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El pájaro: pincel y tinta china (1997); Una extraña entre las piedras (1999); El viejo, el asesino y yo (2000); La sombra del caminante (2001); Cien botellas sobre una pared (2002); Djuna y Daniel (2008)

¿Qué te gustaría leer en las próximas dos décadas? Y a la inversa, ¿qué tipo de literatura te resulta hoy tan desdeñable que podría desearse que desapareciera del horizonte de lecturas?

—No digamos ya leer, no sé si me gustaría vivir dos décadas más. No es que me sienta especialmente deprimida, no, no, qué va, si soy de lo más alegre… Lo que pasa es que dicho así, “dos décadas”, parece demasiado tiempo…

Ahora mismo, me encantaría echarle un vistazo a las novelas de este señor, Naipaul o algo así, el del Nobel. Alguien le preguntó qué significaba el circulito que se ponen o se pintan sobre el entrecejo las mujeres hindúes, y él [End Page 7] dijo “Significa: no tengo cerebro”, o algo por el estilo. Me hizo gracia. Yo nunca había leído o escuchado a nadie, en ninguna parte, referirse a algo de la India con tanto desparpajo. Para mí ése era un país “lejano y misterioso”, profundo, poético, antiguo, enigmático y, sobre todo, muy serio. A lo mejor la India de este señor es diferente, quiero decir, más próxima, accesible, a escala humana, más parecida, en fin, a lo que supongo sea la India verdadera.

También me gustaría leer a otros escritores de los que ya he leído algo y me ha gustado: Don DeLillo, Martin Amis, Paul Auster, Philip Roth, Toni Morrison, Raymond Carver, Bret Easton Ellis, Patricia Highsmith, Javier Marías, Jonh M Coetzee… Aquí los libros no son muy fáciles de conseguir. Uno lee lo que bien puede, lo que el escuálido bolsillo le alcanza para comprar, lo que le regalan, lo que le prestan, en fin, cuenta mucho la casualidad. En general, me doy cuenta de que he deseado ardientemente leer algo justo cuando lo estoy leyendo.

Sobre la literatura execrable, infame, canalla y vil, no me la tomo demasiado a pecho. A decir verdad, me importa un bledo. Si a alguien le gusta, pues que la disfrute. No tiene por qué desaparecer. De cualquier modo, aunque yo lo quisiera, no desaparecería.

Cómo describirías tu propia literatura? ¿Por qué escribes?

No sé. No la describiría. ¿Para qué describirla? Con escribirla es suficiente, y quién sabe si hasta eso sobra.

Creo que a veces resulto simpática, que hago reír. O por lo menos me gustaría que así fuera. Otras veces no resulto tan simpática: hago un chiste y algunos lectores se ofenden y mascullan, no sé por qué. A lo mejor era un chiste muy malo, o a lo mejor son ellos los que tienen poco sentido del humor. Vaya uno a saber.

Hay quienes opinan que lo que escribo es perverso, que sólo me ocupo de gente depravada. O que es oscuro, difícil, enmarañado. O que me paso de sarcástica. O de pesimista. Que no escribo como se supone debe hacerlo una mujer de veintinueve, sino un hombre de cincuenta.

Me han acusado de elitismo, de evasión, de arrogancia, de agresividad, de falta de respeto (?), de vivir en una torre de marfil (¡ojalá!), de toda clase de maldades. Hay quien me ha mirado con rabia y hasta con temor. (¿Se estarían burlando?) Hubo una vez un periodista, en una emisora radial de Madrid, que en el transcurso de una entrevista en directo sintió la profunda necesidad de aclarar a sus oyentes que yo era —pese a todo— una muchacha suave y dulce, con cara de ángel… En el fondo, la verdad es que no sé. Todo esto me confunde. Es muy difícil ser objetivo con uno mismo.

¿Cómo que por qué escribo? ¿Qué clase de preguntica es ésa? Hum…—me rasco la cabeza—. Podría decir que escribo para entretenerme; o para entretener a mis amigos, mis cuatro gatos, los lectores de siempre y también a quienes no conozco; o para fastidiar a los que prefieran fastidiarse; o para consolarme ante la imposibilidad de realizar mis verdaderos sueños, que consisten en ser piloto de la NASA o agente secreto del Mossad (esto me pasa por leer a Tom Clancy) o la [End Page 8] reina de Inglaterra; o porque soy una pícara que no me resigno a ganarme la vida honradamente; o porque necesito de vez en cuando sentirme un dios todopoderoso y vengativo, con una espada flamígera… En fin, podría responder cualquier cosa. Pero ninguna verdadera. O no del todo verdadera. Porque la razón última, suponiendo que exista, la ignoro. Escribo por lo mismo que me levanto cada mañana: porque sí. Y si se puede ganar dinero, mucho mejor.

¿Qué escritores de tu país te parecen más interesantes? ¿Y de otros países? (¿Por qué?)

