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  • Enredos y Desenredos de Angel Rama y Emir Rodríguez Monegal
  • Claudia Gilman

¿Acaso no son un signo, todos esos intelectuales, venidos de todos los rincones del horizonte, reunidos por una idea? Clémenceau

En el número 87 del jueves 13 de enero de 1898 el escritor Emilio Zola publicó, en primera plana del nuevo diario L’Aurore littéraire, artistique, sociale una “carta al SR. Félix Faure presidente de la República” a favor de Alfred Dreyfus, a la que el redactor-jefe del periódico, Georges Clémenceau, añadió el epígrafe provocador “¡Yo acuso!” A partir del día siguiente y durante unos veinte números, se publicaron en las columnas del diario dos cortas “protestas” en la misma dirección, a cuyo pie se reunían varios centenares de firmas que aprobaban sus términos.

Escribir en un medio de prensa una carta abierta al presidente de la república no era usual en esos tiempos, no sólo porque la prensa era un medio reciente, sino porque su auge no había abierto hasta ese momento un canal de interpelación política tan directo. De hecho, Jules Guesde calificó la carta abierta de Zola como “el acto revolucionario más grande del siglo”. Según Cristophe Charle la carta y las peticiones que le sucedieron constituyeron una ruptura respecto de las reglas del debate político, ya que era una protesta que, por primera vez en la historia, se fundaba en la conjunción de tres derechos: el derecho al escándalo, el derecho a la asociación y el derecho a reivindicar un poder simbólico a partir de los propios títulos, saberes y competencias.1

Estos dos últimos derechos fueron rápidamente ejercidos por una comunidad de intelectuales que encontró en la asociación una forma efectiva de intervención que excedía el campo del arte y se insertaba en lo político social. De lo que no quedaron dudas a partir de este hecho es de la existencia de “una sociedad intelectual que elabora sus propias herramientas, sus propias redes…”,2 que se expanden y se insertan en la cultura. Por eso, el caso Dreyfus no es nada más que un hito en la historia de los intelectuales, sino que se corresponde con la historia cultural en su conjunto, es decir, no sólo con la historia de las relaciones de los intelectuales con factores externos, como la coyuntura económica y política, sino [End Page 69] también en cuanto a su intervención en las relaciones entre las diferentes opciones políticas y el estado de los valores en ese momento: sensibilidades estéticas, tendencias intelectuales, ideológicas o políticas.

Los hombres con disposiciones intelectuales han existido, sin duda, en todas las sociedades. Paul Radin nos recuerda que hasta las culturas analfabetas, desde tiempos inmemoriales “contenían individuos que estaban forzados por sus temperamentos e intereses individuales a ocuparse de los problemas básicos de lo que nosotros acostumbramos llamar filosofía”.3 Sin embargo, sólo después de que se desplomó el rígido edificio de la sociedad medieval; después de que el nominalismo, la Reforma y el Renacimiento habían fragmentado el unificado panorama mundial de la Iglesia; después de que los grupos religiosos, los poderes seculares y los sistemas políticos comenzaron a competir por la lealtad de individuos que ya no estaban ligados a sus ataduras tradicionales; después de que las nuevas clases empezaron a hacer su entrada en un escenario social previamente dominado por los defensores de la tradición feudal, los hombres de ideas empezaron a encontrar condiciones favorables para el nacimiento de un estrato consciente de intelectuales con un ethos peculiar y un sentido de la vocación.4

Efectivamente, los grupos humanos sólo se desarrollan si encuentran escenarios institucionales favorables y una condición adicional para dar lugar a los intercambios eidéticos es la existencia de por lo menos un círculo de personas a las cuales estén dirigidos. Walter Ong señala la paradoja de la comunicación humana, que nunca es unilateral: “Siempre requerir...

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