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  • Estrategias de venta y literatura: las ilustraciones de portada en las secuelas decimonónicas de Don Juan Tenorio
  • Montserrat Ribao Pereira

En 1844 el primer actor y director del teatro de La Cruz, Carlos Latorre, necesitaba una obra nueva para representar antes de que finalizase la temporada, en el mes de abril, y José Zorrilla se dispuso a escribirla. En una noche de insomnio redactó la undécima escena del segundo acto y a partir de ella, en veinte días, el resto de la pieza. El 28 de marzo se llevó a las tablas Don Juan Tenorio (1844) que, pese a su moderada repercusión inicial, se ha convertido en el título del teatro español decimonónico más representado hasta nuestros días.

Desde esa primera puesta en escena, el texto de Zorrilla ha sido constante objeto de crítica o labor literaria y a partir de 1860, año en que la pieza se reestrena con gran éxito de público, pasa a formar parte de los repertorios de buena parte de las compañías. Aunque el propio dramaturgo fue muy crítico con su obra (entre otras razones porque intentó reiteradamente romper su compromiso con Delgado, el editor que percibía los beneficios de la pieza), el drama Don Juan Tenorio aumenta su fama con los años y las ediciones se suceden ya en vida del autor.1

Paralelamente, el discurso pictórico adquiere una extraordinaria pertinencia en el diseño de los modos editoriales a partir de la segunda mitad del ochocientos, tal y como han puesto de manifiesto los estudios de F. Fontbona (2003), M. L. Ortega (2005), L. Romero Tobar (1990) y P. Vélez (2005–2006). Sin embargo, y pese a los múltiples acercamientos y perspectivas desde [End Page 195] las que se ha abordado tanto el texto de 1844 como sus personajes, el estudio de las manifestaciones icónicas del Tenorio en las ediciones ilustradas de su tiempo ha sido, por lo general, desatendido.2

La proliferación de revistas y periódicos ilustrados en el siglo xix proporciona a grabadores y dibujantes un enorme campo de trabajo y posibilita el ensayo de múltiples combinaciones entre dibujo y texto literario. La edición en libro de obras, narrativas primero, líricas y teatrales después, se hace eco de este auge de la ilustración como procedimiento editorial y lo generaliza a partir de mediados de siglo, si bien a partir de unos determinados condicionantes (inclusión en colecciones o antologías, venta por entregas y mecanismos de suscripción) que no han sido aun suficientemente estudiados.3 Como venía ocurriendo con la prensa, al hablar de libros la mención con ilustraciones, ilustrados o con grabados, funciona como reclamo tanto para el comprador bibliófilo, que aprecia el valor estético de un libro esmeradamente editado, como para el popular que, por lo general, inicia su acercamiento al texto a partir de las imágenes. En este segundo supuesto, los grabados aparecen ya en la portada de la obra, habitualmente de cartón muy fino y de fácil impresión, o bien en el encabezado de la misma si se trata de pliegos, entregas o partes de un volumen colectivo. En el caso de un texto tan significativo como Don Juan Tenorio, el análisis de las estampas de apertura con que se difunden las diversas secuelas decimonónicas de la pieza de Zorrilla permite, como señalo en las páginas que siguen, comprobar hasta qué punto el grabado condiciona la lectura del texto y sirve como reclamo para su venta.

La imagen de cabecera asoma al receptor a una información, fácilmente decodificable, que le anima tanto a la compra del impreso, primero, como a su lectura posteriormente. Para ello, los grabados no siempre optan por remitir a situaciones concretas del texto a que se refieren, sino a evocaciones generales del modelo de Zorrilla. Esto es lo que ocurre con dos títulos teatrales ilustrados de la segunda mitad del siglo: Tenorio el bueno, de F. Urrecha (1897) y Don Luis Osorio, de M. Fernández y González...

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