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  • Confederaciones Antillanas
  • Blanca Anderson (bio)

… y en la soledad de su cuarto, enfrentado a la botella, unas cuantas novelas y sus viejos sueños, el silencio se le metía por las quijadas, apretándolas hasta dolerle, y en su cerebro activado por su placer insatisfecho y los secretos que-se-llevaría-a-la-tumba, eran otras las palabras que se agrupaban, y entre hipo e hipo y de vez en cuando entre arias de la locura o constancias de Strauss, escribía poema tras poema en papeles amarillentos que guardaba en la carpeta titulada Espermatozoides.

… y todas las mañanas rezaba casi arrepentido de su Biblia, regalo de su madre, y tocaba las cuentas de su rosario mientras hablaba y hablaba, con voz rápida pero nunca con impaciencia, de la inmensa familia que siempre rondaba el vecindario buscando sus cuotas de vínculos, de pasados inciertos, conversaciones de tumbas vaciadas por el olvido y que ahora se llenaban con sus palabras, aguaceros diarios, hasta la próxima mañana, hasta mañana.

… y se sabía que allí, entre las páginas de su Biblia, guardaba como tesoros los nombres y direcciones de alguno que otro, que conoció en sus viajes por las islas, las islas de las cuales nunca podría separarse porque siempre en esta vida, y en todas las anteriores, había pertenecido al mar Caribe. El Caribe enloquece, había solido gritar en un tiempo, cuando añoraba que el alarido le cavara algún huequito en la hostilidad ante su diferencia. Sí, siempre estuvo unido al grupo de islas que todos, vivos, muertos y moribundos transitan constantemente.

… y es que el tropel de almas sonaban para él, y ellas venían desde allá, de Saint John, de Santa Lucía, de Trinidad, de Cuba, de Martinique. Y por los cocoteros de las islas de Barlovento, empujados por los vientos alisios, le iban llegando los rumores de noticias y mensajes para todos los que se aparecían, buscando llenar las horas con las palabras como hojas de ramas de troncos de un árbol familiar extendido por las dimensiones como un mapa pirateado por la imperiosa necesidad de ser otra cosa, otra cosa más allá del balcón adjunto a la habitación que lo volvería a recoger entre sus sombras, al final de su jornada. Radio matutino del más allá, sus palabras rápidas deletreaban la próxima operación de la titi Mari, el porvenir incierto del matrimonio de los Lizardi, el ridículo titular que saldría mañana en el periódico sobre las nuevas leyes de deportación de los dominicanos, que leía con ojos cerrados, mientras comunicaba los gritos de dolor que le llegaban de los naufragados en el canal de la Mona, pensando en el dulce verdulero que había tocado en el Lorraine, entre las oscuridades, y que nunca más volvió a ver.

… y comentaba, rabiando, sobre el mierdero de restricciones que impedían el limpio paseo entre isla e isla, si siempre había sido así, el ir y venir, si seguía siendo así, si antes de ser puertorriqueño colonizado él fue esclavista en Saint Vincent, esclavo en Guadaloupe, había vivido en Santiago, paseado por Saint Thomas, navegado por Tortuga, rumbo a Haití; había construido canoas, hablado con Las Casas, transportado caña, procreado hijos e hijas, cuyos descendientes por ahí andarían, porque en todas sus vidas anteriores había sido parte de estas islas de ron, miel e infortunios, y ahí siempre regresaría, en un retorno casi infinito, él, pirata de la suerte, mediador, antena entre esos mundos de Dios.

… y en este tráfico de voces y almas y gentíos de las islas, la suya era una más, participante activo del mundo secreto, tejida a la red de nombres que yacía aquietada entre las páginas de su Biblia, entre los orificios de sus santos y vírgenes donde apiñaba, junto con los billetes de la lotería, los trazos de poemas que terminarían en la carpeta nunca leída titulada Espermatozoides, y cada noche, con quijada...

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