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  • El suicidio en el teatro español de posguerra
  • David-Félix Fernández-Díaz

Vio su sombra tendida y quieta, en el blanco diván de seda

Federico García Lorca, “Suicidio”

Independientemente de si el gesto fatal ha sido considerado como parte integral de paradigmas estéticos, como un componente efectista para la consecución de un cierto alcance o como ademán satírico, de esta maniobra vital autoexcluyente creadora de “perturbadores fines,” tal y como la designó Pinciano, ha exhalado siempre un hálito inquietante. En los albores del teatro español, de modo singular, este acto cobra especial dramatismo en el personaje de Melibea y no tanto por la forma en que éste se ejecuta, sino por al menos tres razones que lo circundan; por una parte, la funesta disertación que antecede a su disuasión apodíctica; por otra, la trágica consecuencia y el impacto de su muerte voluntaria en el resto de personajes; por último, el hecho de que no se trata de un personaje histórico, gentil o bárbaro ni de alguien que se sale “fuera de todas las condiciones de la vida normal” (Menéndez y Pelayo 257). Esta última peculiaridad que lo desvincula del componente trágico clásico y que a su vez humaniza al personaje, definirá en buena medida el suicidio en el teatro de posguerra. La humanización del personaje la planteaba el mismo Alfonso Sastre al disertar sobre este epígono de la modernidad en su teatro revolucionario partiendo de El pan de todos (1957), drama que reproduce el acto suicida o “réquiem final” como el mismo dramaturgo lo designa:

Ni mi ‘Orestes’ (David Harko) está construido con la madera de los héroes, ni mi ‘Clitemnestra’ (Juana) es altiva ni cómplice consciente de su crimen, sino una vieja estúpida y tierna; ni la última sanción que libera a Orestes de su tormento se produce, pues esta sanción llega cuando las ‘Furias’ (encarnadas familiarmente en ‘tía Paula’) lo han devorado y su cuerpo yace en el [End Page 97] patio, bajo la lluvia; decía, en fin, que esta humanización agrandó y afiló los cuernos del tema y la fuerza de su embestida, hasta el extremo de que no supe darle la salida – no la encontré – y fui volteado por los acontecimientos. El réquiem final hace caer un lúgubre velo de resignación sobre la historia; de resignación y de triste esperanza.

(Paco Serrano 149)

El fatídico tránsito, sin considerar ahora los múltiples aspectos que configuran su fundamento y rigen su voluntad, es concomitante al que se observa en su faceta representacional o dramatúrgica. Dicho de otro modo, aunque el suicidio signifique la muerte llevada a cabo de forma voluntaria por la propia víctima en cualquier período que tomemos, las variables y la fraseología que concitan la muerte deseada evolucionan y muestran unos condicionantes diferentes que la singularizan y la evocan como un hecho reconocible en un momento específico. ¿Qué propiedades distinguirían inequívocamente su manifestación en diferentes períodos o movimientos? Si existen tales propiedades definitorias, ¿de qué naturaleza son y dónde se encuentra su génesis? A pesar de que el suicidio aparece en obras adscritas a géneros diversos, ¿existe alguna expresión que nos haga reconocerla como parte de un período específico?

Durante el Romanticismo, época en la cual dimana de la sociedad una visión optimista de la condición humana y “no trágica por tanto, ya que lo trágico no admite remedios seculares o materiales, ni compensación alguna,” se escenificaron, paradójicamente, el mayor número de suntuosos suicidios que hasta la fecha conocemos (Sobejano 269). Por el contrario, el tiempo que transcurre entre el 1 de abril de 1939 y las postrimerías de la etapa franquista, con el drama propiamente dicho instaurado fuera de los escenarios y con una desorientación vital predominante entre los dramaturgos del período, el suicidio de los personajes durante este tiempo es menor mostrando una clara tendencia al conato y no...

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