—De mi país, me parecen bien interesantes Lino Novás Calvo (Pedro Blanco el negrero, “La noche de Ramón Yendía”), Carlos Montenegro (Hombres sin mujer), Ramón Meza (Mi tío el empleado), Reinaldo Arenas (Antes que anochezca, El color del verano), Alejo Carpentier (El reino de este mundo, El siglo de las luces), Virgilio Piñera (Pequeñas maniobras), Lezama Lima (Paradiso), Guillermo Cabrera Infante (La Habana para un infante difunto), y algún otro… Esto, en lo referido a la narrativa. Porque Lezama es ante todo un poeta y Virgilio Piñera es más sabroso como dramaturgo, principalmente en su teatro del absurdo (este Virgilio tan burlesco me simpatiza a pesar de los “virgilianos”, quienes lo han convertido en objeto de culto y son una cuadrilla de pedantes a los que más vale sacarles la lengua y seguir de largo). Por otra parte, José Martí (El Presidio Político en Cuba, Escenas norteamericanas, etc.) es un ensayista monumental: uno puede discrepar de sus ideas, cómo no, después de todo fue un tipo del siglo XIX, pero su prosa me parece extraordinaria, tal vez la mejor en la literatura cubana hasta la fecha. Todos estos son escritores ya consagrados.

Entre los contemporáneos resulta más difícil —y más comprometedor— mencionar nombres. Se corre el riesgo de que alguien “olvidado” agarre un palo y se lo raje a uno en la cabeza. Los cubanos a veces somos muy beligerantes. Si me presionan mucho, diré que en los últimos tiempos me han llamado la atención dos novelas: El Rey de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez y Todos se van de Wendy Guerra. A estas novelas he dedicado respectivamente los ensayos “Con hambre y sin dinero” y “Entre lo obligatorio y lo prohibido”, ambos publicados en la revista Crítica de la BUAP (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla), México.

Sobre otros países… Bueno, el mundo está lleno de países y los países están llenos de escritores interesantes. De nuestra lengua prefiero los clásicos: el Quijote, el Buscón y el Lazarillo. Los encuentro divertidísimos. Sé que mucha gente los desprecia y los odia, pero, al fin y al cabo, ellos no tienen la culpa de ser los clásicos ni de ser amenos. Luego, en el siglo XX, está Juan Rulfo con su Pedro Páramo, que me parece tan fuerte como lo mejor de Faulkner, que ya es decir. Y la prosa ensayística de Octavio Paz. Y los ensayitos y fábulas de Borges. Y los cuentos de Horacio Quiroga. Y varios más: Carlos Fuentes (Aura), Vargas Llosa (La ciudad y los perros), García Márquez (El coronel no tiene quien le escriba), Julio Cortázar (Rayuela, “El perseguidor”), Álvaro Mutis (Ilona que llega con la lluvia). Dos novelas relativamente recientes: Todas las almas, de Javier Marías [End Page 9] (para que nadie piense que ya no quedan españoles simpáticos) y Respiración artificial, de Ricardo Piglia.

También hay otras voces y otros ámbitos. Sólo mencionaré a aquellos que, tanto narradores como dramaturgos, sencillamente me han impactado, de modos muy diversos, y ahora recuerdo: Sófocles (Edipo Rey), Eurípides (Medea), Petronio (Satiricón), Dante (Infierno), Bocaccio (Decamerón), Rabelais (Gargantúa y Pantagruel), Shakespeare (Hamlet, Romeo y Julieta, Ricardo III, etc.), Swift (Los viajes de Gulliver), Balzac (Las ilusiones perdidas, Papá Goriot), Stendhal (La cartuja de Parma), Flaubert (Madame Bovary), Maupassant (Cuentos), Dostoievski (Crimen y castigo), Chéjov (Cuentos), Tolstoi (La muerte de Iván Ilich), Emily Brönte (Cumbres borrascosas), Dickens (Los papeles póstumos del club Pickwick), Mark Twain (Las aventuras de Huckleberry Finn), Melville (Moby Dick, “Batleby”), Poe (Narraciones), Lewis Carroll (Alicia en el país de las maravillas), Jack London (El llamado de la selva, Cuentos), Ibsen (Hedda Gabler), Strindberg (La señorita Julia), Kafka (El proceso, El castillo, La metamorfosis), Carson McCullers (Reflejos en un ojo dorado), Joyce (Ulises), Virginia Woolf (La señora Dalloway), Beckett (Fin de partida), Djuna Barnes (El bosque de la noche), Bulgákov (El maestro y Margarita), Isaac Babel (Caballería roja), Faulkner (El sonido y la furia, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Santuario, etc.), Caldwell (El camino del tabaco), Fitzgerald (El gran Gatsby), Thomas Mann (La montaña mágica), Heinrich Mann (El ángel azul), Thorton Wilder (Los Idus de Marzo), Akutagawa (Cuentos), Dazai (El sol poniente), Tanizaki (Hay quien prefiere las ortigas), Yourcenar (Las memorias de Adriano), Camus (El extranjero), Sartre (Las palabras), Bradbury (Fahrenheit 451), O’Neill (El largo viaje del día hacia la noche), Tennessee Williams (Un tranvía llamado Deseo), Salinger (Nueve cuentos), Lampedusa (El gatopardo), Gadda (El zafarrancho aquel de vía Merulana), Calvino (Si una noche de invierno un viajero), Mario Puzo (El padrino), Albee (El cuento del zoológico, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?), Nabokov (Lolita), Dashiell Hammett (La llave de cristal), Raymond Chandler (Adiós, preciosidad), Muriel Spark (La imagen pública), Conrad (Lord Jim), Emil Ajar (La vida por delante), Bret Easton Ellis (American Psycho), Raymond Carver (Tres rosas amarillas)… Estoy segura de que olvido a unos cuantos, pero que voy a hacer. Si hasta me parece que así está mejor, porque esto, para mi gran espanto, ya va cogiendo forma de guía telefónica.

