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  • Hacia la constitución del maestro ejemplar en el México ilustrado:El caso de Fernández de Lizardi
  • Mariela Insúa

A comienzos del siglo ilustrado, y con el advenimiento de la política de los Borbones, se replantea el sistema educativo en España y en América. El nuevo proyecto de enseñanza de la metrópoli contemplaba – idealmente – la regeneración de la instrucción de criollos e indios, a través de una distribución más ordenada del gasto público. Se pensó que una medida adecuada para obtener mejores resultados en la formación de la infancia era sustituir en muchos casos a los clérigos por maestros más preparados. Por ello, del mismo modo que en España, se organiza un sistema de fiscalización de los educadores, quienes comienzan a ser controlados por los ayuntamientos e inspeccionados por los veedores del Nobilísimo Arte de leer y escribir.1

En las próximas páginas me centraré en la construcción de la imagen del maestro modélico en el México de la Ilustración con especial atención a la obra periodística y narrativa de Joaquín Fernández de Lizardi, prototipo del nuevo hombre de letras y educador nato cuya obra refleja ese objetivo tan presente en la filosofía de los ilustrados de iluminar al pueblo a través de la comunicación de saberes, pero especialmente mediante la mostración de formas de comportamiento positivas que pudieran conducir al bienestar general.

El rol del maestro en el México de la Ilustración

En el siglo xviii, las normativas dirigidas a reglamentar la labor del maestro se incrementan notablemente. Comienza a importar que el docente, ya fuese vinculado a una institución eclesiástica o propietario de escuela, cumpla verdaderamente con lo instituido. Se insiste además en la importancia del maestro como figura modélica [End Page 59] en la sociedad. Algunos concilios provinciales hispanoamericanos de este período recalcan la necesaria reunión de conocimientos y virtud en la labor educadora. Así, por ejemplo, en el IV Concilio Provincial de México de 1771, promovido por el cardenal Lorenzana, entonces arzobispo de México, se enfatiza la importancia de los maestros de primeras letras en la formación de los pequeños, pues ellos tienen en su mano dejar la mejor huella en estos espíritus tan maleables en la primera edad.2 Se indica que el maestro ha de demostrar primeramente que es cristiano viejo y de buenas costumbres, porque un educador puede “inficionar toda una ciudad, y aun todo un reino, con más facilidad que un orador excelente” (112-14); los niños han de ver en el docente un dechado de virtud. Se insiste en que los maestros han de saber muy bien la doctrina cristiana: y no basta el recordarla de memoria, sino que es preciso tener inteligencia de ella para enseñarla sin errores. Con respecto a la lectoescritura, se apunta la necesidad de que los instructores lean con correcta dicción y escriban con buena letra, porque del mal ejercicio de esta función básica se derivan luego grandes males para el sistema administrativo.3

A partir del punto sexto de esta instrucción se aclaran aspectos prácticos relacionados con la organización de los estudios y de la sala de clase: se pide que los maestros enseñen a los niños y las maestras a las niñas para fomentar la decencia y la honestidad; que el docente no abuse del castigo verbal ni mucho menos de los azotes; importa también que las aulas sean amplias y que la casa donde se impartan las lecciones cuente con un patio interior o corral para que los alumnos no tengan que salir a la calle a hacer sus “diligencias corporales”. También se aconseja que las amigas no saquen a las niñas en procesión por las calles, sino que al salir de la escuela las lleven directamente a sus casas para evitar que se extravíen.4 Se sugiere además que se reglamente la apertura de escuelas...

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