• Ni a tontas ni a locas: La narrativa de Cristina Rivera Garza

Desde fines del siglo XIX, durante el Porfiriato, y más aún en las primeras décadas del siglo XX, México se propuso ingresar en la modernidad. En dicho proceso la lucha de clases se expresó, entre otras formas discretas o abiertamente manifiestas, por el dominio sobre el cuerpo del otro. Los “científicos” formaban parte de los niveles sociales dominantes, fueron el brazo intelectual del neofeudalismo que cedía el paso a la burguesía. Con este desplazamiento económico-social se celebró la vivaz y productiva modernidad mexicana; la Revolución de 1910 culminó el proceso de desplazar el poder desde ciertos sectores privilegiados hacia otros —que tal vez eran los mismos— limitando, aunque sin ceder, los mecanismos del uso del poder. Estos mecanismos fueron simplemente modernizados.

El discurso ideológico sobre el pueblo como beneficiario del cambio fue la cara aceptable de la modernidad. Pero esa modernidad implicaba también empezar a limpiar las calles de prostitutas y dementes (“populacho, léperos y pelados”), para que esos espacios fuesen ocupados por la sociedad sana — sociedad que se encargó de construir instituciones modelos para controlar las enfermedades venéreas en el Hospital Morelos, o las de la locura, en el manicomio de La Castañeda, que el supremo Porfirio Díaz inauguró en 1910 en una ex-hacienda de Mixcoac.

El control reglamentario de la prostitución fue anticipado, hacia 1867. Legisladores, científicos y médicos practicantes se dedicaron a sus tareas. Y el estado (moderno o cada vez más moderno) pudo dedicar parte de sus recursos a controlar las actividades del bajo vientre y las de la cabeza, los desórdenes de la sexualidad y los desórdenes de la siquis.

¿Quién y dónde nos entrega información y análisis sobre estos temas, así como preciosos datos histórico-sociales, en un relato seductor sobre la relación entre los poderes político, social y económico de las clases sociales y el control del cuerpo, la formación del género y la del estado mismo en su continua configuración? La autora se llama Cristina Rivera Garza y su trabajo, The Masters of the Streets. Bodies, Power and Modernity in Mexico, 1867–1930, tesis con la cual la autora se doctoró del Departamento de Historia de la Universidad de Houston en 1995. [End Page 33]

Interesante elección de tópicos: Rivera Garza recogió de las calles de México, en el período señalado, dos constituyentes que no alcanzaban a asumir ninguna “ciudadanía”, porque eran desechos (sexo y locura) que el sistema, precisamente para modernizarse, debía controlar y encerrar. Encerrar en hospitales o en burdeles de zonas de tolerancia, o encerrar en manicomios con la debida atención médica y la dedicación de la ciencia por los más desvalidos.

Es indudable y admirable en este ensayo de historiografía no sólo el acopio de información sobre temas poco habituales en la investigación mexicana, sino también o ante todo, la profundidad y la novedad de los conceptos analíticos y teóricos articulados a partir del dato histórico y de la reflexión sobre cómo entenderlos. Todo lo cual le da al ensayo (o “disertación”) un valor extraordinario que hace aún más increíble el que no haya sido aún publicada como libro.1

Ahora lo que deseo destacar es una lúcida advertencia de la autora, en la página 33.

The Masters of the Streets is not a history of the welfare institutions in Mexico, nor a history of prostitution or insanity (each topic require and deserve a dissertation of its own). Instead, I use elements of those histories to introduce a story of the highly dynamic and contested relations of power that sprang up from diverse and overlapping understandings of the body during the late nineteenth and the early twentieth century in Mexico. This is a work intentionally full of rough edges, angles, sudden interruptions and arrests. This text does not tell a story the way it really was but tries to capture a few moment of danger in a kaleidoscopic montage that welcomes contradictions and challenges order”.