¿Ha tenido el cine especial influencia en la escritura literaria, ajena o propia? ¿Podrías citar alguna secuencia memorable de una o varias películas? ¿O un procedimiento narrativo interesante en cine que haya servido o pudiera servirle a tu escritura?

—Sí. No sé en la ajena. En la propia, sí.

Recién ahora me doy cuenta, pero resulta que en las tres novelas que he publicado aparecen cuantiosas alusiones cinematográficas, sobre todo en las dos últimas: La sombra del caminante (2001) y Cien botellas en una pared (2002).

En La sombra… el cine es una presencia constante: los personajes [End Page 10] frecuentan salas de proyección y allí se ocultan, se persiguen unos a otros, se asustan, se ríen, recuerdan épocas mejores o peores, se masturban, conversan, aúllan, hacen el amor, se manifiestan en contra del gobierno y a veces, incluso, ven la película. Pese a sus múltiples actividades, conocen bastante bien el ciclo de “los cien mejores filmes de todos los tiempos” —para sus andanzas prefieren la cinemateca—. Ellos “piensan” el cine: las secuencias que los han impactado al extremo de convertirse en parte de su experiencia vital, sus muy particulares juicios críticos, las extrañas reacciones del público sumergido en la oscuridad…

En Cien botellas… la protagonista es hija de un editor de películas que con los recortes crea unos pequeños divertimentos en el estilo de Norman McLaren. Ella ha vivido su infancia —años ’70— en una especie de casa de huéspedes junto a otros muchos trabajadores del cine: directores, guionistas, camarógrafos, actrices, gente de la farándula… Allí se discutía sobre cine desde dentro, se aprendían cosas. Veinte años después, el gran sueño de su mejor amiga, una joven novelista de origen hebreo, consiste en escribir para el cine…

Pues sí, podría citar un montón de secuencias memorables, no ya por sus valores estéticos en sí, sino por lo mucho que me han impresionado. Pero no lo haré. En primera, porque sería una lista más larga que la de los libros (creo que el cine me ha marcado tanto como la literatura, o quizá más) y ya ésa me dejó exhausta. En segunda, porque ya lo he hecho, en La sombra… y en otros lugares, y no me animo a repetir lo mismo cual papagayo cinéfilo.

Un procedimiento narrativo interesante en cine es el peculiar casting que emplea Buñuel en El oscuro objeto del deseo: Ángela Molina y Michelle Bouquet se alternan en el personaje de Conchita. Dos mujeres bellas, pero bien distintas en su físico y en lo que éste sugiere, para dar una idea de la complejidad del personaje —y para desgraciarle mejor la vida a un patético Fernando Rey—. Pues bien, el protagonista de La sombra…, a quien llamo “nuestro héroe”, tiene una sola personalidad, hipersensible y violenta, angustiada y fuera de control, pero una sola, sin escisiones ni esquizofrenia ni nada por el estilo. Esta personalidad se manifiesta a través de dos formas exteriores: Lorenzo y Gabriela, quienes van alternándose a lo largo del relato. Este procedimiento, para ser legible, lleva implícita la aceptación por parte del lector, o espectador, de las “reglas del juego”. En caso contrario, podría pensarse que el autor está loco.

¿Cuán difícil o gratificante ha sido el proceso de “reconocimiento” a tu obra publicada? ¿Cómo es, en ese sentido, el medio cultural en tu país? ¿Sientes que tus cuentos o novelas han sido bien leídos?

—Lo del “reconocimiento” no creo que haya sido muy difícil en mi país. En eso me considero afortunada. Mi primera novela (El pájaro: pincel y tinta china) ganó un premio nacional, el Cirilo Villaverde, en 1997, cuando yo tenía veinticuatro años. Aunque no fue el premio lo que la hizo notoria en nuestro medio, que es bastante provinciano y timorato. De eso nada. Fue el escandalito que armaron una pandilla de gente humillada y ofendida —gente del medio— porque se reconocieron [End Page 11] como personajes en algún pasaje del libro y no les gustó. Estas víctimas mías se dedicaron a vociferar de esquina en esquina con tremendo ímpetu. ¡Las cosas que decían! Según ellos, yo era poco menos que un monstruo —¿engendrado por el sueño de la razón?—. El presidente del jurado que otorgó el dichoso premio, quien votó a favor de El pájaro… sabrá Dios por qué, no conforme con intrigar de lo lindo y exigir censura (la frase típica para estos casos es: “la novelita tiene un problema, hay que ver lo que se hace…”), hizo circular el manuscrito, lo cual provocó las más diversas reacciones. Hasta recibí un anónimo injurioso y amenazante (si mal no recuerdo iban a retorcerme el pescuezo en la oscuridad de la noche), una genuina joya epistolar. No me extrañaría nada que me hubieran echado algún bilongo (brujería), porque eso aquí en Cuba se usa mucho. Al final no hubo censura, quizás porque, una vez otorgado el premio, esto sí hubiera implicado un escándalo más o menos serio, un riesgo que a estas alturas de la vida ya no vale la pena correr, aunque ése, el de la censura, es un tema bien complejo y mejor lo dejamos para otro día. En resumidas cuentas, como resultado de todas estas escaramucitas, cuando se publicó la novela dos años después, muchas personas —del medio, siempre del medio— ya la esperaban con los dientes afilados. ¡Je je! Y es que somos así los seres humanos: nos atrae el olor de la sangre, nos excita verla correr… Adquirí cierta famita de malvada y ya se sabe cuanto ayuda esto a difundir un libro o un autor, por lo menos en su aldea. Y luego hubo personas ajenas al show que escribieron sobre El pájaro… en muy buenos términos, tanto aquí como en España. Y ahí sigue el pajarraco, sobrevolando La Habana.

