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  • La Onettiada
  • Juan-Manuel GarcÍa Ramos (bio)

El sufijo –ada, del sustantivo Onettiada, que me complace poner en circulación, denota y quiere reconocer una acción singular sobre el patrimonio literario ejercida por nuestro autor, un acto de desobediencia frente al pasado que hubo de encarar a la hora de ponerse a escribir y contra el presente en el que lo hizo, alejándose de selvas o naturalezas exóticas, de exploración de etnias autóctonas, de maniqueísmos ideológicos o de realismos mágicos.

Hablamos de la construcción empecinada de una épica personal, de una filosofía de la vida, de una visión del mundo definida a través de cada una de sus entregas narrativas. Los lectores de Onetti nos reconocemos en esa empresa de descubrimiento literaria y existencial hasta casi convertirnos en una secta agradecida; también nosotros formamos parte de esa Onettiada al reconocerla, continuarla y proclamarla como si se tratara de una adicción.

Siempre hemos pensado que la concepción de la literatura que abrazó Onetti desde sus primeros pasos como narrador tendría mucho que ver con esa idea defendida en su momento por Claude Mauriac que venía a decirnos que la actividad literaria constituye el puente entre la infancia y la muerte: la infancia como el edén abandonado a la fuerza; la muerte como espacio en el que nos precipitamos sin remedio. El radical escepticismo, confesado por Onetti a Ramón Chao: «En los periodos de depresión me entra la nube de la muerte y el no sentido de la vida»1.

Por regla general, todo novelista, al margen de ser autor de muchas fábulas, lo es siempre de una esencialmente, donde quedan acomodadas, de forma ventajosa y excepcional, sus particulares metáforas y sus anhelos de escritura más profundos. En el caso de Juan Carlos Onetti, esa novela fue El astillero.

Desde 1939, año en el que aparece su primera narración, El pozo, hasta 1961, fecha de edición de El astillero, la literatura de Onetti apenas sufre modificaciones en lo que concierne al espíritu que la anima: «la modernidad enajenada», como tan bien y con tanta anticipación la definió Carlos Fuentes.

En 1950, Onetti publica La vida breve, y en esa cuarta novela, su protagonista, Juan María Brausen, se sueña en Santa María, un espacio mítico, un [End Page 127] paraíso/infierno particular, excavado a partir de ese momento por la imaginación de nuestro autor, como antes o después otros configuraron o han configurado similares universos mentales: Shakespeare y su isla de Próspero y Calibán, Defoe y la isla de su náufrago universal, Borges y su Tierra de las Ruinas Circulares, Faulkner y su Yoknapatawpha, García Márquez y su Macondo.

El astillero no es la última, pero sí es una feliz consecuencia de ese tipo de hallazgos. Un paradigma de ese esfuerzo imaginante en lo que se refiere al escrupuloso radiografiado de sus criaturas y a la descripción de los lugares habitados por ellas.

El protagonista de esa novela, Larsen, y los espacios de su vagabundeo, Puerto Astillero y Santa María, contienen una calidad narrativa situada muy por encima del resto de lo publicado por Juan Carlos Onetti. Antes y después de El astillero.

Cuando se asimila la literatura de Onetti a una corriente filosófica, nadie tarda en vincularla a la escuela existencialista de Sein und Zeit, El Ser y el Tiempo, de Martin Heidegger (no vivimos en el tiempo, vivimos el tiempo, nos advirtió y nos descubrió el controvertido pensador germano) y a algunas de sus repercusiones literarias de esa doctrina: al Viaje al fin de la noche (1932), la novela más notable de Louis Ferdinand Celine, del que ya también se cumplieron cien años desde que naciera en un suburbio de París; o a La náusea (1938), de Jean Paul Sartre. De la novela de Celine, escribió Onetti en la revista Marcha el uno de diciembre de 1961: «Pero existe algo llamado literatura, un oficio, una manía, un arte. Y Viaje...

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