[“The Masters of the Streets no es una historia de las instituciones de beneficencia en México, ni una historia de la prostitución y la demencia (cada uno de estos tópicos requiere y merece una disertación en sí misma). En vez, uso elementos de esas historias para introducir el relato de las relaciones de poder, sumamente dinámicas y conflictivas que surgían de comprensiones diversas y sobrepuestas del cuerpo durante el final del siglo diecinueve y el comienzo del veinte en México. Este es un trabajo intencionalmente lleno de costados, ángulos ásperos, interrupciones y paradas súbitas. Este texto no cuenta una historia de la manera en que realmente sucedió sino que trata de capturar unos pequeños momentos de riesgo en un montaje caleidoscópico que le da la bienvenida a las contradicciones y desafía al orden”].

Interesa tener presente esta descripción —tan precisa, tan bien explicada— de lo que no es y de lo que quiere ser su ensayo, porque cuatro años más tarde, en un orden totalmente diferente de escritura —en el orden novelístico— se la podría recuperar exactamente para caracterizar ahora a una de las mejores novelas publicadas en México en el último cuarto de siglo: Nadie me verá llorar (1999). Una novela dedicada, ella también, a “capturar unos pocos momentos de peligro en un montaje caleidoscópico que le da la bienvenida a las contradicciones y desafía al orden”.

Nadie me verá llorar es una novela, por lo tanto, un texto de ficción. Tiene sus propios códigos diferentes a los de una investigación socio-histórica. Gira centralmente en torno a una historia de amor/obsesión de un fotógrafo por una prostituta y loca. Joaquín Buitrago, fotógrafo de meretrices así como de enfermas [End Page 34] mentales (“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”) identifica en una demente de La Castañeda, Matilda Burgos, a una prostituta que él conociera años antes en La Modernidad. Tiene cómo hacerlo: su ojo es cámara, su cámara o daguerrotipo es el equipo necesario de “identificación”, y así como la fotografía se empleaba en el control de las mujeres de la calle como una forma de identikit sanitario y policial, también servía para llevar el control en los manicomios. Como las mariposas en la colección de un entomólogo, la sociedad sana y su brazo científico, han pretendido siempre fijar la identidad de aquellos a quienes es necesario ayudar y al mismo tiempo alejar, aislando. Y qué mejor fijador que el de la fotografía.

Es cierto que esta historia de amor encierra otras historias, de amor o no. De amor es la que se desarrolla entre Matilda y Diamantina Vicario (la del overoll en vez de faldas), o entre Matilda y Ligia, pareja lésbica y teatral, junto con historias diversas como la del doctor Eduardo Oligochea con su prometida Cecilia y con Mercedes Flores (“la Florencia Nightingale del Partido Liberal Rojo”); la de Marcos Burgos el tío de Matilda, o la historia de Cástulo Rodríguez, “azote de los patrones y rabia de los desamparados”; o la de Joaquín y su primera mujer llamada también Diamantina. O la de Paulo Kamáck en las minas de Real de Catorce. Lo que ocurre es que al mismo tiempo que la novela desarrolla historias particulares, se desenvuelve la “otra” historia grande de México, la que va, como señalé antes, desde el fin del XIX al comienzo del XX.

En este sentido, para organizar sus historias individuales múltiples —a veces secuenciales, a veces simultáneas—, en el contexto de la Historia mayor —la que simplemente llamamos Historia— Rivera Garza puso en práctica “la estrategia hermeneútica alternativa” que le inspiró Walter Benjamin, uno de sus ensayistas de cabecera mientras se formaba en el doctorado en historia. Esa hermenéutica podía desarrollarse en torno a “`small, particular moments, visible events and objects embedded with the `total event of history”.2 [“momentos pequeños y particulares, visibles eventos y objetos integrados al `evento total de la historia’”] Su novela, entonces, se desenvuelve en torno a momentos particulares, aparentemente (o realmente) disgregados entre sí, sin la necesidad de esforzarlos a formar parte de un hilo cronológico tal como entendemos convencionalmente el discurso histórico. Y sin someterlos a contextualizaciones puesto que ellos son su propio contexto.