Desde luego, no volví a ganar otro premio en Cuba. Ni de cuento, ni de novela, ni el de la Crítica, ni nada de nada. Ya no envío a concursos nacionales. Pero no hace falta. Casi toda mi obra narrativa (además de mis tres primeras novelas, un libro de cuentos: Una extraña entre las piedras (1999) y un librito de un solo cuento: El viejo, el asesino y yo (2000), con hermosas ilustraciones de Rocío García), ha sido publicada aquí. Se trata de tiradas cortas, que se agotan enseguida, pero algo es algo. Djuna y Daniel, mi novela más reciente, debe aparecer este año en España, en la editorial Random House Mondadori, y también aquí.

Mis cuentos y novelas han sido bien leídos, supongo. Cada cual los entiende cómo le da la gana, según sus posibilidades, y eso está bien. No me interesa que los interpreten de una u otra forma. Creo que los lectores también tienen sus derechos, ¿no? A personas cuyo juicio respeto y de cuya honestidad estoy convencida les ha gustado lo que escribo. Las he visto sonreír (me encanta que los lectores sonrían, aunque sea irónicamente) y, alguna que otra vez, estremecerse. No se trata de ningún batallón, pero ya se sabe que esa clase de personas no abundan en ninguna parte. ¿Qué más se podría pedir? Sobre todo si uno cree, como creo, que la literatura de ficción carece de valor político, social o de cualquier otra índole que la rebase, y que un narrador no es ningún líder parlamentario o estrella de Hollywood…

Me han acusado de muchos crímenes, tanto literarios como extraliterarios, ya lo dije antes. Pero no puedo negar que eso, cuando no me aburre, me divierte. [End Page 12] Peor sería —parafraseando a Oscar Wilde— que nadie dijera nada.

He recibido, además, un elogio precioso. Uno de esos que mejor, imposible. Ocurrió hace ya tiempo, cuando un poeta de mi generación (un tremendo poeta) me dijo algo parecido a esto: “Yo no sé explicarme muy bien, a lo mejor ni siquiera soy un tipo inteligente, lógico y razonable y todo eso, tú sabes, pero tengo una intuición de pinga (sic.) y te digo que aquí —señaló un ejemplar de El pájaro…—, aquí hay algo”. ¿No es lindo? Me erizo cada vez que me acuerdo. Y pienso: “Ojalá fuera cierto”.

¿Consideras que el público de tu país y de tu época es el “lector natural” de lo que escribes? ¿Qué piensas de los libros leídos fuera de contexto, en cualquier otro país o cultura? ¿O la literatura no tiene contextos para ser entendida y apreciada?

—No estoy segura. Tal vez la gente de aquí y ahora, mi gente, comprenda ciertas cosas mejor que los extranjeros. Pero no lo afirmaría de manera rotunda. A veces no entienden nada. La cercanía no siempre garantiza la comprensión. Cuando hablo de mi país en términos culturales me refiero no sólo a un archipiélago en el Caribe, sino también a una diáspora y a un exilio. Todo eso es Cuba. Creo que nadie posee el monopolio de “la patria” y que nadie debe ser excluido. Por desgracia, muchos de nuestros intelectuales creen (o dicen creer) otras cosas. Y juzgan la literatura a partir de esas creencias, a veces un poco aberradas. Entre nosotros el malentendido, a propósito o no, es moneda corriente, con muchos años de arraigo. A menudo me he sentido más cerca de otro latinoamericano, o incluso de un europeo, que de mi gente. Aunque también sucede lo contrario. No sé. El “lector natural” es aquel que buenamente sienta curiosidad y se disponga a serlo.

