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Reviewed by:
  • Ojos que no ven
  • Luis Prádanos
González Sainz, J. Á. Ojos que no ven. Barcelona: Anagrama, 2010. Pp. 154. ISBN 978-84-339-7204-0.

En el 2006, con sólo dos novelas y algunos relatos en su haber, J. Á. González Sainz (Soria, 1956) obtuvo el prestigioso Premio de las Letras de Castilla y León. Hasta la fecha, el escritor soriano lleva publicadas tres novelas: Un mundo exasperado (Premio Herralde de Novela, 1995), Volver al mundo (2003) y Ojos que no ven (2010). Resulta obvio que no nos encontramos ante un escritor especialmente prolífico; sin embargo, merece la pena—y mucho—la espera del largo intervalo de tiempo que transcurre entre cada una de sus novelas. Algunos rasgos comunes de su novelística serían, grosso modo, la hondura de un pensamiento limpio y claro, expresado con un lenguaje preciso y desnudo de retóricas innecesarias, pero no por ello menos lírico; la denuncia de toda ideología miope por la que se cometan aberraciones o excesos (el fin nunca justifica los medios) o el canto a un mundo rural que desaparece llevándose consigo una fuente de sabiduría natural insustituible.

Ojos que no ven es una novela corta donde predominan los saltos temporales. La fragmentación temporal que se deriva de dichos saltos es unificada por la memoria que fluye a través de la focalización interna en Felipe Díaz Carrión. Felipe, como una gran mayoría de los españoles durante el "desarrollismo", se ve obligado a emigrar de su pueblo para trabajar en una ciudad. Es un viaje circular, en el que los recuerdos de un Felipe que vuelve a su pueblo veinte años después nos iluminan algunos momentos cruciales de su vida desde poco antes de que abandonara su querido pueblo. Algunas analepsis retroceden más allá al recordar las conversaciones con su padre (también de nombre Felipe), que tanto le marcaron durante su infancia, o las causas de la muerte del mismo a manos de los falangistas. Felipe, durante el tiempo que vivió en el pueblo, había trabajado tanto en el campo como en una imprenta (véase el simbolismo de la dicotomía tradicional entre natura y cultura), pero tras el cierre de esta última desplazada por las nuevas tecnologías se ve obligado a emigrar a una especie de urbanización dormitorio alrededor de una zona industrial guipuzcoana. Aquí trabajará en una fábrica de productos químicos (donde lo natural y lo tecnológico se funden en una amalgama indiferenciada y Felipe se pregunta: ¿es eso el progreso?). Felipe sufre el desarraigo propio del proletariado industrial en el gris entorno urbano y añora su mundo rural—mundo que comparte con el menor de sus hijos (que también se llama Felipe y es aficionado a la botánica) y con el que va al pueblo algún fin de semana. En cambio, su hijo mayor y su mujer se dejan seducir por las retóricas identitarias, radicales y exclusionistas de la ideología proetarra. González Sainz deconstruye magistralmente las ideologías agresivas y el odio que las nutre al mostrar cómo tanto la mirada de los etarras como la de los camisas azules que mataron a su padre eran intercambiables. Miradas que no ven, con un "brillo impertinente y engreído, de ese brillo negro de la saña y la estulticia en la sonrisa del que se arroga un poder inapelable sobre la vida de los demás" (123). Esas "sonrisas despectivas y achuladas" (123), de quien mata sin remordimiento, las vio Felipe en los asesinos de aquel buen hombre que era su padre y las vuelve a ver en su hijo etarra muchos años después.

A Felipe su padre le enseñó a ver y a escuchar de un modo sencillo, profundo y honesto. Las descripciones del mundo rural—que en ocasiones llegan a la maestría del Llamazares de La lluvia amarilla o incluso a la de Delibes—emplean muchas veces los símiles con el mundo natural para denunciar abusos e injusticias sociales. Especialmente recurrente es la comparación...

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