Si en la disertación historiográfica no debía leerse “la historia como en realidad ocurrió”, tampoco en su novela el lector debía seguir parámetros convencionales. Porque el desafío y la ambición consistían en unir en su dialéctica lo pequeño y lo mayor, el individuo y la sociedad, los sucesos cotidianos y el discurso histórico, lo general y lo concreto. Esta relación podía definirse (y alguna vez se hizo) con la observación de Gyorg Lukács en el sentido de que la totalidad sólo puede ser percibida a través de lo individual —lo que él llamaba el tipo. En este sentido, Lukács pudo haber inspirado a Carlos Fuentes, quien desde La región más transparente a La frontera de cristal ha trabajado el tipo a través del mito, haciendo que el individuo signifique identidades simbólicas característica del país, [End Page 35] del estado, de la Nación, de un estamento.

Cristina Rivera Garza trabaja en las antípodas de este sistema. No pretende que sus personajes simbolicen realidades amplias y abstractas. Ella respeta la circunstancia por ser circunstancia, lo esencial por ser esencial. Sigue trabajando en lo pequeño (la lección de Banjamin), porque de esas pequeñas partes se compone el total de la historia. Ahí se demuestra un riesgo, un desafío, una sabiduría narrativa, un lúcido manejo simultáneo de dimensiones diferentes de lo circunstancial y lo trascendente.

Esos pequeños momentos particulares que ella cita a partir de Benjamin son también los pequeños momentos de riesgo que fueron luego enhebrándose en su novela.

La que habría que formular, en todo caso, no es la pregunta con que se abre Nadie me verá llorar y que luego se reitera a lo largo de la novela: “¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?” No esa pregunta entonces, sino esta otra: ¿Cómo se convierte uno en un novelista, a partir del estudio de la historia? ¿Cómo se consigue el paso de la ciencia a la literatura? ¿Cómo consigue el hecho histórico constituirse en lenguaje?

Estas últimas preguntas me interesan porque en The Masters of the Streets, Rivera Garza se propuso también estudiar los lenguajes, y en su novela Nadie me verá llorar los personajes están obsesionados por el lenguaje. En ambos órdenes, el lenguaje parece ser todo.

El lenguaje es una herramienta, un útil, una circunstancia, y a la vez una totalidad inseparable de la capacidad de pensar y de las formas de pensar (la ideología). Por eso, cuando Rivera Garza enfoca su atención en la historia de las instituciones de salud, advierte cómo éstas proporcionan “un espacio social y cultural en el que médicos, siquiatras, higienistas y ginecólogos usan el lenguaje de la medicina para establecer reglamentos sobre las enfermedades y `vicios’ del sector urbano pobre, especialmente en este caso, las prostitutas y los insanos” (p. 16).

Es por ello que su ensayo no pretende ser una historia de esas instituciones sino, en primer lugar, un análisis del lenguaje con que el estado prohijó a sus instituciones, las teorizó y las justificó. El discurso concurrente del control y de la modernidad. Y un análisis de cómo muchas veces ese lenguaje `de arriba’ choca con los otros lenguajes, ante todo con los de abajo, los lenguajes de la calle y el populacho.

Así es como Rivera Garza estudia en su ensayo los lenguajes, y en su novela crea un lenguaje a la vez que explora (a través de sus personajes) el lenguaje.3 Estamos, al fin, en el centro de lo literario.

El fotógrafo Joaquín Buitrago, ansioso por confirmar la identidad de Matilda, intenta conseguir los expedientes médicos de la enferma que posee (controla) el doctor Oligochea, siquiatra principal de La Castañeda. Así venimos a conocer a este otro personaje, que por derecho propio se hace fascinante especialmente por su relación reflexiva con el lenguaje, y porque nosotros, como lectores, podemos comenzar a sospechar que una relación agónica similar es la [End Page 36] que mantiene la autora con la escritura de su novela.