Sobre los libros leídos fuera del contexto en que fueron escritos… bueno, a veces hay problemas. Depende del libro. Y de los lectores. La Ilíada, por ejemplo, debe resultar bastante enigmática para el lector que nada sepa acerca del mundo de Homero. Y lo mismo sucede con otros clásicos, incluso en el siglo XXI, cuando parece que las distancias entre las culturas se han acortado mucho. Pero los clásicos tienen su aura de prestigio, en general imponen respeto. El problema es para los escritores contemporáneos, sobre todo los que habitamos en la “periferia”, o sea, lejos de los centros de poder, emisores de cultura y de todo lo demás. Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que en la actualidad España (léase Madrid y Barcelona) ha devenido una especie de metrópolis literaria para todo el ámbito de habla hispana. Es allá donde se dictan las reglas, de un modo muchas veces azaroso, oscuro y arbitrario. O al menos es lo que parece desde aquí. Si uno, joven escritor de las provincias de ultramar, aspira a ser leído en este ámbito, gracias a una distribución y promoción razonables, si aspira a ser traducido a otras lenguas (aspiraciones muy naturales, pienso), no le queda más remedio que pasar por allá, lo cual puede implicar una serie de “concesiones” —sobre todo formales— al editor español. Entendámosnos. No es que el editor le diga a uno “oye, tú, quita esto y pon aquello otro, porque esto es un galimatías demasiado local que no vende ni [End Page 13] venderá jamás…” No, ojalá fuera así. Al menos uno sabría a qué atenerse. Pero no. La cosa es más sutil, misteriosa, kafkiana. Algo que se respira, que se insinúa, que lo pone a uno nervioso, que lo obliga casi a graduarse de adivino… No quiero parecer quejumbrosa (hay cierto placer en el hecho de quejarse, pero en la práctica no sirve de mucho). Sólo hablo de mi experiencia personal. Me imagino que en nuestros países existan algunos afortunados que en nada deban ceder al contexto de la madre patria, puesto que encajan perfectamente en él. Felices ellos. Tampoco creo que valga la pena encolerizarse ni halarse los pelos por tal minucia. No señor. Las cosas son como son y punto. Lo que le queda a uno es sacarles el mejor partido posible. Flexibilizarse, tener mano izquierda, negociar lo negociable —para esto lo mejor es un agente literario— y no perder el sentido del humor. Podrá parecer una actitud cínica y a lo mejor lo es, ¿pero y qué? ¿Cuándo y dónde han sido los escritores totalmente libres? ¿Acaso no han tenido que lidiar, en otras épocas y aun en ésta, con circunstancias todavía más duras? Con esto de las lecturas fuera de contexto he pasado más de un susto, pero ahora mismo soy más feliz que desgraciada. Mi tres primeras novelas han sido publicadas en España, donde la tercera, Cien botellas en una pared recibió en 2002 el XVIII Premio Jaén de Novela. Esa novela ha sido traducida además a siete lenguas: francés, portugués, neerlandés, polaco, italiano, griego y turco.

Pese a todo, no me parece que la literatura precise de contextos específicos para ser entendida y apreciada. Cuando un libro posee eso que por ahí llaman “valores universales”, le espera una larga —y amplia— vida. A propósito de esto, en algún sitio hablaba Borges de la tenaz persistencia de los fantasmas escandinavo e indostánico del Quijote, o algo así. Y es muy cierto. Claro, la universalidad no es algo que uno deba proponerse. Uno escribe sobre aquello que conoce (sí, ya sé que hay muchas maneras de “conocer”) y si luego resulta que es universal, o sea, que afecta a muchísimas personas en muchísimos lugares, pues magnífico. Tal vez sea ésa, en última instancia, la mayor ambición de cualquier escritor. Y en lo que respecta al tiempo, tampoco creo que se debe escribir con la vista fija en la posteridad, la gloria, el futuro luminoso y todas esas lindezas. Qué va. Todas las épocas son difíciles y la posteridad suele estar muy ocupada en sus propios asuntos como para dedicarse a desenterrar reliquias desconocidas. En ese sentido, el caso de Stendhal es bastante único.

¿Son importantes, o no, los concursos, los premios, las becas, para escribir y difundir lo escrito?

—Ayudan, pero no determinan.

Con frecuencia se escribe “a pesar de” y no “gracias a”. Quizás esto parezca algo crudo, como una cuestión de disciplina o incluso de ética, pero así es. Los escritores que no escriben (sí, los hay) porque no les ha ido en los concursos todo lo bien que merecen o creen merecer y no se sienten estimulados, me inspiran cierta sospecha. Porque los pretextos para no escribir —y seguir en el papelito social de “escritor”, de tipo importante, claro— siempre están ahí, al alcance de la mano. Las [End Page 14] condiciones favorables, en cambio, a menudo faltan. El estímulo va por dentro.

Esto no quita que a veces, en pleno agosto (el verano en mi país es infernal), con el ventilador roto, sin agua corriente, sin dinero, sin cigarros, sin café, sin nada para comer (cuando digo “nada” quiero decir exactamente eso: nada), con deudas no precisamente de juego, con mi madre enferma y los vecinos haciendo ruido, peleándose, con la música salsa a todo meter y un perro maldito ladrando de lo lindo, vaya, cuando voy pareciéndome a un personaje de Víctor Hugo, añoro con todas las fuerzas de mi corazón una beca, aunque sea en el Polo Norte. Verdad que soy atea, pero no importa. Le pido una beca a Dios. Se la imploro. Lo amenazo con dejar de escribir si no me la otorga. Hasta ahora no me ha hecho caso. Creo que le da igual si escribo o si no…

¿Escribes a mano, a máquina, en computadora? ¿Cree que las nuevas tecnologías han modificado la escritura literaria?

—En computadora. Soy un bicho computarizado.

No, no creo que las nuevas tecnologías hayan modificado de manera muy perceptible la escritura literaria. Sólo resulta más cómodo, sobre todo cuando se trata de novelas largas. Quién sabe si Cervantes en el Quijote y Fielding en Tom Jones, no hubieran cometido sus pequeñas pifias (el rucio robado por Ginés de Pasamontes, que luego reaparece tan fresco junto a Sancho, como si nada hubiera pasado; el color del pelo de Sophie, ¿en qué quedamos?, ¿rubio o endrino?), de haber escrito en computadora. Pero esos errorcitos carecen de importancia. No hay que ser tan puntilloso. A fin de cuentas, a cualquiera se le olvida lo que dijo cien o doscientas páginas atrás. Y después tenemos a Proust, que escribió la novela del millón de palabras sin pifiar jamás, ¡y tampoco usaba computadora!

