University of Texas Press
  • ¿Decadencia o progreso? La música del siglo XVIII y el nacionalismo decimonónico
Abstract

This article hypothesizes that the overly negative view of the music of the colonial period in Chile is rooted in the nationalistic ideology of the 19th and 20th centuries, which viewed that period as one of submission to a foreign power. It goes on to suggest that this ideology had a determining role in the creation of the dual image that has been attributed to the 18th century: it was considered to be far inferior to the republican era, but represented progress in comparison to previous centuries, given that from 1700 on, both Chile and Spain became, in a manner of speaking, less Spanish. This latter fact explains why 18th-century music in Spain was perceived to be decadent, given that Spanish nationalism viewed French and Italian influences negatively. The present study questions these traditional ideas through a revision of certain discourses and colonial documents.

Resumen

Este artículo plantea que la imagen excesivamente negativa de la música de la colonia en Chile fue construida desde la ideología nacionalista de los siglos XIX y XX, para la cual el período colonial representaba el sometimiento ante una potencia extranjera. Asimismo, propone que dicha ideología fue determinante en la imagen dual que se atribuyó al siglo XVIII: por una parte, la centuria representaba una época muy inferior a la república; pero, por otro lado, constituía un período de progreso en relación con los siglos anteriores, ya que a partir de 1700 Chile y España se habían, hasta cierto punto, desespañolizado. Esto último explica que en España la música del siglo XVIII fuese vista como decadente, ya que para el nacionalismo español la influencia francesa e italiana tuvo connotaciones negativas. El artículo cuestiona estas y otras ideas tradicionalmente aceptadas mediante la revisión de algunos discursos y el examen de las fuentes coloniales.

Keywords

colonial period, 19th-century nationalism, ideology, historiography, private music

Palabras Clave

colonia, nacionalismo decimonónico, ideología, historiografía, música privada [End Page 1]

Introducción

Un estudio sobre la influencia del nacionalismo decimonónico en la historia de la música no constituye, en principio, una novedad. Su papel en la formación de los estilos y repertorios nacionales, sea en el campo de la música docta o de tradición oral, es un hecho bien conocido que en el contexto hispanoamericano cuenta ya con numerosas contribuciones de interés.1 En líneas generales, éstas han examinado la influencia del nacionalismo en la música de su propia época—fundamentalmente en el siglo XIX y a comienzos del XX—, lo que ha permitido estudiar adecuadamente la producción de importantes compositores que estuvieron inmersos en la búsqueda de una identidad nacional. Además, es posible relacionar esta tendencia con el principio historicista según el cual cada música debe ser juzgada con los criterios estéticos e ideológicos de su tiempo. De este modo, la categoría de nacionalismo serviría para estudiar la música del período que vio nacer esta corriente y desarrollarse como tal, pero no la de épocas posteriores ni mucho menos anteriores a su aparición.2

A pesar de lo lógico que resulta dicho planteamiento, en el presente artículo propongo adoptar una perspectiva diferente: centrándome en el caso chileno, estudiaré la repercusión que el nacionalismo decimonónico tuvo en la construcción de la historia de la música del siglo precedente—es decir, en los discursos (historias, crónicas . . .) sobre la música del siglo XVIII que se gestaron con la llegada de la independencia.3 Al hacerlo, me baso en la hipótesis de que las opiniones y juicios actuales acerca de la música prerrepublicana, muchos de ellos aceptados como verdades absolutas, provienen en gran medida de las aspiraciones, gustos e ideologías de quienes escribieron sobre ella en los siglos XIX y XX. He abordado este tema en un artículo anterior, donde planteo que las exageraciones sobre la precariedad de la música colonial por parte de la historiografía “tradicional”,4 representada por el historiador Eugenio Pereira Salas y el musicólogo Samuel Claro Valdés, se explican en gran parte por la influencia del proyecto intelectual nacionalista instaurado hacia 1840 por Lastarria y otros.5 Sin embargo, aquí intentaré demostrar que las repercusiones del nacionalismo en la imagen del siglo XVIII fueron más complejas—e incluso contradictorias—que para el resto de la colonia.

