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  • 1980: Para una tumba sin nombre
  • Jorge Ruffinelli

Para una tumba sin nombre (España, 1980), 60 minutos. Director: Juan Tébar. Guión: Juan Tébar sobre novela corta Para una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti. Fotografía: Rafael Casenave. Arte: Antonio Sanabria. Vestuario: Margarita Jusid. Montaje: Gloria Carrión. Intérpretes: Susana Mara (mujer con el chivo), Eduardo Calvo (Díaz Grey), Eusebio Poncela (Malabia), Manolo Alexandre, Francisco Casares. Productor: José Aranda, Radiotelevisión Española.

Lenta y desangelada, esta versión de Para una tumba sin nombre se presta para una suma de equívocos, confusiones y ambigüedades que no son los que Onetti pretendía. En especial, porque el acento puesto en el "relato" (una realidad existe sólo si se la cuenta, y cómo se la cuenta) hace muy difícil trasladar a imégenes lo que es ante todo literatura. En un lugar ficticio llamado Santa María, presidido por la estatua (ridícula aquí) del fundador Brausen, todo gira en torno a Jorge Malabia y el doctor Díaz Grey. Cuando este segundo personaje acaricia unas fotos de una [End Page 238] niña, parece más bien incurrir en pornografía infantil que en recordar con dolor a su hija, tan escasa de perspectiva y de explicación está la película. A su vez, sobre las espaldas de Eusebio Poncela (que ya llevaba diez años en cine pero se haría famoso poco después con las películas de Almodóvar) queda personificar al adolescente Jorge Malabia (Poncela ya tenía 33 años), quien a la muerte de la mujer del chivo hereda al chivo poco antes de que éste se muera. Más que lenta, la película es de un desarrollo esponjoso que no sólo no crea el misterio (¿quién era la mujer? ¿necesitaba al chivo para prostituirse?) sino que lo diluye en las hipótesis teóricas sobre qué es realidad, qué es relato, qué es verdad. Aunque la película comience con un anuncio sobre una "ciudad más o menos inventada", en literatura esa ciudad quedaba en Argentina o Uruguay. En cambio en esta película, con tantos bueyes, carretas y campesinos cubiertos con boinas gallegas, la historia parece suceder en algún rincón de España. ¿Importa saberlo? Por cierto que no.


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