¿Crees necesario mantener siempre una actitud renovadora, en busca de lo original, o bien la escritura puede ser un diálogo sin crisis con la tradición?

—Lo verdaderamente original, tanto en el arte como en las ideas, es propio del gran talento, por no decir del genio. No es una cuestión de actitud. No depende de la voluntad ni de los deseos ni aun del esfuerzo. Se da o no se da (y casi nunca se da). Me parece un poco chiflado eso de andar a la caza de lo que nadie ha dicho todavía, de la palabra mágica, o de la forma más extraordinariamente novedosa, como si se tratara de aislar un virus o de transmutar una piedra en oro. Lo más saludable probablemente sea escribir al margen de este asunto. Expresarse uno, con su mucha o poca o ninguna originalidad, lo mejor posible.

Ya esto de “expresarse uno” tiene su dificultad. Decir exactamente lo que se quiere decir, o sea traducir sensaciones, intuiciones, afectos, desprecios, inquietudes, etc., en las palabras más adecuadas, requiere de mucha paciencia, concentración y un ojo crítico siempre alerta, lo que se llama “oficio” (en Cuba le llamamos “horas/culo”, por el tiempo que se pasa el escritor sentado frente a la máquina o la computadora o lo que sea). Quizás el poeta sea un elegido de las musas, de Apolo y toda esa alegre gentecilla del Parnaso; pero el narrador, sobre [End Page 15] todo el novelista, viene siendo una especie de artesano en perpetuo aprendizaje. Un tipo al que nada le cae del cielo, ni siquiera la expresión propia. Porque “expresarse uno” tiene mucho que ver con “conocerse uno”, y ya se sabe cuan arduo (¡pero cuan interesante!) resulta esto. Ahora, a diferencia de lo que sucede con la originalidad —y la universalidad de que hablaba antes—, alcanzar la expresión propia sí es algo que uno puede proponerse, cómo no, aunque jamás lo consiga del todo. Quizá no llegue uno a ser demasiado original ni espectacular ni grandioso, pero al menos será auténtico.

Sobre “la tradición” tal vez habría que preguntarse de qué estamos hablando. ¿La aldea de cada uno? ¿Latinoamérica? ¿La lengua española? ¿Occidente? ¿La humanidad? En el primer caso es relativamente fácil que se produzca la crisis; en el último, a estas alturas de la vida, es casi imposible. Creo que cada quien elige su tradición, del mismo modo que elige a sus clásicos. O a lo mejor ocurre a la inversa, no sé. En lo que a mí respecta, prefiero el criterio amplio. ¿Por qué no habría de “dialogar”, por ejemplo, con un narrador como Osamu Dazai? ¿O incluso con uno como Ueda Akinari (Ugetsu), que de occidental tiene bastante poco? ¿Porque son un poquito japoneses? ¿Porque los leo traducidos? Bah. Me dicen más que muchos de mi país. Así las cosas, creo que el diálogo puede transcurrir en paz y tranquilidad. Aunque los nacionalistas se sobresalten.

La Habana, abril y 2007

En Torno A Djuna Y Daniel

Leyendo Djuna y Daniel no podría concluirse que a Ena Lucía Portela le parece Nightwood una novela extraordinaria, como les pareció a los contemporáneos de Barnes. ¿Leíste su versión en castellano (la misma que yo leí hace años)?

—He leído y releído muchas veces una traducción española, la que publicó Seix Barral en 1987, y que luego ha sido reeditada en varias ocasiones. Esa traducción no me parece muy buena. La comparo con otra, creo que argentina, que fue la primera que leí hace ya muchos años, aunque ahora no me acuerdo en qué editorial se publicó. Lo que sí recuerdo es que tenía en la contracubierta esa foto bellísima de Barnes, donde la escritora está sentada en una butaca con las piernas cruzadas, una chaqueta grande y un sombrero pequeño, y que suele atribuirse a Man Ray. No sé cuál de estas dos traducciones fue la que leíste tú, my dear. Incluso puede que exista alguna otra, no sé. Hace poco me hicieron un regalo maravilloso: un ejemplar ¡nuevo! (se siente el olor del papel y de la tinta y todo) de la versión original en inglés en su primera edición americana, la de Harcourt, Brace de 1937. ¡Setenta años! ¡Como si se celebrara por todo lo alto el aniversario!

La crítica contemporánea estuvo dividida en sus opiniones con respecto a Nightwood. Fue celebrada por T. S. Eliot —su primer editor, en Faber & Faber, Londres, 1936—, James Joyce, Cyril Connolly, Dylan Thomas, Lawrence Durrell [End Page 16] y Graham Green, entre otros. Pero también tuvo sus detractores, como Ezra Pound y Gertrude Stein. Para mí es, sin duda, una novela extraordinaria. Si en Djuna y Daniel no me deshago en loas es por no redundar, por no ser obvia. Que Nightwood está fuera de serie es algo que allí se da por descontado. Djuna Barnes, a mi juicio, es una narradora tan fuerte e intensa, tan, por decirlo así, brutal, como su muy admirada Emily Brontë.

