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Reviewed by:
  • La vida pasajera
  • Patricia López L.-Gay
Ramos, Víctor Manuel. La vida pasajera. Burgos: ANLE/Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2010. Pp. 167. ISBN 978-84-92909-11-7.

La novela La vida pasajera, de Víctor Manuel Ramos, resultó ganadora del Primer Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE), una de las veintidós que componen la Asociación de Academias de la Lengua Española. Ramos, escritor y periodista dominicano residente en Estados Unidos, publicó en 2005 el compendio de relatos Morirsoñando: Cuentos agridulces; La vida pasajera es su primera novela.

En el epígrafe del autor que introduce el texto, leemos: “mi vida no es realmente mía, sino de todos”. La vida como viaje compartido es el personaje principal de este libro; una vida pasajera, como indica el propio título. Pasajera, por lo transitoria, y pasajera, también, porque diríase que en este cuento de cuentos la vida observa el propio devenir del vivir, tal y como observa el paisaje móvil un viajero recostado en su asiento. Así lo sugiere el narrador omnisciente desde las primeras líneas, cuando nos presenta a Gabriela en un vehículo indeterminado, yéndose—o dejándose ir—no sabemos adónde, o aquel otro momento bien posterior cuando nos revela que Esteban “se siente nuevamente como un pasajero más del destino” (159). [End Page 187]

La obra premiada en este certamen—fruto de la colaboración entre la ANLE y el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua—presenta una saga familiar en toda regla, con amores y brujerías, tiroteos, mafias y contrabando (de identidades), escenas picantes y divagaciones existenciales—divagar en el buen sentido, ese divagar que es también viajar. Gabriela es una de las primeras de la familia Espinal en viajar (emigrar) de la República Dominicana a Nueva York. A Esteban, perteneciente a una generación posterior, le toca en suerte nacer en esa ciudad estadounidense, “hermosa y espantosa a la vez” (25). Con dosis bien repartidas de humor y lirismo, el libro esboza el retrato de una familia bien dominicana y, desde luego, bien neoyorkina: en suma, una familia “hispanounidense”, para usar el útil neologismo ya recogido en el Diccionario de americanismos. En palabras de Gerardo Piña-Rosales, Director de la ANLE—palabras secundadas en el prólogo de la novela por el Secretario General, Jorge Ignacio Covarrubias—la misión del concurso es “fomentar la unidad y defensa de la lengua española en Estados Unidos, un país donde los hispanounidenses han pasado a ser la primera minoría” (9). Desde el centro de la palabra literaria, La vida pasajera logra justamente llevarnos a reflexionar acerca de la fecunda diversidad en que se realiza esa unidad plural de la lengua española.

Podría entenderse que La vida pasajera, obra de corte claramente realista, busca capturar el tejido social hispanounidense. En la prosa cuidada del narrador se intercalan fragmentos que reproducen la oralidad casi táctil de la lengua viva hablada por variopintos personajes. Uno de los mayores logros de la novela es, sin duda, su alta polifonía, relacionada aquí con la medida en que el narrador cede (democráticamente) la palabra a las más diversas voces, todas ellas convincentes. Cual huella que apunta a un aquí y un ahora lingüístico de ciertos sectores de nuestra sociedad, el texto hila el paisaje intercultural hispanounidense con esas voces dispares (en ocasiones marcadamente híbridas; ver, por ejemplo, 110–24). Oscilando entre culturas, la nueva generación de los Espinal—a diferencia de la vieja troupe—habla con desparpajo inglés y español y, lo que es más significativo, siente con desparpajo en inglés y en español, lenguas desde las cuales aprehende el mundo.

Con La vida pasajera, la narrativa no solo baila entre voces, también lo hace entre espacios. El texto va y viene de un Caribe paupérrimo y exuberante a una Nueva York laberíntica, “un caos de formas geométricas y calles estrechas que no llevan a ningún lugar en...

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