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  • En respuesta a un artículo publicado en Hispania
  • Gerardo Piña-Rosales, Director

En la revista Hispania (vol. 97, número 1, marzo 2014), Andrew Lynch y Kim Potowski publicaron un artículo titulado “La valoración del habla bilingüe en los Estados Unidos: Fundamentos sociolingüísticos y pedagógicos en Hablando bien se entiende la gente” (32–46) en cuyas páginas arremeten contra la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) (que me honro en presidir) y contra el libro Hablando bien se entiende la gente (Miami: Santillana USA, 2010), editado por Jorge I. Covarrubias, Daniel R. Fernández, Joaquín Segura y quien esto escribe.

Los argumentos de Lynch y Potowski son casi todos refutables. Sus interpretaciones del libro me parecen tan desatinadas como mezquinas. Sus juicios sobre Hablando bien se entiende la gente obedecen a un principio de laissez-faire irreconciliable con cualquier intento normativo de la lengua que hablamos y escribimos. Si estos dos lingüistas compusieran un libro de este pelaje, seguramente lo titularían, Lo que importa es que hables, aunque hables mal. Porque la verdad, digámoslo sin ambages, parece que Lynch y Potowski aspiran a convertirse en defensores de los falsos cognados, en paladines de la alternancia de códigos, en valedores de los burdos préstamos lingüísticos, en adalides de los superfluos anglicismos (de los crudos y de los cocidos). A Lynch y Potowski les satisfaría que los hispanos que desean superarse, que quieren enriquecer su lengua porque son conscientes de la importancia de hablarla con corrección y propiedad, se dijeran, ¿por qué tengo que mejorar mi español, si para lo que hago me basta y sobra?

Lynch y Potowski acusan a los autores de Hablando bien de referirse a los latinos en un tono negativo y hasta despectivo, aduciendo que en realidad no existe ningún tipo de criterio lingüístico fiable u objetivo en estas cuestiones. A raíz de una acusación tan cerril como tartufa, he de inferir que Lynch y Potowski son incapaces de apreciar ese humor socarrón y jocoserio con el que están compuestas las cápsulas idiomáticas del libro. Hablando bien no tiene otro objetivo que el recomendar equivalencias es recomendar equivalencias más apropiadas para hablantes que ya manejan más o menos el español y quieren perfeccionarlo, tener una guía práctica y sencilla a mano. Que yo sepa, de los 10.000 compradores del primer volumen de Hablando bien ninguno se ha sentido ofendido al leerlo. Todo lo contrario, agradecen que se les sugieran alternativas más naturales con las que sustituir esos inevitables calcos lingüísticos. El análisis seudosociológico de Lynch y Potowski me parece desacertado y de una falta de objetividad que raya con la paranoia más torquemadiana. No hay voluntad alguna de ofender ni de humillar a nadie en estas recomendaciones idiomáticas. Quienes las hemos redactado somos hispanounidenses, amamos nuestra cultura y nuestra lengua, la misma que la de los 50 millones de latinos que residen en los Estados Unidos, con quienes nos sentimos identificados y por quienes romperemos no una sino mil lanzas en su defensa.

Los burriciegos embistes de Potowski y Lynch contra la Academia Norteamericana de la Lengua Española revelan una ignorancia supina al hacer caso omiso del entramado político [End Page 355] y cultural que dio origen a la ANLE como salvaguarda del español en un medio, por entonces hostil, hoy más tolerante, donde el idioma mayoritario era y sigue siendo el inglés. Los actores cambian pero continúa la obra; la misión sigue siendo la misma y el lema no puede ser otro: fijar la norma del español internacional, establecer las bases de una lengua común. De paso, también parece que Lynch y Potowski ignoran la historia de los Estados Unidos, un país atípico en su relación con el idioma, quizá porque es una gran nación de emigrantes. Bastaría que leyeran The Guardian o cualquier otro periódico británico para que conocieran los debates sobre el uso innecesario de variantes del...

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