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  • Rosa Ileana Boudet:“Todo está en el archivo”
  • Carlos A. Aguilera

Difícil no hablar de teatro con Rosa Ileana Boudet. Difícil no intentar saber todo lo que ha visto, lo que ha escrito, lo que ha vivido. En su momento fue jefa de redacción de la revista cubana Revolución y Cultura, directora de la no-del-todo-valorada y no-del-todo-excelsa Tablas, de la casi invisible Conjunto (invisible porque siempre era un poco difícil comprarla), que tanto hizo por dar a conocer en Cuba a diferentes dramaturgos, entre ellos a Eugenio Barba. Sus libros, que incluyen Cuba: viaje al teatro en la Revolución (2012), Luisa Martínez Casado en el paraíso (2011), Teatro cubano: relectura cómplice (2010), En tercera persona. Crónicas teatrales cubanas 1969-2002 (2004), Morir del texto. Diez obras teatrales (1995), entre otros, casi pudieran leerse como una historia privada de Cuba. Una que observara la isla como un gran escenario donde lo bufo y lo serio se intercambiasen… Y por suerte, su producción no para, tal como demuestra su blog Lanzar la flecha bien lejos (www.rosaile.blogspot.com/) y sus innumerables textos inéditos. Así que sentémonos y encendamos la luz. Se aprende más sobre el homo cubensis hablando con Rosa Ileana que leyendo filosofía. Se aprende más sobre Cuba hablando de teatro que dictando cátedra.

Me gustaría que comenzáramos al revés, para no tener que forzar demasiado la memoria. En los años 90s surgen o se imponen una serie de autores teatrales muy importantes para la escena en la isla (Alberto Pedro, Víctor Varela, Joel Cano, Raúl Alfonso…) y para alguien que fue una testigo privilegiada en esta época (por dirigir la revista Conjunto y vivir el día a día del mundo de teatro).

¿Cómo la definirías? ¿Se puede dar o se ha dado ya un nombre que explique o ayude a ver la complejidad de este período?

Tres de los autores que citas están incluidos en mi Morir del texto, junto con ocho dramaturgos más. Dejé fuera El grito, de Raúl Alfonso, aunque [End Page 91] en el prólogo cito a Laura Fernández Jubrías, que dijo que El grito definía a esa generación con su “estridencia y su imperfección”. Armando Correa habló del vértigo de la ironía, y Eberto García Abreu, entre otros, de la búsqueda de la libertad en La cuarta pared. No son los únicos que nombraron ese periodo. Los trabajos más importantes que circularon a finales de los ochenta, o un poco después, intentaron explicar un momento de inconformidad e incertidumbre, escenificados como angustia, desenlaces sin resolución y “poco felices”, ambigüedad y parodia. Vino abajo el campo socialista—su imaginario y seguridad—y empezaron años de incontables dificultades materiales, el llamado periodo especial. Sin embargo, aunque es cruel decirlo, para el teatro fue una sacudida, porque, como es lugar común, la crisis hace que el espectador busque abrigo en ese espacio único de gratuidad y placer. Los jóvenes, inconformes con el teatro sociológico de los 70, recuperaron su vertiente poética, la de Estorino. Surgió Alberto Pedro. Entonces casi nadie consideraba “autor” a Víctor Varela. Al publicar Ópera ciega, mi selección contribuyó a ensanchar la idea del “texto”, ya que incluí también Saf, de Carlos Celdrán y Antonia Fernández, porque la escritura escénica—textos creados a partir de otras fuentes y en el proceso de ensayos—fue tan vital como el concebido de forma tradicional. Estoy esquematizando; no quiero alargarme y aburrir(te). Fue un privilegio estar allí en los ensayos y los estrenos. Joel Cano interesó muchísimo, tanto que María Elena Ortega y Vicente Revuelta intentaron montarlo. Sus personajes desafían la unanimidad, la iconografía, lo establecido, como los de Carmen Duarte en medio del mar. No eran obras esperanzadoras, sino demoledoras. Los ensayos iniciales de Manteca fueron apesadumbrados. Se sentía como si los primeros minutos durasen una eternidad, pero el...

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