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  • El Milagro del Cine en Colombia
  • Hugo Chaparro Valderrama

Hemos de tener un arte propio. El Presidente de la República, Pedro Nel Ospina, durante la inauguración de la Casa Cinematográfica Colombia

(1924)

“¡Tuvimos que esperar cien años para que nos dieran la Cámara de Oro en Cannes!”. Un espectador desconcertado tras la proyección de La tierra y la sombra

(Acevedo, 2015)

Un “abominable ratero” y el ardor de las fiebres tropicales presagiaron en el país del Sagrado Corazón de Jesús que la aventura del cine fuera un riesgo estimulante para todos los que alguna vez soñaron con ver sus ilusiones rodando en una pantalla. El joven farmaceuta francés que los hermanos Lumière enviaron a tierra americana para traer por estos territorios la buena nueva del cine, pasaría en el transcurso de tres años vertiginosos (1896-1899) del entusiasmo más desbordante a la decepción más profunda luego de sus aventuras por un mundo en el que, según su testimonio, había sufrido demasiado y al que jamás volvería. Gabriel Veyre, el emisario de los hermanos Lumière, partiría de Le Havre hacia América a mediados de 1896, soportando los rigores de una suerte que se fue tornando esquiva.

La semana de pasión que le permitió a Veyre coquetear con una pasajera en el transcurso de su viaje, se iría prolongando hasta hacer de él un mártir, crucificado por obra y gracia de los azares del cine. Llegaría a Nueva York en el mes de julio de 1896, siguiendo luego en tren hacia México y, de cierta forma, hacia el misterio. A partir de entonces el joven se impresiona con los indios, la miseria y el aire de exotismo que lo asombraría por el contraste con una Francia lejana y apacible. Al otro lado del lente todo parecía una ilusión pues, ¿dónde si no en el México de finales del siglo XIX encontraría las feroces peleas de gallos o la terca voluntad de los jinetes que enlazaban a los toros bajo su dominio? [End Page 139]

El cine se acercaba así, con pasos cautelosos, a Colombia, y sus inicios serían semejantes a un presagio que anunciaba las estrategias de los empresarios por venderle a un público inocente y fascinado el espectáculo de las imágenes en movimiento: antes de que Veyre arribara a la geografía del trópico, la Compañía Universal de Variedades y su director, según cronistas, un “hábil prestidigitador” llamado Balabrega, presentaba el vitoscopio de Edison,1 matizando su espectáculo con actos de ilusionismo, magia, tiro al blanco y canarios amaestrados, deslumbrando Balabrega con la Danza de la serpentina trazada por Mademoiselle Elvira en el escenario –una versión local y no del todo imposible de La danza de la serpentina, filmada en 1894 por William K. Laurie Dickson en los laboratorios de Thomas Edison, donde la bailarina Annabelle Moore, también conocida como Peerless Annabelle, fue una estrella parodiada en su época por imitadoras como la bailarina Loie Fuller, no menos popular que Mrs. Moore con su versión personal de la serpentina en movimiento que brilló en los ojos del público-.

Pero el hechizo empezaba: el trabajo arduo de Balabrega estuvo amenazado por el rigor de una fiebre amarilla que recorrería el Caribe y obligó al empresario a escapar de la peste. Un asunto no menos tortuoso para Monsieur Veyre: tras su odisea mexicana, seguida por la sorpresa que supuso el cine en Cuba,2 llegando luego hasta Venezuela –donde el “abominable ratero” lo engañó acusándolo ante las autoridades y obligándolo a refugiarse en Fort de France, resignado a una larga cuarentena en el sopor de un lazareto debido a la fiebre amarilla-, los giros que tomaron la peripecias de Veyre no se harían esperar y lo hicieron desesperar.

“Toma rumbo a Colombia”, escriben los historiadores Leila El’Gazi y Jorge Nieto, “y a comienzos de septiembre [de 1897] llega a Cartagena, sigue a Calamar y en medio de una tormenta tropical...

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