un nuevo golpe en la columna. Mis visitas al asilo eran llevadas a cabo religiosamente cada lunes a las 6 de la tarde, el momento de ir a intercambiar tres palabras con mi tía abuela, Elena. Mi tía todo lo olvidaba y nuevamente preguntaba lo mismo hasta que yo lograba desbalagarme y así investigar los espacios secretos de ese lugar. Mis expediciones iban desde el enorme portón de madera vieja y carcomida que dividía el hoy del ayer. La puerta tenía grandes remaches de acero oxidado que lograban dar al asilo un aspecto de prisión de la cual nadie saldría. Al entrar, se dejaba el presente por detrás y se llegaba a un pasillo bordeado de macetones con helechos que cerraban la vista para lo que se aproximaba: un patio estilo español con su fuente en medio mientras los aposentos y cocina lo enmarcaban.

Cada vez que iba, contaba los macetones y analizaba sus adornos hechos con minúsculos mosaicos. En este patio, al igual que otras ocho ancianas, Elisa se mantenía ahí. Creo que ella se dio cuenta de mi presencia antes que yo la percibiera, hasta creo que después de dos o tres semanas comenzó a observarme en mis juegos y mi repetido análisis del lugar. En mi cuarta visita la ví, sentí su mirada después de que tropecé con su mecedora. No dije nada; rápidamente me retiré y me escondí en la cueva en medio del patio. Salí de mi guarida cuando era hora de irse, de decirle adiós a mi tía otra semana más.

La siguiente semana fui más precavida para que Elisa no notara mi presencia; su mirada abismal me perturbaba, no sabía realmente si se percataba de mí o no. Fue hasta el segundo mes de verla que me acerqué un poco a ella y la inspeccioné, desde sus olores, su vestimenta semanal, su manía de golpear la...

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