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  • Éxodo rural, migración e inmigración en el cine español
  • Isolina Ballesteros

El cine español ha documentado consistentemente las migraciones internas y el éxodo rural en los años cincuenta, la emigración de trabajadores temporeros a Europa en los años sesenta y la inmigración de las últimas décadas desde que España dejó de ser un país emisor de exiliados políticos y emigrantes económicos para transformarse en país receptor. Se trata de dos procesos inversos que reflejan el devenir histórico del país, y su traslado al cine – la escasez, la abundancia y los recursos con los que se representan – se ha visto lógicamente determinado por la ideología y el espacio geográfico y cultural desde los que se producen.

Éxodo rural y emigración interna

Entre 1950 y 1981 tuvo lugar en España un éxodo rural que despobló paulatinamente el campo y la España interior. Comenzó en los años cincuenta con la movilización del campo a las capitales de provincia y de las regiones más pobres hacia las más industrializadas (Madrid, Cataluña, País Vasco y Comunidad Valenciana). En los años sesenta, con el surgimiento del boom turístico, el éxodo se extendió a las zonas costeras. Esta migración interna favoreció la urbanización de la sociedad española, pero generó desbalances regionales sin precedentes en el desarrollo demográfico del país. No supuso una mejora inmediata para los emigrantes que se asentaron en barriadas periféricas de mala calidad, sin dotaciones ni servicios, hacinados en infraviviendas o en poblados improvisados, en busca de un trabajo que no siempre era fácil de encontrar. Esta movilización se representó en el cine apoyado por el régimen y producido por su productora oficial, CIFESA (Compañía Industrial del Filme Español, S.A.), en términos dicotómicos y como una adaptación moderna del tópico literario de “menosprecio de corte, alabanza de aldea”: lo rural es un locus [End Page 249] amoenus (alegórico de la Patria) y los entornos urbanos y el extranjero, lugares de perversión y corrupción. Tres películas realizadas en tres décadas distintas son representativas de la perspectiva del régimen ante el éxodo rural: La aldea maldita (España 1942) de Florián Rey, Surcos (España 1951) de José Antonio Nieves Conde y La ciudad no es para mí (España 1966) de Pedro Lazaga.

En 1942 Florián Rey, uno de los cineastas más reconocidos del cine de la República, dirige La aldea maldita, adaptación sonora de la versión muda dirigida por él mismo en 1930. Se trata de un híbrido entre el drama rural y el cine religioso, dos de los géneros cultivados en esa década junto al cine histórico y la comedia popular y folklórica. En esta versión, mucho más conservadora que la anterior por estar impregnada de la ideología del naciente régimen franquista que redefinió la españolidad en términos de la exaltación y falsificación del pasado imperial y la degradación de todo lo considerado ofensivo al sentimiento nacionalista, la aldea representa lo autóctono – la tradición y la religión –, y la ciudad – adonde los aldeanos se ven obligados a emigrar por la destrucción de las cosechas y las sucesivas dificultades económicas – es percibida como lugar de corrupción y pecado. Ante el inevitable éxodo, la madre (emblemática de la nación en el ideario franquista) debe quedar en la aldea como marca de pertenencia geográfica y símbolo de la perpetuación de la especie en el espacio rural y doméstico. Desoyendo la prohibición paterna, la madre decide unirse al éxodo, se pierde y acaba trabajando en un “antro de pecado” en la ciudad. Por ello se la culpa de la maldición que pesa sobre la aldea y simbólicamente de la decadencia de la Patria. La transgresión del orden establecido y la deshonra requieren el castigo ejemplar del patriarca y...

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