Una propuesta como ésta se ve justificada por la conocida influencia que el nacionalismo moderno—es decir, la ideología nacionalista, cuyos objetivos principales eran el logro de la autonomía, unidad e identidad de la nación6—tuvo en la constitución y desarrollo de la historia como disciplina. Como es sabido, el papel de esta última consistió en proporcionar un pasado e identidad a cada país, lo que explica la tendencia de la historiografía decimonónica y de la primera mitad del siglo XX a concentrar su atención en los grandes personajes, instituciones y acontecimientos de la [End Page 2] historia nacional—lo que conocemos como “gran historia”—, su carácter principalmente político y, sobre todo, su dificultad para alcanzar el carácter objetivo que sus autores pretendían.7 Esto tuvo importantes consecuencias en la imagen que los historiadores proyectaron de su pasado, pues sabemos desde hace tiempo que éste no sólo se relaciona con las características del periodo historiado, sino también con el presente del historiador.8

La hipótesis de que una ideología surgida en el siglo XIX determinara la imagen actual del siglo XVIII coincide, hasta cierto punto, con algunos enfoques que consideran a la historia como un tejido sincrónico, en el que un suceso puede afectar a otro independientemente de su distribución en el tiempo. En realidad, esto ocurre en el plano discursivo (o textual) de la historia, es decir, en los relatos e interpretaciones que se hacen de ella. Un artículo, crónica o poema conmemorativo de un hecho histórico ocurrido con anterioridad influye en él, no porque realmente lo modifique, sino porque cambia nuestra forma de interpretarlo; y lo mismo puede decirse de un texto musical.9 De esto se desprende que la historia de la colonia no pueda estudiarse adecuadamente sin conocer también la evolución de épocas posteriores.

Sin embargo, en este artículo se considera que la dimensión discursiva de la historia constituye sólo una parte de ella, que debe ser puesta en tensión con su dimensión factual (o real),10 lo que implica superar la dicotomía entre interpretación y trabajo documental que aún resulta tan frecuente en nuestra disciplina. Y esta no es tarea sencilla porque, en líneas generales, tal dicotomía es característica tanto de la musicología tradicional como de la llamada nueva musicología.11 A grandes rasgos, podríamos decir que para la primera el papel del musicólogo consistía en describir y ordenar cronológicamente obras y hechos históricos objetivos, para interpretarlos con posterioridad, una vez reunida una cantidad de información “suficiente”.12 La segunda, si bien reconoció el papel del musicólogo en la construcción de los hechos históricos,13 también consideró al proceso de descripción y ordenamiento como una etapa previa a—y por tanto diferente de—la interpretación o crítica de los mismos, que constituyó su objetivo primordial.14 Por cierto que esto último implicaba una contradicción: por un lado se decía que no existían hechos objetivos que se entregaran espontáneamente al estudioso, ya que todos estaban mediados por interpretaciones (i.e., eran construidos discursivamente); y, por otro lado, se concebía una etapa inicial en la investigación musicológica que consistía en la descripción objetiva (sin interpretación) de los hechos.

Esta disociación y el nivel supremo atribuido a la interpretación explican, tal vez, que la nueva musicología haya descuidado en cierta medida la “evidencia empírica” que pudiera sustentar sus postulados,15 así como el hecho de que fuese muy crítica con las interpretaciones o puntos de vista de la musicología tradicional pero, al mismo tiempo, bastante acrítica con [End Page 3] los datos documentales que ésta había proporcionado. Esto no sólo atañe al campo musicológico: en su reciente historia del siglo XVII Alfredo Jocelyn Holt asume, basándose en el testimonio de Pereira Salas, que Chile tuvo que esperar hasta 1707 para conocer el clavicordio, lo que, sumado a otros datos, demostraría que estuvo “fuera de todos los circuitos”.16 Como era de esperarse, investigaciones musicológicas más recientes han demostrado que este instrumento se hallaba en Chile desde el siglo XVI.17 Y aunque en el caso de una historia general resulte comprensible que el autor no pueda verificar la veracidad de los datos específicos sobre música, la misma actitud pasiva ante las afirmaciones de Pereira Salas se aprecia en algunos trabajos específicamente musicológicos, como tendremos ocasión de ver.

