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  • Memoria, género y enfermedad en Mundo, mi casa, de María Rosa Oliver
  • María Rosa Lojo

La casa del mundo

Mundo, mi casa (1ª ed. 1965), es el primer volumen del tríptico donde María Rosa Oliver se mira y nos da a mirar, como en un retablo profano, las etapas de su propia vida. Esta obra de “memorias de infancia”1 es la piedra basal de un itinerario autobiográfico que recorre una selección de momentos fundamentales, hasta desembocar en Mi fe es el hombre, donde lo personal se encauza y a la vez se expande en la causa trascendente de la humanidad a la que la autora firmante se ha consagrado, superando todas las fronteras, las geográficas y las psicológicas.

El título nos apela y nos provoca. ¿Por qué el mundo se parecería a una casa? ¿Por ser el mundo familiar, protegido y pequeño de la infancia? ¿El mundo femenino y por lo tanto, doméstico y domesticable? ¿O porque anuncia, más bien, otra relación que la memorialista constituirá con el mundo en el sentido más amplio concebible? Una relación tal, que cualquier espacio mundano, exterior o interior, puede volverse casa cuando es humanamente habitado. Toda a terra é dos homes, dijo Rosalía de Castro, la gran poeta de la migración gallega. Lejos de distanciarse o refugiarse del mundo en el ámbito privado del hogar, como sus antepasadas y como buena parte de sus contemporáneas, la que escribe terminará mostrando que ha sabido hacer del mundo entero su propia casa.

Por otro lado, pocos textos son (auto) planteados tan claramente como “mundo” en el sentido de microcosmos: modelo de una trama relacional que atañe a toda la sociedad. Orden de géneros, orden de clases y orden de etnias, se cruzan en estas páginas y cruzan continentes, armando y desarmando una red de jerarquías y de valores que parece haber sido percibida casi desde siempre, en sus asimetrías y dolorosos conflictos, por un sujeto femenino al que la enfermedad infantil a la vez disminuye y empodera.

Nacida de mujer

Más allá de los patrones neuropsicológicos femenino/masculinos de rendimiento mnémico (Otero Dadín et. al., 2009), relacionados con factores biológicos, hombres y mujeres, comonos [End Page 17] advierte Elizabeth Jelin (2002, 107) no recuerdan lo mismo ni de la misma forma, en tanto y en cuanto “la socialización de género implica prestar más atención a ciertos campos sociales y culturales que a otros y definir las identidades ancladas en ciertas actividades más que en otras…”. Tampoco hacen públicas sus memorias de idéntica manera (109–110).

La mirada de género funciona aquí como un eje conductor y fundador de la memoria, hipersensible hacia los roles que las mujeres ejercen por ser tales, en la Buenos Aires de principios del siglo XX. Mundo, mi casa, es también una biografía familiar del género, que visibiliza las prácticas ocultas y desdeñadas desde lo público, reconstruyendo las genealogías de lo femenino (Joaquim, 2008), desde la subordinación, pero también desde el poder concreto y efectivo que las mujeres detentan en el recinto doméstico. Un poder que comienza en una capacidad que amedrenta y subyuga: la de dar la vida.

No es casual que el disparador, el recuerdo matriz, la escena inaugural, sea un nacimiento. La narradora se ve entrar, niña de tres años sobre los hombros de su padre, al cuarto de baño, vecino al dormitorio donde la madre acaba de alumbrar otra hija. El cordón umbilical, recién cortado, sobresale abrupto sobre el ombligo como una marca de la gestación: el misterioso trayecto, oculto a todos los ojos, que se ha atravesado para llegar, precisamente, al mundo: “Lo que está en el agua tiene, en medio de la barriga, algo que me parece la parte superior de una zanahoria, y de eso sale una tira violeta y lastimada que asusta y ofende. Grito y el grito se convierte en llanto” (Oliver 1970, 7).

Tampoco es casual que...

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