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  • El laberinto como destino en Los abismos de la piel, de Lourdes Meraz
  • Luzma Becerra

A continuación estudiaré la primera novela de Lourdes Meraz (Ciudad de México, 1980),1 Los abismos de la piel (2013). Mi lectura propone mostrar la manera en que los cuerpos se materializan performativamente y el modo en que, mediante el proceso de escritura implícita en la trama (recurso metaficcional), se construye el artificio del cuerpo de la escritura que actúa para llegar a ser desde una posición del yo-cuerpo envuelto en el yo-piel,2 o, mejor dicho, en “los abismos de la piel.” Lo anterior supone varias orillas y ningún centro, orillas relacionadas entre sí, en movimiento de apertura a temas como la materialización del Yo corporal, la identificación con narrativas fragmentadas, las realidades e identidades cambiantes, móviles, también nombradas líquidas, que coinciden con aquellas identidades problematizadas al perder la memoria y la identidad personal.

Los abismos de la piel narra la vida de Julia, quien construye su propia historia en tiempo presente. La protagonista está llena de recuerdos que un día desaparecerán, junto con el último vestigio de lucidez; entonces, al final de la diégesis la realidad del presente se convierte en la memoria fragmentada dando paso al olvido . . . y después a la locura. Esto también supone la caída [End Page 7] al vacío aludida como un abismo pensado desde el cuerpo que vive por la apuesta de lo “doliente” como la forma más íntima de la subjetividad.

El fragmento que abre la novela sirve para presentar a la protagonista. No obstante, la autora real problematiza desde el principio la noción de identidad, ya que su voz se confunde con otras (incluso podría ser, por momentos, la misma que la del personaje principal). Además, se configura una voz que viene de la oralidad: “Se dice,” “Hay quien afirma” (59), lo cual sugiere la conjunción de una voz colectiva que añade rasgos imprecisos al personaje protagónico, como si fuera un personaje de leyenda o mitológico, lo que también alude a su cualidad proteica.

Así, el inicio, separado del resto de la narración – por el tono y la voz colectiva que asume –, nos presenta a Julia y, a pesar de que hasta ese instante los lectores desconocemos los pasos de su vida, nos incita a entrar en la lectura de la obra, a comenzar una búsqueda y a sumar nuestra mirada a la de estos otros que dan cuenta de Julia con una dimensión mítica, de “errancia,” de un enigma que se resuelve al final de la novela, cuando la protagonista queda perdida tras sus pasos y tras su propia historia de vida, pues ya se la ha confiado al lector. En este sentido, termina desnuda, sin nada encima: ha entregado la piel. El montaje de esta escena configura un espacio cercano al de la escena teatral. Este primer acercamiento al personaje es de extrañeza para el lector, pues inaugura la ambigüedad que sostiene el discurso de amorodio con los otros personajes: el Minotauro en primera instancia, y en segunda instancia sus padres, recreados como monstruos (por Julia).

La historia de Julia sugiere la piel para edificar su yo corporal. Su voz se escucha a través del monólogo interior, técnica que se combina con la metaficción. Estos aspectos formales empatan con cierta “tendencia” de la narrativa contemporánea de escritoras jóvenes,3 en la que se crean diferentes elementos para la identificación del sujeto como un ser fragmentado. Así, la trama de Los abismos de la piel logra construir, mediante detalles, una unidad parcial reconstruida a partir de la memoria (recuerdos escritos en alusión a cartas no explícitas en el argumento). En relación con esto, vale la pena mencionar que la escritura de Meraz no es lineal, lo que la identifica con la estructura fragmentada y con el hipertexto; en ese sentido, desde posturas epistemológicas deconstructivas lo fragmentario deviene en un tipo de literatura que narra pequeños universos con formas...

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