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  • Elipsis de un Still Life
  • Blanca Anderson (bio)

En el momento en que Él le hizo la señal para que lo siguiera y entrara a su casa, Juan Pescao le dijo a ella, con sus ojos de loco desorbitado, inyectados de sangre:–No entre ahí, si lo hace se arrepentirá para siempre así como el que se monta en el carro es asaltado por las bolas de fuego que se descuelgan de ciertos árboles de Loíza, metiéndose por dentro y llevándose como sólo los espíritus de las potencias africanas pueden y por más que quiera bajarse del carro no lo podrá hacer. Palabras de Juan Pescao, allá en una esquina sucia del Viejo San Juan. Juan Pescao descalzo, harapiento y sucio, con ojos amarillos y rojos, fumándose con ella los cigarrillos de ella, dos búhos de la noche, fuma que te fuma. La vio sentada en unos escalones y entonces me da un cigarrillo y ahí el cuadro, la especie de foto: la joven y el vagabundo, ella en un escalón y Juan Pescao recostado en un carro. Ella en espera del día y de la guagua de vuelta a su casa, la primera guagua de las 6:00 am. Juan Pescao hollando los adoquines en la comodidad silenciosa de una calle vacía. Juan Pescao pitonisa y sabio y sabelotodo y así mismo fue, así mismo sería.

–Lo sé, le respondió ella, pero tengo que entrar. Nunca he sido una para huir de las experiencias con letra mayúscula y mucho menos de jóvenes hermosos, efebos melancólicos, me gustan. Y Juan Pescao la miró como si entendiera pero le habló de la velocidad que arruina los carros en carretera de tierra o las piedras en el camino,–¿Qué hace (le preguntaba) con los peñones que se encuentran en ciertas carreteras, sigue, se detiene, los esquiva? (Héroes griegos, pensaba ella, pruebas de dioses). Y a renglón seguido la obsesiva cantaleta de las bolas de fuego que lo persiguieron allá en Loíza.–Una vez te identificas con una potencia, ella es la que te domina, entienda, ella es la que se ha identificado contigo, entienda, nunca es al revés ¿no se da cuenta? Quedará atrapada creyéndose que usted ha elegido y no será así porque las bolas de fuego se le arrojan desde los árboles, los tambores no dejarán de machacarle el cráneo aunque se vaya, trate de irse lejos, a otras ciudades con otros ruidos pero siempre las exigencias del carro que le toca guiar con todos los peñones de frente … no entre, le dijo, no entre a esa especie de caverna con balcones. Ojos de búhos obsesivos tratando de entenderse:–no las escoge, ellas son las que escogen, lo sé pero he de entrar, algo en su gesto, en la sombra de la espalda y olvídase, es hasta que ellas digan ya, hasta que ellas se escuchen en otro que reclama. Así hablaban, Juan Pescao gesticulando con ademanes de loco sabio, de loco poderoso en fracción de cuerpo maltrecho, ella hablando suavemente, tratando de inyectarle un poco de calma a la diatriba del loco, pensando cómo el espacio entre las palabras cruzadas parecía llevarle el compás a su historia, otorgándole más poder al loco, marcando la verdad de sus consejos entre su propia obstinación.

Ahora, después de muchos años, las palabras aún suenan en la mente de esta mujer que se sienta en una sala rodeada de jaulas de bambú, algunas con pajaritos amarillos, otras vacías. Martillo de ecos que ahora recuerda una mente necesitada de curvas, de líneas curvas que se acercan y se alejan en una lenta clave dirigida, gorgojeo que tiene que incluir a alguien que le avisó no entre, no entre ahí. Pero entró, se desplazó por ese espacio y lo invadió con un sí misma imposible, ¿no? Dos espacios irreconocibles, casas tomadas, llenas de historias que ahora son simples ecos. Memorias. Nadas.

Ella le dio la mano a Juan Pescao y le dio las gracias por su...

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