Tú debes saber que Djuna Barnes ha pasado, en el parnaso norteamericano, a considerarse un clásico “raro” y está en cierta medida olvidada. ¿Crees que estética y vivencialmente es importante leer Nightwood hoy día? ¿Para todo el público? ¿O como novela pionera de la literatura lesbiana? (¿Tiene sentido hablar de una literatura “lesbiana” o “bi-sexual”?)

—No creo que la lectura de Nightwood, ni la de ningún otro libro, sea muy importante estética o vivencialmente para todo el público. Yo la disfruté mucho, y otros también la han disfrutado, y quizás otros más puedan disfrutarla. De hecho, se la recomendaría, al igual que hace T. S. Eliot en el prólogo, a los lectores de poesía. No porque sea la de Barnes, en esta su obra maestra, eso que suele llamarse una prosa poética —es brillante, pero siempre en función de una estructura narrativa—, sino porque apela a cierta sensibilidad, digamos peculiar, que se encuentra tal vez más aguzada en los lectores de poesía. Pero “todo el público” es demasiada gente, y me temo que para algunos lectores quizás podría resultar una novela en exceso pesimista, oscura o enigmática.

No tiene mucho sentido, en mi opinión, hablar de literatura “lesbiana” o “bisexual”. Tales categorías presuponen la existencia de una literatura “heterosexual”, de la que nunca se habla. O sea, que en realidad la presunta literatura “lesbiana” se opondría a la literatura en general, quedando como una literatura de segunda. Me parece discriminatorio y falaz. Si ya hablar de literatura “femenina” implica un recorte de la pluralidad de quien escribe, una lectura sesgada de la obra, una burda simplificación, cuánto más no lo implicaría esto de “lesbiana” o “bisexual”. Desde luego que un autor, o una autora, puede dedicar su vida a una militancia política como la lucha por la liberación gay, lesbiana, bisexual, transexual, queer, o lo que sea, y subordinar su obra a esta militancia. En tal caso estaríamos hablando de una literatura comprometida políticamente, lo que no tiene por qué ir en detrimento de sus valores estéticos. Pero no es el caso de Barnes. Ella se autodefinía como “isabelina”, es decir, de los que cultivan o admiran el arte por el arte, sin compromiso político alguno. Incluso hizo declaraciones explícitas al respecto. Jamás aceptó ser incluida en ninguna antología de autoras lesbianas. Si bien en su trabajo como reportera mostró simpatía hacia el movimiento sufragista británico de comienzos del siglo XX, nunca se consideró ella misma ni siquiera feminista. Cierto que la historia central que nos cuenta Nightwood es la de la accidentada relación amorosa entre la publicista Nora Flood y esa evanescente Robin Vote, la buscadora de sensaciones. Pero eso no significa que el libro trate sobre lesbianas. Trata sobre el amor, los celos, la soledad, el miedo, la degradación y la noche. Temas [End Page 17] universales, que afectan e interesan potencialmente a todos los seres humanos, sin importar su orientación sexual. Los protagonistas pudieron haber sido, en lugar de dos mujeres, dos hombres, o un hombre y una mujer, y el resultado sería el mismo. La narradora jamás afirma, ni siquiera insinúa, que la relación de pareja entre dos mujeres sea esencialmente distinta a cualquier otra posibilidad.

Al leer Djuna y Daniel el lector no puede dejar de advertir el conocimiento detallado, profundo, sobre la época, los diversos escritores y no escritores, escritoras y no escritoras, que compartieron los tiempos y los espacios (París y New York ante todo) con Djuna Barnes. En tus novelas anteriores, ya que eran de ambiente cubano, habanero, ese tipo de conocimiento te había llegado por vivencia, por ósmosis. En el caso de Djuna Barnes, necesitabas la investigación. Esto me llama poderosamente la atención, porque hay novelas actuales (Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza, o las tres más recientes de Jorge Volpi, por ejemplo) en que el novelista se ha convertido en un experto en historia. ¿Ves ése como un camino para la novelística, o tu acceso a la “historia” de Djuna Barnes y su época fue una casualidad y tus novelas futuras nada tendrán que ver con esa modalidad literaria?

—Para escribir Djuna y Daniel tuve, en efecto, que investigar muchísimo. Sobre la vida de Barnes no hay mucha bibliografía confiable, ni en español ni en inglés. Cierto que sobre ella se ha escrito bastante, pero casi siempre desde la ignorancia y los prejuicios, o desde la imaginación. En vida ella jamás permitió que se publicara una biografía suya, no escribió sus memorias (¡lástima, con lo interesantes que hubieran sido!) y siempre fue muy esquiva con periodistas e investigadores. La biografía de Barnes más documentada y certera que conozco es la del profesor Philip Herring, de la Universidad de Madison, en Wisconsin, y aun ésa tiene muchas lagunas y espacios en blanco, a pesar de la exhaustiva pesquisa de Herring, puesto que hay muchos datos que, al parecer, no están registrados en ningún sitio. Como bien dijo una vez ella misma, es la desconocida más famosa del siglo XX. Pero quizá en eso, en el misterio, en la penumbra que envuelve su vida convirtiéndola en una especie de mito, radique buena parte de su atractivo, al menos para mí, que prefiero lo huidizo a lo que se entrega fácil. Además de leer mucho sobre Barnes y su época, anduve merodeando por sus dos escenarios principales: el Village de Nueva York y el Barrio Latino de París. No sé si llegué a ella, a Djuna Barnes, por casualidad, o si hubo algo de predestinación, pero da igual. En cuanto a mis futuras novelas, quién sabe. La que estoy escribiendo ahora se desarrolla en La Habana, en el presente.