Leo en Nadie me verá llorar:

“Expedientes sobre el escritorio. Telegramas que indagan por el estado de salud de ciertos pensionistas. Ordenes de defunción. Actas de la sexta demarcación de policía. Las manos de Eduardo Oligochea yacen sobre los papeles amontonados, inertes. Tras sus anteojos la mirada perdida. El aturdimiento de todas las historias se vuelve insoportable ciertas tardes de invierno. En diciembre todo es gris fuera, dentro. A veces, cuando se deja embargar por la desolación y se olvida de los libros, duda de la posibilidad de encontrar los nombres correctos para cada padecimiento. A veces, cuando se cansa de tachar viejos diagnósticos al final de las hojas de los interrogatorios, se pregunta por la mano que a su vez tachará los suyos en el futuro”.4

Este pasaje dedicado a crear y contar la historia de Eduardo Oligochea se titula “Todo es lenguaje”, y en él, como en The Masters of the Streets, Rivera Garza señala la colisión o choque entre el lenguaje de la ciencia y el de los enfermos. La función del siquiatra y del novelista —cada uno en su esfera de influencia— consiste en articular puentes de comunicación entre mundos distantes, complementarios o antagónicos.

La novela usa el documento y la ficción. Los documentos reales, los textos autobiográficos de las enfermas se incorporan con otro tipo de letra, distinguidos de la autoridad ficcional. Inversión y fusión de series: Rivera Garza emplea elementos documentales en su ficción,5 como había usado dispositivos ficcionales en su libro de investigación.

Mientras escribía su tesis de doctorado, Rivera Garza descubrió una película de Jim Jarmush: Mystery Train (1989), en la que este innovador escritor y cineasta desenvolvía tres historias aparentemente sucesivas y en realidad simultáneas.6 La historiadora adaptó el dispositivo narrativo (o al menos el concepto) para su estudio, sobre la base de que la escritura secuencial de la historiografía en realidad deforma la simultaneidad de muchos hechos o su pertenencia al mismo momento.

“The stories [prostituas y locas] occur at the same time and in the same place, but each one embodies strategies and force relationships coming from distinctive spaces of the social and cultural life of the city. And they both collide and converge in this text”

(p. 32).

[“Las historias [de prostitutas y locas] ocurren en el mismo tiempo y en el mismo lugar, pero cada una encarna estrategias y obliga a vinculaciones que vienen de espacios específicos de la vida social y cultural de la ciudad. Y ambas coliden y convergen en este texto”].

Entonces intentó agudamente corregir (o compensar) la mencionada debilidad del discurso histórico, que es también un rasgo y una debilidad del discurso literario según Ferdinan de Saussure: el leguaje es sucesivo y no simultáneo.

Si insisto en citar conceptos de una disertación de doctorado es porque en dicho orden, por sus propios códigos cognoscitivos, es posible anotar aspectos que podrán luego apreciarse en la novela sin el beneficio de la transparencia [End Page 37] explicativa.

En su novela, Rivera Garza no empleó estrictamente la estructura narrativa de Mystery Train, porque lo que sucede en ella se extiende en un largo período histórico. Sólo que, dentro de ese período, muchas cosas son simultáneas y es preciso darles el espacio novelístico que merecen sin hacerles perder su cualidad sincrónica. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo referir narrativamente lo simutáneo y lo sucesivo? De algún modo, la escritora multiplicó el recurso de Jarmush y nos entregó una novela compleja porque lucha contra el facilismo y la deformación intrínseca de lo cronológico y produce un texto narrativo que parece “ir-y-venir” cuando en rigor está colocando todo en una trama presente, que es la de su escritura.

Resulta fascinante comprobar cómo un texto de investigación se nutre de recursos artísticos. De algo tan insólito como un film de Jarmush. Veamos cómo un texto artístico se nutre de la investigación. Es claro que en gran medida la novela proviene de la investigación: en aquélla están desplegados los fundamentos de ésta. Pero pasar de la epistemología al arte no es fácil ni hay recetas, por lo cual mi pregunta sigue en pie: ¿Cómo se convierte uno en un novelista, a partir del estudio de la historia? Más aún: cuando la novela no sólo no esconde sino que exhibe orgullosamente sus fuentes de conocimiento — como se hace en las “Notas finales” de Nadie me verá llorar, pasando lista a las fuentes primarias bibliográficas. No sólo su propia tesis de historia está allí referida, también el magnífico libro La Casa de Citas (1995) de Ava Vargas en lo que respecta al tema de las fotos de prostitutas y burdeles; el cultivo de la vainilla del capítulo 3 fundado en el libro Papantla (1987), o la “información histórica, geográfica y mineral de Real de Catorce” de su capítulo 6 en el libro sobre el Real de Minas (1986) de Rafael Montejano y Aguiñaga para narrar la historia de Kamáck; o libros como el de Petroski, Engineers of Dreams (1996) para desenvolver la historia de la ingeniería, de este mismo personaje; e incluso los expedientes hospitalarios de Modesta Burgos (“la enferma que hablaba mucho”) y que aparecen reproducidos verbatim.

