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  • Rafael Pérez Estrada en la India
  • Jesús Aguado

I

Rafael siempre parecía estar recién llegado de algún largo viaje. Sus amigos se habrán fijado más de una vez en esa especie de jet lag (que no era el cansancio insomne del que ha presenciado varios amaneceres en menos de un día, sino la pasión con la que carga ésos y todos los demás sobre sus hombros) que lo envolvía en una nube propia y que marcaba el ritmo y el tono de sus palabras. Lo llevaba porque así era él, con discreción y elegancia, sin presunciones. A lo mejor acababa de regresar de descubrir las verdaderas fuentes del Nilo, o de haberse entrevistado con un emperador de la dinastía Tang sobre la conveniencia de inscribir los poemas de Li Po en las cometas con forma de dragón de todo el Imperio, o de una ópera patrocinada por Luis II de Baviera, o de convencer a Hernán Cortés de que quemara sus naves, de acuerdo, pero no para obligar a sus hombres a luchar con más rabia sino por el placer de contemplar el resplandor de las llamas con un fondo de chillidos de ratas atrapadas en las bodegas. A lo mejor hacía dos horas que había vuelto de un paseo sin traje espacial por Saturno (todo él era oxígeno puro) y, sin embargo, te trataba con la naturalidad de quien, como tú mismo, nunca hubiera salido de su ciudad de provincias. Sin ojeras ni falsos souvenirs, Rafael te contaba cómo había ido rellenando las cuadrículas del mundo, esas cajas o baúles de viajero que forman el cruce de los paralelos y los meridianos, con sus ojos ávidos, con sus pasos intrépidos, con sus cuadernos de notas, con su capacidad para hacerse en un segundo incondicionales eternos, con el milagro de los soles de su espíritu iluminado hasta los rincones más secretos.

Un explorador valiente e incansable, veloz como la imaginación y reposado como la inteligencia. Un cosmopolita inmóvil (de los que van recibiendo en su casa a los reyes, a los asesinos, los océanos y las montañas, a las envenenadoras, los unicornios, los ópalos, las teorías: de los que escuchan respetuosos y atentos, sentados en su sillón y con un rotulador en la mano, una por una las historias del catálogo inmenso de los mundos) como Lezama Lima, pero sin la gravedad erudita de éste; como Cansinos Assens, pero sin su vocación de traductor monástico y polvoso; como Borges, pero sin su matrimonio secreto con la metafísica; como Julio Verne, pero sin su fe irracional en las maravillas de la ciencia; como Salgari, pero sin haberse dejado secuestrar, antes de embarcarse para el siguiente puerto de los infinitos que hay en los mares, por un pirata de Malasia; como Swedemborg, pero sin su necesidad de hacer contrabando entre sistemas teológicos para sobrevivir a sus visiones; o como Walt Whitman, pero sin sus músculos o versículos de leñador. Un cosmopolita inmóvil como el propio Dios, que asiste desde su nada somnolienta a la procesión de los seres y va indicando, por juego y no según razones de [End Page 231] conveniencia, a unos que se manifiesten y a otors que se inmaterialicen hasta nueva orden.

II

La obra de Rafael Pérez Estrada se puede leer de muchas maneras. Al trote, en línea recta, apurando martinis, con un lápiz naranja, manejando una excavadora, cotejando datos en los libros de historia, a lomos de un tigre de bengala de ojos lapizlázuli... La suya es una obra, en efecto, amable y abierta hasta el infinito: acoge sin extrañarse a todos los posibles lectores porque de antemano ya los contiene a todos. Es una obra libre incluso de él, una obra que no tiene dueños ni conquistadores, una obra sin vallas. Y una obra sin señales de tráfico (sin definiciones, sin géneros) ni semáforos: cada cual tiene que trabajarse sus propios...

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