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Ana y el Mar En el instante hay una fractura que brilla, una separación donde veo el rostro de Ana salir con una confusa expresión de entre las cortinas de aquella casa sobre la costera amalfitana, y entonces digo: esto debe llamarse "el recuerdo", las tentativas de la realidad para recuperarse en una materia calcinada en otro pliegue del calendario, en otro sitio ahora diferente a los hechos impresos en la brusca y deliciosa memoria, este volver del cuerpo de Ana contra la tarde, entre las holandas y sonriendo con esa humedad suya sobre los labios adolescentes, esa conversación, luego, en Roma, cuando me dijo cómo y quién — pero sobre todo quién, y escupo sobre este recuerdo, y me aborrezco —, cómo y quién, esa primera vez borrada y sin embargo presente en la tristeza de Ana cuando me mira, cuando me veía directamente a los ojos y había en ese aire suyo de animal duro y ágil una huella de ruego y humillación que yo no entendí, por eso debo recapitular y examinar de cerca esto que vuelve, esto que llamo una fractura en el paso del tiempo, una continuidad en la intermitencia o al revés (no sabría explicarlo y de todas maneras debe ser tan sencillo), un instante en el que Ana vuelve a poner sus manos bajo la lluvia y a reír junto a mí — 28 años mayor que ella, pero qué importaba y qué importa, me digo y me decía entonces, y es verdad, a menos que . . .-, un momento en que el verano compartido me golpea con una fuerza tenue y digo mentalmente todas esas palabras que ella oía con un aire encantado e indiferente, por eso debo pensar que todo eso tuvo algún sentido, el acercamiento inexplicable y la caída en las tardes y noches fervorosas, rendidos y con dos vasos de leche en la mano, todavía en la cama, en el agradable calor que invadía el cuarto y nos tocaba con hilos finos y nos envolvía después, mientras oír el mar era otra manera de vivir con todo el cuerpo ese par de semanas que se prolongaría innecesariamente en Roma (pero ¿por qué tenía que ser así, por qué?), en el tráfago inmundo y exacerbado, con citas en la Piazza Navona y el paseo — que a mí no me gusti ba y a ella la fascinaba — 227 228Rocky Mountain Review hasta Campo dei Fiori, a ver a los muchachos de ojos enigmáticos y maneras frugales, y después caminar hasta el vícolo donde vivía yo y encender el radio, preguntarle qué quería beber, mirar el techo y no pensar en nada, en nada, hasta que ella sonreía y tratábamos entonces de volver a ganar, inútilmente, un destello verdadero de lo ocurrido hacía apenas cuatro o seis días, y ella se movía con destreza y flexibilidad hacía mí, con un ardor puro y joven, por eso debo pensar en ella, recordarla aunque ahora esté de nuevo todo en orden (porque, es claro, aquello fue un desorden, un desmadejarse insólito de mis costumbres de viudo, un levantarse de extrañas capas de hábitos para ver algo que me enceguecía y saturaba), aunque ella se haya ido con la facilidad con que llegó (¿a dónde o a quién llegó?, no fue a mí, lo sé), aunque Ana, con su cara olivácea de grandes ojos frescos, no esté ni vaya a regresar, y yo mire el fondo de estas y otras tazas de té perfumado buscando un pedazo de esa especie de maravilla que es el amor negado, vuelto a encontrar, perdido, deshecho y evocado con amargura en el recuerdo a solas, en medio de este dolor del costado y este contestar cartas de mi remota y vieja hermana, de mis primos a punto de morir de neumonía, en medio de esto que escribo para distraerme — y para alejarme de esa fractura y exorcizarla-, de esto que escribo con un miedo atroz de parecer...

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