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  • Coronando el (Neo)Barroco. Espejos gongorinos en la obra de Severo Sarduy
  • Catalina Quesada

agonal carro por la arena mudano coronó con más silencio meta

Luis de Góngora y Argote, “De la brevedad engañosa de la vida”

Pas de sens, rien que de l’écriture simulée, avide,pour travailler cette vacuité, pour rire.

Severo Sarduy, Dazibao

De los muchos escritores que en el ámbito hispanoamericano se han servido de Góngora y su poética para desarrollar o sustentar la propia, quizá sea el caso de Severo Sarduy el que resulte más peculiar, tanto desde el punto de vista teórico como práctico. Un uso que, partiendo de lo intelectual, del rigor y la seriedad que caracterizan los textos ensayísticos del cubano, no excluye lo afectivo, ni lo lúdico ni lo disparatado. Góngora lo acompañará, así, desde sus inicios literarios hasta los últimos años de su vida y le servirá no solo para erigir su teoría del neobarroco, sino también para dar cauce, de los más variados modos y maneras, a algunas de sus obsesiones vitales y artísticas, mostrándose siempre capaz en esta empresa de, si no superar, sí distanciarse de los que lo precedieron – muy especialmente de José Lezama Lima – y particularizar así su gongorismo. Sarduy pone en funcionamiento, además, todo un programa de actualización de Góngora que, lejos de leerlo tradicionalmente en su contexto barroco, pretende convertirlo en abanderado privilegiado de su presente neobarroco, proyectando sobre él toda una serie de categorías estéticas radicalmente contemporáneas.

El periplo – o las derivas – de Luis de Góngora y Argote en América ha sido motivo recurrente de estudio en la filología hispánica y el latinoamericanismo, no solo en lo referente al periodo colonial, sino también en lo que atañe a su presencia y recuperación por parte de ciertos autores en el siglo xx. [End Page 285] Se ha repetido sobradamente que la figura de Góngora encontró, ya en su época, un eco inusitado en el continente americano y que su influjo había de pervivir allí hasta bien entrado el xviii, cuando ya prácticamente se lo había olvidado en la Península. La sentencia de Dámaso Alonso – “el influjo de Góngora dura casi más tiempo en América que en España” (260) – había de convertirse en un lugar común de la crítica que, pese a todo, rendía cabal cuenta de una condición de las letras hispanoamericanas que sigue siendo válida en los albores del siglo xxi.

Su presencia en el periodo virreinal oscila entre la imitación superficial de sus estilemas (Sánchez Robayna, “La recepción” 176) – por ejemplo, en los textos recogidos por Carlos de Sigüenza y Góngora en el Triunfo parténico (1683), que daba cuenta de los certámenes literarios convocados por la Universidad de la Ciudad de México en 1682 y 1683 – y una plena asunción de su legado (un auténtico influjo y no una mera imitación), a manos de Sor Juana Inés de la Cruz (1648–1695). Entre ambos extremos – el del poeta que imita a Góngora superficialmente y el del que llega a medirse con él, asume sus enseñanzas y las pone en práctica en el proceso creativo – encontramos una amplia variedad de formas de relacionarse con Góngora, que tanto Dámaso Alonso como Lezama Lima en “La curiosidad barroca” (La expresión 129–65), y antes Emilio Carilla, en su libro El gongorismo en América (1946), han detallado brillantemente. Formas que pasan por la defensa de Juan de Espinosa Medrano, “El Lunarejo,” en su Apologético a favor de don Luis de Góngora, la asimilación y recreación a manos de Domínguez Camargo en su Poema heroico de San Ignacio de Loyola (1666), o el influjo tanto en Pedro de Peralta Barnuevo (Lima fundada o conquista del Perú, 1732) como en Mateo Rosas de Oquendo (Sátira de las cosas que pasan en el Per...

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