Frente a esta supuesta dicotomía entre descripción e interpretación cabe señalar que la ordenación cronológica de los hechos, aunque parezca a primera vista una operación neutra, conlleva realmente una valoración, pues se basa en el principio de que existe una relación evolutiva y por tanto jerárquica entre ellos: lo que es constituye una mejora de lo que fue.18 Por lo tanto, en un sentido estricto, es prácticamente imposible no interpretar, más aun considerando que la historiografía de las últimas décadas ha puesto en evidencia la naturaleza textual (interpretativa) de las fuentes con las que el historiador trabaja.19 Desde este punto de vista, incluso el documento se convierte de un objeto inerte con un único significado a un componente activo del proceso de interpretación que interpela también al estudioso, ya que, al igual que todo texto, contiene en sí mismo las luchas ideológicas, los diálogos y las tensiones que caracterizan al lenguaje en sociedad.20

De ahí que en este artículo se contrasten los trabajos historiográficos sobre el siglo XVIII no sólo con los condicionantes ideológicos del período en que fueron escritos, sino también con la nueva evidencia documental sobre la música de dicha época encontrada en el último tiempo, sin olvidar su naturaleza textual, pero prestando atención a lo que nos dice sobre el pasado.

Intento así conjugar la investigación de archivo con la crítica o interpretación historiográfica, evitando la dicotomía ya comentada entre ambas. De hecho, estos mismos documentos contribuirán a evidenciar la distancia entre las interpretaciones de la historiografía tradicional y el pasado musical que intentaba reflejar, proporcionándonos incluso elementos de reflexión sobre la musicología del presente, como veremos en la parte final del trabajo.

Pero antes de pasar al tema central dedicaré un breve apartado a examinar la influencia que el nacionalismo tuvo en la imagen de la música del siglo XVIII en España, no únicamente por la necesidad de estudiar la música hispanoamericana en el contexto global en el que estaba inserta en la época,21 sino también porque esto aportará interesantes elementos de reflexión para el caso chileno, especialmente por las diferencias que éste presenta con el español. [End Page 4]

El siglo XVIII y la historiografía musical española

Según los estudios tradicionales de Mariano Soriano Fuertes, Felipe Pedrell y otros, la asunción de Felipe V en 1700 trajo consigo la introducción de la música extranjera en Madrid. Si en un comienzo llegaron principalmente danzas francesas, pronto el estilo italiano acabaría imponiéndose, sobre todo desde el arribo en 1703 de la compañía de ópera de los Trufaldines—con su primera producción de Cesti Il pomo d’oro—y el de la reina Isabel de Farnesio en 1717. Poco a poco los compositores italianos desplazaron a los españoles de los principales puestos, no sin la natural resistencia ofrecida por estos últimos, quienes lucharon por mantener su estilo. Asimismo, géneros tradicionales hispanos, como el villancico, acabarían perdiendo su esencia, siendo reemplazada su estructura clásica de estribillo-coplas por el binomio recitativo-aria. Naturalmente, todo esto habría conllevado la pérdida de la identidad nacional y la consiguiente decadencia de la música española.22

En una época más reciente, diversos estudios han puesto en evidencia la inexactitud de este relato en varios aspectos. Primero, el proceso de reapertura hacia la música extranjera comenzó con anterioridad al cambio de dinastía: Felipe IV realizó ya diversos espectáculos operísticos y tuvo a su servicio a importantes personajes que favorecieron la introducción del recitativo en el teatro cortesano;23 unos años más tarde, desde ca. 1677, existió una reforma impulsada por Juan José de Austria como primer ministro “que cristalizó musicalmente en el uso de piezas italianas y de agrupaciones instrumentales relacionadas con la sonata en trío”.24 Segundo, la introducción de la ópera italiana fue más tardía de lo que se pensaba, pues los Trufaldines no eran en realidad una compañía de ópera sino de comedias; así pues, la interpretación permanente de óperas cantadas en italiano, por artistas de dicha nacionalidad, comenzó en 1738 con el estreno de Alessandro nell’Indie de Francisco Corselli.25 Tercero, y esto es aun más relevante, la introducción de géneros extranjeros no implicó una desaparición de los géneros locales ni una lucha a muerte entre ambos, sino una coexistencia relativamente pacífica que dio origen a ciertas formas de hibridación: por ejemplo, la zarzuela Viento es la dicha de Amor de José de Nebra nos muestra la coexistencia del recitativo y aria con algunos coros a cuatro, una seguidilla y unas coplas propios de la tradición escénica española;26 asimismo, su aria “Teme aleve fementido”, conservada en Montevideo, comienza con un ritornelo instrumental en estilo italiano, dividido en dos partes, que contribuye a estructurar toda la obra.27 Esto supone una contradicción radical con las ideas tradicionales sobre Nebra como defensor del estilo hispano. Si Cotarelo y Ángles lo consideraban, respectivamente, como “el Lope de Vega de la música española” y un “españolista hasta la médula”,28 sus propias piezas conservadas demuestran que los procedimientos y las formas italianizantes eran parte de su lenguaje compositivo. [End Page 5]