En este aspecto Nadie me verá llorar se aproxima a una tendencia ya reconocible en la novela contemporánea.7 Cuando Roberto Bolaño se refiere minuciosamente a la historia de la conservación de las iglesias europeas, en un largo módulo de su novela Nocturno de Chile (2000); cuando Jorge Volpi revisa en su novela En busca de Klingsor (1999) el trabajo de los científicos alemanes de la época nazi; cuando Santiago Gamboa narra en Los impostores (2002), la aventura de una serie de personajes multinacionales que buscan un manuscrito chino, es fácil advertir cómo cada uno de estos textos fue anticipado por largas horas de estudio e investigación, probablemente porque todos ellos se nutren, en dicho sentido, de la lección enciclopédica del “abuelo” Borges. Esta modalidad de la novela latinoamericana contemporánea añade “erudición” al cosmopolitismo. Y la novela de Rivera Garza coincide con ella parcialmente. Su investigación (vainilla, ingeniería, minería) completa lo realizado en la disertación doctoral que se realizó autónomamente y no como desbroce de terreno para escribir una novela.8 Otro elemento la diferencia: ella trabaja al interior de la cultura mexicana, lejos del [End Page 38] cosmopolitismo, pese a su formación bilingüe y multicultural.

Me interesa ahora regresar al tema del lenguaje en la novela. La distinción entre los dos lenguajes (el que viene de arriba, de la ciencia, y el que viene de abajo, de los enfermos y el populacho) es nuevamente clara aquí. El capítulo titulado “Todo es lenguaje” se centra en el personaje del doctor Oligochea. Leo un pasaje:

“Todo es lenguaje. Los maestros con que [Oligochea] comenzó a explorar el laberinto de la mente hablan un idioma, y los enfermos recluídos dentro de los muros de La Castañeda, otro diferente. Su tarea es traducirlos, para encontrar los puentes invisibles que van de uno a otro, y cruzarlos”.

La voz autorial comenta que este proceso está lleno de peligros, hay “zonas empantanadas”, “áreas resbaladizas”. Mientras Oligochea lee los documentos legados a la historia por aquellos enfermos, también toma conciencia del lenguaje — de los riesgos como de su necesidad — y aquí la novela pone una distancia entre la voz del científico y su voz autorial y poética. Aquí es la escritora quien resume, con una síntesis de prosa omnisciente y estilo libre indirecto, lo que aquellas confesiones de las locas expresan y transmiten. Dice:

“Las confesiones nunca son exhaustivas, nunca completas. En los edificios del lenguaje siempre hay pasillos sin luz, escaleras imprevistas, sótanos escondidos detrás de puertas cerradas cuyas llaves se pierden en los bolsillos agujereados del único dueño, el soberano rey de los significados. Pero ahí, frente a él, extrañado y dolido al mismo tiempo, Eduardo se da cuenta por primera vez de que esos lugares secretos no están ocultos como objetos voluminosos bajo una manta, sino que están expuestos al mundo, protegidos únicamente por su transparencia”

(p. 91).

En pasajes como éstos, en párrafos como los que acabo de citar es donde se asienta la poesía, y la literatura en plenitud, aunque su objeto de reflexión pueda ser epistemológico. Lo poético está en la precisión y el rigor con que un lenguaje fáctico celebra sus bodas con un lenguaje metafórico. En ambos hay precisión y rigor, lejos del mito de que precisión y rigor sean elementos exclusivos de la ciencia. El haberlos combinado o alternado o conjuntado, a su vez, con tanta precisión y rigor, le da a la prosa de Rivera Garza la condición perfecta de la más alta literatura.

