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  • El monstruo y el intelectual modernistas:Una exploración de los estigmas de lo monstruoso en “El príncipe Alacrán” de Clemente Palma
  • Salvador Luis Raggio Miranda

En el mundo occidental, el monstruo ha sido tradicionalmente representado como un elemento inarmónico que, por oposición, legitima los discursos de normalización y belleza impuestos por nuestras sociedades. Un lugar destacado dentro de estas tecnologías de normalización lo ocupan las narraciones de terror y anticipación científica que aparecen con fuerza inusitada a partir de la Primera y Segunda Revolución Industrial. Tanto las máquinas novedosas como aquel espíritu progresista creador de nuevas utopías, hacen del ser humano de finales del siglo XVIII y principios del XIX un renovado actor, más firme y constante en su manipulación del mundo concreto. Así, el “sapere aude” con el que Immanuel Kant incitaba a los hombres a salir de la minoría de edad durante la época de la Ilustración, daba al fin sus frutos en los años que las primeras revoluciones industriales modificaban no sólo los bienes y los espacios, sino también la concepción de la infalibilidad y perfección de los parámetros humanos.

Si bien las revoluciones industriales, en su vertiente humanista, se basaban en el concepto de un constante progreso sustentado en la razón, sus ideales a la vez generaron un conjunto de discursos donde el ser humano se enfrentaba a su inconsciente y a los miedos generados por él. A partir de estas circunstancias, el monstruo occidental se convirtió no sólo en un chivo expiatorio del ser humano sino también en su oposición por excelencia, llegando incluso a ser convertido por la criminología y la jurisprudencia positivistas en una metáfora delincuencial que buscaba encasillar a los ciudadanos menos “normales.” [End Page 337]

Ciertamente, la figura del monstruo ha sido confrontada una y otra vez con virtudes básicas como la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza, pero también con cualidades de índole morfológico e intelectual que delimitan su cuerpo y sus acciones, como sucede, por ejemplo, en los universos ficcionales de la estética gótica, donde la monstruo sidad es representada como una condición distintivamente inmoral y transgresora de límites socio normativos. Tal como indica Jeffrey Jerome Cohen en sus reflexiones acerca de las entidades monstruosas, el monstruo resulta excesivamente “transgresive, too sexual, perversely erotic, a lawbreaker; and so the monster and everything it embodies must be exiled or destroyed” (16).

Judith Halberstam, al acercarse a los relatos de terror del siglo xix, ha destacado que el monstruo de estas narraciones puede entenderse como una “rhetorical extravagance” (2) que produce excesos simbólicos en aras de la demarcación entre lo admitido y lo impuro. De allí, siguiendo su argumentación, las desproporciones físicas y morales que se presentan en personajes paradigmáticos del gótico como la famosa criatura de Mary Shelley o el conde vampírico que Bram Stoker inmortalizó en su célebre novela.

En el caso hispanoamericano, empezando con renovada energía a fines del siglo xix, la tradición literaria del ser monstruoso ha aportado al canon del monstruo occidental diversas narraciones que se destacan, como en Europa y Norteamérica, por abarcar temáticas de repulsión hacia el organismo híbrido y aberrante y hacia los cuerpos desconocidos en el mundo real. De este modo, las criaturas inarmónicas y fantásticas – aquellas variedades relacionadas con los mundos míticos de híbridos entre animales y humanos como las mujeres serpiente, los humanoides simiescos o las esfinges – son convertidas en símbolos de otredad y de revalorización de los dispositivos biopolíticos de belleza y de ciudadanía hegemónicos.

Es con la aparición de los protocolos artísticos modernistas y con la propagación en Hispanoamérica de la obra de autores como Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, que la estética del horror y del uso simbólico del híbrido entra en un ciclo en el que los juegos de contradicciones y anfibologías parecen a...

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