Tu primera novela (desde que ella concitó la atención en un concurso) provocó el enojo de quienes se consideraron plasmados como personajes. ¿Esa historia tuya te acercó a Djuna Barnes, cuyo retrato de Daniel en Nightwood provocó rencor en la persona real, al punto de que a su personaje le dedicas decenas de páginas narrando un pasaje en que, borracho y furioso, golpea a la [End Page 18] puerta de Djuna llenándola de improperios? ¿Te reconociste en Djuna Barnes a ese respecto, con esa historia?

—Sí, definitivamente sí. La mayoría de la gente, o al menos esta ha sido mi experiencia hasta ahora, no suele sentirse muy feliz al verse transfigurada en personaje de una obra de ficción. Al verse satirizadas, o meramente aludidas, aun las personas más cultas tienden a olvidar que la ficción es un territorio que se ubica más allá de lo que en la vida cotidiana entendemos por verdad o mentira, y es ahí donde pierden la compostura —“la tabla”, como decimos en Cuba— y lo acusan a uno de falsario, calumniador, embustero, canalla y otras lindezas. Y lo peor de todo es el equívoco, el malentendido, la clásica diferencia, a menudo abismal, entre “lo que digo” y “lo que dicen que digo”. Si uno, quiero decir el escritor, el criminal de la pluma envenenada, se lo toma en serio, puede ser algo desesperante.

Entre otras cosas, Daniel se enfurece con Djuna porque ella le “roba” su historia e incluso la “completa”. ¿Crees que de haber podido leer tu novela, Djuna se enfurecería contigo? ¿Estaría golpeando a tu puerta porque le has robado su historia y has ido más allá de Nightwood? ¿Es tu libro una “mise en abime” / una puesta en abismo?

—¡Oh, sí! ¡Barnes se enfurecería conmigo! No soportaba que husmearan en sus asuntos ni que tocaran sus cosas. Era muy-muy estricta en lo relativo a la privacidad y la propiedad. Figúrate, una vez se ofendió y se puso como un grifo sólo porque Anaïs Nin le enganchó el nombre de “Djuna” a un personajito suyo. Así que si pudiera leer mi novela… ¡uf! No creo que viniera a golpear mi puerta, ni que armara un gran escándalo en el pasillo, con aullidos, palabrotas y demás, ya que ése no era su estilo. Creo que más bien acudiría a la justicia, acusándome de calumniarla, de meterme en su vida, o algo así. Claro que para eso tendría que esperar a que Djuna y Daniel fuera traducida al inglés, pues Barnes no entendía ni papa de español, je je.

Y sí, Djuna y Daniel es una mise en abime. Me complace imaginar que de aquí a unos cincuenta años más o menos, algún escritor o escritora escriba una novela acerca de una tal Ena Lucía Portela, quien a su vez había escrito otra novela sobre Djuna Barnes, quien a su vez… Notarás que es una perspectiva muy halagadora, ya que implica que mi novela aún será leída medio siglo después de su publicación. Y me importaría un chícharo si mi futuro biógrafo imaginativo dijera de mí esto o aquello. En ese sentido pienso como Oscar Wilde: no importa lo que digan, la cuestión es que digan. Verdad que Oscar Wilde no fue en su vida muy consecuente con esa máxima. Pero yo sí lo seré, sobre todo porque de aquí a cincuenta años lo más probable es que ya no viva.

Aunque las vidas que relatas son muy promiscuas, y eso se menciona de muchas maneras, en cuanto a las múltiples relaciones sexuales de Djuna, sus amigas, sus amigos, no hay en la novela descripciones o relatos que pudiéramos llamar eróticos, o sexualmente [End Page 19] sensoriales, aunque por la boca de Daniel salen los más soeces insultos de la lengua castellana. Esa ausencia narrativa o descriptiva parece una opción a contracorriente o en contradicción con el mundo que novelizas. ¿Estoy en lo cierto?

—Bueno, escenas eróticas hay algunas, sobre todo entre Djuna y Thelma. Aunque es cierto que son pocas en relación con las que pude haber incluido, entre Djuna y Charles Imposible, entre Léon y Daniel, entre Emily, John y Peggy, etc. Pero no estoy segura de que esto vaya necesariamente a contrapelo del mundo que describo, aunque admito que podría entenderse así. Pienso que todas esas escenas, aparte de prolongar la novela quién sabe hasta dónde —con tanto material disponible corría yo el riesgo de perpetrar un libraco, algo que me asusta bastante—, no le hubieran aportado gran cosa. Conste que no tengo nada en contra de las escenas de sexo explícito en la narrativa. Lo que sí creo es que deben ser funcionales. En algunas novelas, como por ejemplo Nueve semanas y media, de Elizabeth McNeill, o American Psycho, de Brett Easton Ellis, estas escenas resultan necesarias, por no decir imprescindibles, para la caracterización de los protagonistas. Pero no es ése el caso de Djuna y Daniel. O al menos así lo veo yo.

La Habana, sábado, 14 de abril de 2007 [End Page 20]

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