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Callaloo 26.4 (2003) 1076-1078



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El Taxidermista (El Padre)

Norma Lazo

[English Version]

La conciencia de la infelicidad es una enfermedad demasiado grave para figurar en una aritmética de las agonías o en los registros de lo incurable.
—Cioran

No era posible distinguir por las celosías del sótano, aun así Melisa sabía lo que su padre realizaba con las herramientas. Lo espiaba por una grieta: las sombras reptaban las paredes, la espalda cubría la mesa de trabajo y la gordura se apilaba en gruesos bultos que tapizaba de pliegues la camiseta blanca. A veces era un gato, en otras,fardos de formas más complejas luchaban y gemían dentrode los gruesos costales. Si al menos durmiera tranquilo después de su pasatiempo —pensaba Melisa—, pero no, por el contrario el ritmo cardiaco continuaba latiendo acelerado al igual que en la excitación inicial: el preludio interminable por un orgasmo imposible.

El padre sabía que Melisa lo observaba. Giraba la cabeza como un búho para buscarla a través de los grumos de polvo que obstruían la celosía, le sorprendía corriendo asustada entre el sonido producido por sus tacones de tap. Ella lo espiaba a diario. Caminaba decidida con los zapatitos delatores, y convencida de que esa tarde le reprocharía el uso del estúpido vestido azul, las coletas infantiles y los ruidosos zapatos sobre las pequeñas calcetas blancas, ¡soy Melisa y no Dorothy! pretendía reclamarle, pero al verlo manejar las herramientas con tanta frialdad y seccionar los animales con tal indiferencia, se arrepentía y guardaba silencio.

Cuando Melisa escuchaba la puerta oxidada del sótano sabía que su padre había terminado de jugar, entonces corría a la sala para poner alguna película de Fred Astaire o Gene Kelly y fingir divertirse imitando los pasos de baile frente al televisor. El padre la miraba al mismo tiempo que lanzaba la camiseta ensangrentada al piso, ¡muy bien Dorothy!, le decía al suministrarle esa mirada insondable que Melisa ya sabía qué significaba. Quería distraerlo desplazando su cuerpo con movimientos gráciles y rítmicos: somewhere over the rainbow, way up hide, there's a place. . . .

Las primeras veces funcionó, pero la situación más común en la solitaria casa en el campo era el padre elevando a su hija de la cintura para llevarla al cuarto de arriba, donde guardaba el altar de Judy Garland. [End Page 1076]

El padre solía sentarla sobre sus piernas. Con la dureza ungular rasgaba la delicada piel de sus pechos. Melisa descubría con repulsión el tono amarillento que cubría las manos, pero lo que más detestaba era el olor a formol que impregnaban sus uñas. No gritaba, prefería morder su labio inferior para obligarse a callar, si corría con suerte, el padre sufriría una eyaculación precoz y no intentaría hacerle otra cosa.

Nadie los visitaba. Sólo pasaban algunos viajeros idiotas que los veían con agrado desde sus coches: el padre con la camiseta blanca y su overol de mezclilla, la hija con el vestido de Dorothy. Los turistas saludaban enternecidos y orgullosos como si observaran The Farmer de Grant Wood, nadie notó la mirada aletargada y triste de la niña mezclada con el aire caluroso. Para Melisa, cada coche que pasaba cerca de la casa era una historia salvadora que la alejaba del olor a formol, de la repetición insistente de El mago de Oz, y la cercanía del obeso cuerpo de su padre, no obstante todos los relatos quedaban disueltos como los órganos de las víctimas en los baños de ácido.

El escape para ella fue la televisión. La caja de bulbos como detonador esquizofrénico. No le importaba si eran programas de concursos o los especiales de los más buscados por el FBI. No le importaba si las bocinas producían ruidos de estática y la pantalla sólo reflejaba puntitos grises como perlas. Melisa...

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