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  • Y el Taller Martín Pescador
  • Juan Pascoe

Al leer la historia de tu árbol genealógico, veo que tu destino en el ámbito de la impresión y de la música te viene de sangre. Distingo en la figura y en las empresas de tu bisabuelo James (Santiago, para los mexicanos) Pascoe, el comienzo mítico del Taller Martín Pescador. ¿Podrías platicarnos algunas de sus andanzas y de tus posteriores encuentros con su legado?

Comienzo mítico y también inventado: no me crié con la percepción que ahora tengo de Santiago Pascoe, aquel minero, evangelista, novelista, poeta, músico, impresor y editor inglés que viniera a México en 1865. Lo sigo descubriendo en sus escritos y los que las generaciones han dejado; yo refiero su historia de tal modo que se convierte en mi precursor. Llegué a la tipografía independiente de las consideraciones familiares; no así a la música: no por el lado de los Pascoe, sino por el de la familia de mi abuela, los Strozzi Archuleta. Después de que me pusiera a aprender a tocar la concertina inglesa en 1968 descubrí que Santiago Pascoe tocaba el mismo instrumento, sólo que en 1858. Años después de comenzar mi vida en las cercanías de Tacámbaro fui a visitar el sitio donde él se estableció, cerca de Ixtapan del Oro, Estado de México, a un paso de Zitácuaro: resultó ser la misma sierra madre occidental, accidentada, fértil, volcánica, pinera, poética. Puras coincidencias. Lo de “los escritos que las generaciones han dejado” sería la clave: mis parientes han sido escritores, si no de coplas ni historias, sí de sermones.

¿Dada tu educación bicultural, mexicana y norteamericana, qué maestros, experiencias, modelos fueron importantes en tu formación de impresor y tipógrafo en México y en Estados Unidos?

Únicamente hubo un “maestro”: Harry Duncan, profesor de la facultad de periodismo en la Universidad de Iowa. Un pressroom, un cuarto moderno de imprenta, insertado a su casa decimonónica de madera, contenía una prensa de mano Ostrander Seymour, grande y sólida, y una Prouty de pedal; un chibalete con cajas de letra (Cloister Old Style, Goudy Modern, Octavian, Spectrum), un archivero, un librero de metal con montones de libros en venta. Aquí era The Cummington Press. No lo anduve buscando como maestro: simplemente era el único impresor [End Page 41] que conocía (su esposa era mi maestra de arte y mecanografía en el internado); desde México le pregunté si podría recibirme como aprendiz. Él detestaba su trabajo universitario, toda la semana llegaba al anochecer, irritado, cansado: se dirigía directamente al gabinete de los licores y se confeccionaba un martini seco (dijo: el secreto está en el Vermouth; tiene que ser bueno. Puedes economizar con la ginebra) y se plantaba frente a la televisión para ver las noticias, cenaba sin decir una sola palabra. Atendía la imprenta los sábados. Bajaba los escalones a media mañana, cara de crudo, a servirse una taza de café y prender un cigarro (Camel, sin filtro). El domingo era día de guardar. Yo solo en la imprenta entre semana, empacaba libros con recibos mecanografiados y los llevaba a pie al centro del pueblo para enviarlos por correo. Depositaba los cheques en el banco. Me dediqué a hacer proyectos personales (las primeras veinte entradas de mi bibliografía se hicieron en ese año), y me dispuse a leer su archivo: las cartas de los poetas, los manuscritos de los libros. Ahí aprendí lo qué constituía una imprenta artesanal y literaria. Los sábados trabajábamos en la impresión de los libros. En el año imprimimos dos libros y compuse la letra para otro más, The Naming of Beasts por Gerald Stern. Le molestaba mi presencia, pero aprendí lo suficiente para echarme a andar solo.

Ya en México, el impresor que más me llamó la atención era Vargas Rea. Lo vi como representante del verdadero y antiguo gremio de los impresores: era nahualtlato y me habló de “los...

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