Y si aún se tienen dudas, léase, en una novela tan abundante de historias de amor, esta misma combinación de “obstinado rigor” y precisión expresivas (durante la historia de Kamáck): “El amor no se puede contar. El amor es inicuo. Está hecho de gestos anodinos y costumbres difíciles de cambiar. El amor es los años que pasan uno tras otro sin variar. En el desierto, el amor es una planicie donde no crece nada, una mina que escupe plata de cuando en cuando, un párroco que se muere, la falta de agua. El amor es lo que hay bajo la lengua cuando se seca y a un lado de los pasos cuando no se oyen. El amor es un sauce a orillas del cementerio de Venado, y las ruinas abiertas del edificio del Diezmo, a un lado del Palacio Municipal. El amor es una tonadilla, apenas una canción” (p. 166). [End Page 39]

Tal vez —concluyo— mi pregunta estaba equívocamente planteada. En el caso de Cristina Rivera Garza no se trata de preguntarse cómo se vuelve uno escritor o poeta después de ser ensayista o científico. Porque el poeta y el escritor están antes. Estaban en el leguaje, latentes en el ensayo y plenos en la literatura. Esa es su casa: el lenguaje. “Todo es lenguaje” es su cosmología. Estaban en la sensibilidad verbal con que se ordena el cosmos en una realidad imaginaria. Estaban en la seducción sensual e intelectual del verbo, en su materialidad y en su concepto, y en los modos en que las palabras construyen el conocimiento de la realidad y de la historia. El poeta preexiste. Estaba en una poesía intimista y a la vez hermética —como toda aquella que ha aceptado la inspiración radical y necesaria de César Vallejo. Poesía que, por ejemplo, en 2005 vino a confluir en los tres libros de Los textos del yo. Y estaría luego también multiplicada en las páginas obsesivas de La cresta de Ilión (2002); multiplicada porque a las propias incertidumbres (de identidad, de realidad, de sanidad) de sus atmósferas y personajes le acerca aquí los ecos de una literatura igualmente transgresora, perturbadora y sombría: la de Amparo Dávila. Novela en la que resurgen los dobles (como las dos Diamantinas de Nadie me verá llorar), una mujer Traicionada y a la vez Traidora, y una Falsa Amparo Dávila y una verdadera (que es a la vez falsa en términos realistas). Estaba en los primeros cuentos, aquellos de La guerra no importa (1987–1991), cuyo primer relato, pese al epígrafe de Henry Miller, comienza tan faulknerianamente y a la vez conciente del lenguage, del nombrar: “Lo primero que aquella mujer me dijo fue que esperaba a su hombre. No a su marido, no a su compañero y amigo,dijo sencillamente que estaba esperando a su hombre desde hacía dos horas” (p. 9). Y estaría a su vez en los cuentos de Ningún reloj cuenta esto (2002), aludiendo en el título a cierto carácter de lo inefable (que no hay habla o fabla posible, que el habla tiene límites) del mismo modo que lo hacía el verso de Ted Hugues que lo inspiró. Y estaría nuevamente en Lo anterior (2004), su relato más abstracto, disipativo, enigmático, que podría describirse como un pean a la idea del amor en tanto construcción real y ficticia a la misma vez.9

El historiador necesita formarse. En cambio el poeta, cuando está, está desde el comienzo. Con el tiempo y la experiencia sólo refina su lenguaje.

Jorge Ruffinelli
Stanford University

Footnotes

1. Mi “ejemplar” es una fotocopia de la UMI Dissertation Services, Ann Arbor, Michigan.

2. The Masters of the Streets. Bodies, Power and Modernity in Mexico, 1867–1930, diss., p. 27. Cita a Benjamin también en una entrevista a propósito de Nadie me verá llorar. Cf. Emily Hind, “Entrevista con Cristina Rivera Garza”, en Entrevistas con quince autoras mexicanas. Frankfurt am Main: Iberoamericana Vervuert, 2003, p. 193.

3. Uno de los aspectos más inquietantes para el narrador de La cresta de Ilión (2002) consiste en advertir que entre su ex-amante (La Traicionada) y la Falsa Amparo Dávila han creado un idioma al que él no accede (aunque al final lo haga, brevemente). Se siente marginado del triángulo precisamente por el lenguaje, y éste se vuelve un tema obsesivo.

