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  • Las escritoras del 27 y los cometas
  • Isabel Navas Ocaña

Hace poco tuve la oportunidad de presenciar la puesta en escena hecha por el Teatro Lliure de la novela 2666 del escritor chileno Roberto Bolaño. En la primera parte de la obra, cuatro personajes, todos ellos críticos literarios profesionales, discurren, se interrogan y persiguen sin mucho éxito la figura de un enigmático escritor alemán al que han convertido en objeto de sus devociones, Benno von Archimboldi, de cuya biografía se conocen muy pocos datos. Nadie sabe dónde vive, se sospecha que Archimboldi no es su verdadero nombre, y su pista se pierde en el año 2001, en un viaje que al parecer realiza al norte de México. La vida de estos cuatro críticos queda indisolublemente unida a la de Archimboldi, que es poco menos que un fantasma, una sombra que siempre acaba por escaparse, un ente imposible de alcanzar. Muchos de los que presenciamos esta representación, que compartíamos con esos cuatro atormentados críticos literarios la pasión por la literatura, no podíamos menos que sentirnos un tanto retratados. Porque perseguir fantasmas, y perseguirlos con auténtico denuedo, con vocación casi policíaca, quizás sea una buena definición de la crítica literaria.

Lo que sí puedo asegurar es que de todos los fantasmas que yo personalmente he perseguido a lo largo de mi vida, las escritoras del 27 han sido de los más amables, de los fantasmas más entrañables y acogedores, de los que más sabiduría y más luz le han proporcionado a mi vida.

Es cierto que en ningún caso he llegado hasta ellas de manera directa, que siempre ha mediado entre ellas y yo algún célebre escritor o artista, que leí antes, mucho antes a Alberti que a María Teresa León. Pero, cuando leí a María Teresa León, cuando leí su extraordinaria Memoria de la melancolía (1970), la “cola del cometa”, como a ella [End Page 241] misma le gustaba llamarse aludiendo a la posición siempre secundaria que había asumido, al parecer con gusto, tras su matrimonio con Alberti,1 la “cola del cometa” alumbraba a ratos si cabe aún más que el cometa entero, y su estela me acompañaría ya para siempre.

Leerle algunos cuentos de Rosa-fría, patinadora de la luna (1934) a mi hijo y ver su cara de sorpresa y su ensimismamiento, su esfuerzo por descifrar las imágenes del libro, fue una experiencia deliciosa. Mi hijo enseguida entró en el juego de que aquello que yo le ponía por delante no era un cuento al uso y empezó él también a ejercitar sus artes detectivescas.

Otras “colas de cometa”, otras “mujeres sombras”, como las llama María Teresa León, brillan hoy con luz propia: “Zenobia Camprubí acaba de recibir el Premio Nobel”, escribe María Teresa León en Memoria de la melancolía (310), cuando se hace eco de la concesión del Nobel a Juan Ramón Jiménez. Y apostilla: “¿Y sin Zenobia, hubiera habido premio?”. Y desde Zenobia a María Lejárraga, escondida detrás de un alter ego, por decirlo de una manera elegante, un alter ego que firmaba los ensayos y las obras teatrales que ella escribía y que resultó ser nada menos que su marido, Gregorio Martínez Sierra.

Pero a María Teresa León llegué además a través de Miguel de Cervantes y de Gustavo Adolfo Bécquer. Mientras preparaba un ensayo sobre Las mujeres del Quijote,2 la biografía novelada de Cervantes, escrita por María Teresa León en 1978, y publicada recientemente con el hermoso título de Cervantes, el soldado que nos enseñó a hablar, me sorprendió y me cautivó sobremanera. Y lo mismo me sucedió hace apenas unos meses, mientras me afanaba en un estudio sobre las mujeres de las Rimas de Bécquer, con otra biografía también novelada del poeta sevillano, El gran amor de Gustavo Adolfo Bécquer (una...

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