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  • Introducción
  • Alvaro Fernández

“¡El cine ha muerto!” Fue la sentencia inaugural de una provocadora conferencia impartida por Peter Greenaway durante el XXVIII Festival Internacional Cervantino de Guanajuato. Corría el año 2000, inicio de un siglo a la postre inaugurado con los murmullos pasmados de la audiencia ante una verdad inesperada, o sencillamente una mentira provocadora de un cineasta que estaba aniquilando al cine desde su misma trinchera.

Peter Greenaway no era el único que vaticinaba su muerte. Los historiadores saben que el cinematógrafo nació bajo la sombra de la muerte, pues incluso los mismos Lumière veían en él más un negocio perecedero que un invento perdurable y prodigioso. El cine recibió varias sentencias durante su siglo, pero nunca se acumularon tantas como a finales del milenio. Las amenazas vinieron por todos lados, pero sobre todo teóricos, cineastas y profetas lo hacían desde el paradigma tecnológico: dejaba de ser analógico para convertirse en digital. Al parecer las sentencias concebían como el crimen más severo el asesinato del referente de lo real por el código binario, es decir, la desaparición de la función analógica de la imagen fotográfica. Paradójicamente el hipotético cadáver desató toda una liberación de la cámara y de los procesos de producción, amplió las posibilidades del lenguaje y su representación, expandió sus formas de distribución, de exhibición y de recepción.

No es ninguna revelación que el mundo digital revolucionó la manera de hacer cine por las posibilidades que ofrecía el nuevo soporte. Pero lo más importante es que, como suele ocurrir, la revolución tecnológica iba de la mano de una transformación cultural cuya relación más palpable se daba a través de las pantallas que inundaban la experiencia de la vida cotidiana. De pronto el sujeto se vio inmerso en otro ecosistema mediático mucho más dinámico y vertiginoso que se fundía con su realidad social. [End Page 5]

El cine perdió su hegemonía planetaria en las grandes salas y su fantasma comenzó a pertenecer al universo audiovisual de las multipantallas. Sus formas, estilos y géneros tradicionales se adaptaron a otros formatos estáticos y móviles incluso ligados a la Web 1.0, luego a la 2.0 y ahora a la 3.01 perteneciente a los New Media y a la llamada cuarta pantalla que comprende el cine, la TV, la computadora y el celular, lo que derivó en la “pantallización de la sociedad”2, en una cascada de prácticas de producción y consumo simbólico sin precedentes que impactó las formas de socialización.

Los procesos de esta transformación han sido objeto de múltiples análisis y propuestas teóricas desde distintas disciplinas o interdisciplinas. Desde las ciencias sociales y humanas, el fenómeno tardó poco o nada en convertirse en el objeto consentido de las miradas posmodernas o hipermodernas, tardomodernas o de modernidad líquida–como quiera llamársele–. Lipovetsky y Serroy plantearon en La pantalla global problemas que han estado en sintonía con otros estudios contemporáneos. Se preocuparon por conocer las transformaciones derivadas de la imagen digital y el despliegue de pantallas en la vida cultural y democrática. Con la hipótesis de que “la todo pantalla no es la tumba del cine, [sino] que hoy más que nunca da muestras de su diversidad, su vitalidad y su inventiva […] No el fin del cine, sino la aparición de un hipercine”; proponían como muchos otros, que lo importante no es reparar en su muerte, si no en su vida (o renacimiento), centrarse en cómo pensar el cine “cuando ya no es la pantalla suprema”; replantear el lugar que ocupa cuando la mayoría de las películas se ven fuera del ritual social de las grandes salas3.

La mayoría de estos tratados–invaluables puntos de referencia–regularmente se han dado desde la mirada panorámica. Aunque las disertaciones más influyentes se alejan del estudio de caso, nos...

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