4. Cristina Rivera-Garza: Nadie me verá llorar. México: Tusquets Editores, 3a. edición, p, p. 77–78. [End Page 40]

5. Al punto de hacerlo incluso en la poesía. El texto 24 del primer libro de Los textos del Yo, “La más mía” es un informe médico textual sobre el padecimiento de la madre de la autora, recurso inusual en la poesía pero adecuado al discurso poético de ese libro. Los textos del Yo. México: FCE, 2005, p. 73.

6. Lo mismo haría, ampliándolo, en su siguiente film, Night on Earth (1991).

7. Así como Nadie me verá llorar se “acerca” a esta tendencia, sus novelas posteriores serán cada vez más elusivas y abstractas. Lo anterior (2004) es un ejemplo de esta evolución, gracias a la cual, por ejemplo, el lenguaje, en vez de ser “todo”, es nada: “…esa gran nada que es el lenguaje mismo” (p. 143). En Lo anterior, de todos modos, hay trazas de Nadie me verá llorar y de La cresta de Ilión, como el hecho enigmático de la disipación de la identidad de género: “…la historia de una mujer contando la historia de un hombre que es sólo una mujer”, p. 161.

8. Una novela tan abstracta como Lo anterior incluye, sin embargo, cierta investigación para un capítulo. Lo reconoce la propia escritora: “… creo que mi profesión de historiadora está en todo lo que hago. Para este libro hice investigación sobre historia de la ventriloquía”, en: Cortés Koloffon, Adriana: “El cuerpo del deseo”, Siempre!, 23 de mayo de 2004, pp. 67.

9. Se encontrarán en la literatura pocas descripciones más nihilistas y abstractas del amor, y a la vez más precisas y “científicas” que la presentada en Lo anterior (2004): “Le diría: un ente (masculino, femenino, neutro, polimorfo) identifica a otro (masculino, femenino, neutro, polimorfo) y deciden (basados en datos apenas existentes) conocer lo que serían con la intromisión del otro. Todo esto ocurre en un punto del tiempo (el invierno, demasiado tarde, por anticipado) y en un lugar (el lugar es lo de menos). Ese proceso, annadiría después, no es más que una descompostura interna que, justo como el dolor, reta cualquier capacidad explicativa del lenguaje. Si se da, si ocurre, el proceso es innombrable. Si se da, si ocurre, el proceso sólo podría ser descrito cabalmente con la palabra nada. Si se da, si ocurre, el proceso sólo puede existir después” (p. 109).

Libros de Cristina Rivera Garza

La guerra no importa (cuentos 1991 / Premio 1987) La más mía (poesía 1998) Nadie me verá llorar (novela 1999) La cresta de Ilión (2002) Ningún reloj cuenta eso (2002) Lo anterior (2004) Los textos del yo (2005) La muerte me da (2007)

Bibliografia

Rivera Garza, Cristina: “Becoming mad in revolutionary Mexico: mentally ill patients at the General Insane Asylum, Mexico, 1910–1930”, en: Roy Porter and David Wright, eds.: The confinement of the Insane. International Perspectives, 1800–1965. Cambridge University Press, 2003, pp. 248–272.
———. “La vida en reclusión: cotidianidad y estado en el Manicomio General La Castañeda (México, 1910–1930), pp. 179–219.
Cortés Koloffon, Adriana: “El cuerpo del deseo”, Siempre!, 23 de mayo de 2004, pp. 66–67.
Hind, Emily: “Entrevista con Cristina Rivera Garza”, en Entrevistas con quince autoras mexicanas. Frankfurt am Main: Iberoamericana Vervuert, 2003, p. 193.
Roberts-Camps, Traci: “Abjection, Nation, and the Prostitute’s Body in Cristina Rivera Garza’s Nadie me verá llorar”, en: Scott, Renée and Arleen Chiclana y González, eds.: Unveiling the Body in Hispanic Women’s Literature. Lewinston: The Edwin Mellen Press, 2006, pp. 81–99. [End Page 41]

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