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  • Misterio femenino y orden patriarcal en Pepita Jiménez de Juan Valera
  • Gabriel García Bajo

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El misterio es propiedad del esclavo Simone de Beauvoir, El segundo sexo

Pepita Jiménez es una novela que parece prestarse al análisis de la ideología del género, entre otras razones por los ideales normativos de masculinidad y feminidad que encarnan sus dos protagonistas. Para que ello tenga lugar, sin embargo, es preciso que la trama narrativa abandone una serie de anomalías iniciales incompatibles con la celebración final de la felicidad conyugal (Bianchini 35; Monleón 94-95). Dos de estas anomalías tienen que ver con el personaje de Pepita: la primera está relacionada con la masculinidad de su caracterización en la primera parte de la novela, y se resuelve mediante un proceso de restauración de los valores genéricos "apropiados" (Charnon-Deutsch, Gender 21; García Bajo 67-75; Hoff 215-16). Una segunda anomalía, que es la que trata de indagar este artículo, concierne a la caracterización de Pepita como un personaje envuelto en el misterio y, por tanto, refractario a todo conocimiento. Esta encarnación de lo que tradicionalmente se ha denominado "misterio femenino" (Beauvoir 354-61; Charnon-Deutsch, Fictions 22) es antes que nada una demostración de que el sujeto de conocimiento que narra y representa lo [End Page 13] real - y lo ideal - en esta novela es masculino.1 La mujer, evidentemente, no es un misterio para sí misma sino para el hombre. Y en esta novela al menos, lo es por dos razones dispares pero complementarias: por un lado, el misterio que rodea a Pepita se puede leer como un ejemplo de resistencia femenina contra la vigilancia a que se la somete y, en este sentido, supone un desafío al orden social patriarcal; por otro lado, constituye también una estrategia discursiva de este mismo orden patriarcal para justificar la necesidad de someter a las mujeres a un control más riguroso.

El análisis de la primera causa exige desprenderse de la perspectiva masculina con que la novela invita a ser leída,2 y efectuar una lectura que atienda a ciertos silencios y omisiones sobre la experiencia de Pepita. Se trata de no dejarse arrastrar por un texto que induce al lector a identificarse con Luis en su debate interno por encontrar su verdadera identidad y que sólo parece interesarse por Pepita en la medida en que afecta, inquieta, seduce o se somete al varón, esto es, en tanto que es objeto de deseo o temor, y no como un sujeto con experiencia y voz propias.3 Es preciso tener en cuenta que, tras la muerte de su marido, Pepita no se tiene más que a sí misma y a su buen hacer para ganarse el respeto de una comunidad que le impone que guarde las formas y mantenga las apariencias. Se somete, por ello, a un luto estricto y prolongado que convierte su viudez en un despliegue de señales de mortificación y duelo. Pero esta conformidad con un paradigma de mujer virtuosa y distinguida exige de ella una escenificación meticulosa y calculada de su vida que la exima de la crítica y el descrédito de los que la juzgan y observan con detalle.4 Como recuerda Aldaraca, "la conducta recatada de una mujer es su única protección contra la opinión pública y la amenaza de la posible destrucción de su buena fama" (53). En consecuencia, la Pepita representada por Luis en sus cartas se reduce prácticamente a lo que ella representa ante él y ante todos los demás, pues poco más saben Luis y, con él, los lectores. Pepita se ajusta a la norma social pero, en dicho proceso de adaptación, se nos oculta. En otras palabras: Pepita muestra lo que se le permite que muestre, y poco más. Luis se ve incapaz...

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