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Callaloo 26.4 (2003) 1062-1068



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Othón, el camarero que perdió su memoria

Luis Arturo Ramos

[English Version]

Además de pulcro y diligente, Othón conoce como a la yema de sus dedos todos los vericuetos del concurrido restaurante donde labora. Ligero y esbelto como un clíper transoceánico, discurre por las congestionadas rutas del establecimiento cargado de vituallas sin resquebrajar la sutileza de su sonrisa. Bordea los cabos de la barra y remonta el archipiélago de las mesas. Atraviesa golfos, despunta penínsulas y de improviso, como la concreción de una esperanza largamente anhelada, rompe la neblina que nace en el guisado o sobre los reconcentrados líquidos de las tazas, para rebalsar en alguna sofocada bahía colmada de parroquianos.

Muchos conocen alguna de sus historias aunque la mayoría ignora la verdadera. No arribó en un moisés destartalado para que el padre del actual dueño del negocio se condoliera de su triste y larguirucha suerte; ni es retoño bastardo de un político encumbrado que para ocultar su paternidad vergonzante y paliar los mordisqueos de su maltrecha conciencia, lo encomendara al propietario en pago de lejanos favores recibidos. Tampoco, a pesar de su demacrada estampa de aristócrata centroeuropeo, arribó con la resaca de refugiados que los regímenes totalitarios empujaran hasta las costas de nuestro país.

Pero nada de eso es verdad ni existe ya quien se atreva a sostenerlo sin sonrojos. El origen de Othón es tan sencillo como el de la mayoría de nosotros. Escaló los peldaños de la jerarquía restaurantera desde sus mismos fundamentos. Ascendió con lentitud, aunque con seguridad y parsimonia de santo, al cielo de la situación en que lo conocí; mas no sin antes visitar los humosos infiernos de la cocina y el anodino purgatorio del marmitonaje.

Aunque su labor de chalán y garrotero sujeta a los altibajos de propinas desleídas no debió resultar gratificante ni mucho menos alentadora, Othón pagó el noviciado con la reciedumbre de quien sabe que se encuentra en la antesala, no de un oficio, sino de una vocación. Porque el trabajo meseril guarda tanto de mística como el sacerdocio, amerita más sacrificio que el magisterio y, en definitiva, mayor entrega que la política. Oficios todos que no sólo requieren disciplina, serenidad y sensatez suficientes para sobrellevar las vicisitudes cotidianas y contrarrestar las intemperancias propias del ejercicio del apostolado, sino que obligan a enfrentar con humildad el reto de retirarse a tiempo.

Othón alcanzó el paraíso del salario mínimo y el remanso de las propinas rentables por dos razones fundamentales: porque aprendió a sonreír ante las jetas más avinagradas y los desplantes más atrabiliarios con la refinada elegancia del verdugo que [End Page 1062] afila la hoja de la guillotina que muy pronto habrá de utilizar, y porque volvió a su prodigiosa memoria sostén de un oficio que muchos, queriéndolo o sin querer, pusieron a prueba todos los días de su puntual existencia. Porque supo, en pocas palabras, pulimentar hasta el destello los atributos indispensables del buen mesero: la vasta memoria y la impertérrita sonrisa.

Pero la historia de su sonrisa quedará para otro más interesado en ella. La mía da cuenta del asombro que fue su memoria y de cómo la extravió en algún vericueto del camino, hace ya tantos meses que su número permite contabilizarlos por años.

Nadie lo duda aunque pocos se atreverían a ratificarlo sin reticencias: la memoria queda bajo el resguardo de los historiadores pero también de los meseros; y si bien aquellos la apuntalan con artilugios de diferente cariz, estos últimos no la contaminan ni con el pétalo de una rosa. Pese a los adelantos de la ciencia (han aparecido revisionistas que en vez de anotarlo, graban el pedido del cliente; estrategia que si bien elimina engorrosas discusiones basadas en las discrepancias respecto a lo que se ordenó y lo que se...

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