¿De dónde provino, pues, el mito de la invasión italiana y la heroica pero infructuosa resistencia de algunos compositores españoles? La explicación, al menos en parte, parece ser que tal relato se adecuaba bien a la ideología nacionalista en boga al momento en que Barbieri, Pedrell, Cotarelo y otros comenzaron a historiar el pasado musical; sobre todo porque en el caso español el rechazo a cualquier influencia foránea como parte constitutiva de la identidad nacional se dio con especial virulencia, algo que en gran medida fue producto, aunque resulte paradójico, del deseo de incorporar la historia musical española en el discurso europeo.29 A la vez, la idea, compartida por todos ellos, de que a fines del siglo XIX se comenzaba a vivir un momento de recuperación de las tradiciones musicales perdidas estaba relacionada con dicha ideología.30

Pero esta narrativa no era desinteresada. En el caso del compositor y bibliófilo Francisco Barbieri, por ejemplo, su propuesta sobre la existencia de una escuela autóctona nacida en el siglo XVI, desaparecida bajo la hegemonía de la ópera italiana y restaurada a fines del siglo XIX, no era otra cosa que una defensa de su propia actividad como compositor de zarzuela en un momento en el que la competencia internacional era intensa y ponía en riesgo el éxito del género.31 De ahí también nació el tópico—iniciado por otro compositor de zarzuela, Soriano Fuertes—de la supuesta simpleza y expresividad de la escuela musical española del siglo XVI,32 lo cual constituyó un medio para reivindicar la sencillez que dichos compositores atribuyeron a sus propias obras.33

Si bien una síntesis como la anterior es excesivamente breve y no hace justicia a los aportes sustanciales que realizó la historiografía tradicional española, permite afirmar que el nacionalismo impregnó gran parte de sus postulados y arroja varias ideas que tendrán importancia cuando nos adentremos en el caso chileno. La primera es que el nacionalismo decimonónico afectó no sólo la imagen del siglo XVIII sino también la de los siglos XVI y XVII; este último había sido prácticamente ignorado hasta que Barbieri se interesó por los cancioneros musicales más tardíos—tenía proyectado editar el de Sablonara (1625)34—que veía como una continuación del Cancionero Musical de Palacio; asimismo, Pedrell comenzó a editar este repertorio por considerarlo representativo de una música propiamente española;35 por lo tanto, difícilmente podemos comprender las narrativas sobre el siglo XVIII sin considerar los discursos sobre los siglos anteriores. Segundo, los postulados de Soriano y Barbieri constituyeron, en gran medida, una defensa de la música que ellos mismos cultivaban, en una clara relación entre pasado y presente. Tercero, uno de los problemas fundamentales en la historiografía española fue su dificultad para integrar la presencia extranjera como parte de su propia identidad; esto le llevó a acomodar los procesos musicales a ciertas fechas y acontecimientos [End Page 6] políticos a los que atribuía un significado específico desde el punto de vista nacionalista, siendo paradigmática la interpretación de la llegada de una dinastía “extranjera” hacia 1700 como inicio de la supuesta pérdida de la identidad musical hispana. A ojos de sus primeros estudiosos, el siglo XVIII español representaba la decadencia porque en esa época la música se había desespañolizado.36

El caso chileno

Uno de los primeros obstáculos con los que se topa un trabajo crítico sobre la historiografía tradicional radica, paradójicamente, en una de las críticas que más comúnmente se le han realizado: el ser esencialmente descriptiva y limitarse a ordenar los hechos en una secuencia cronológica. Esto con lleva el supuesto de que los “datos duros” que dicha historiografía proporciona no merecen mayores cuestionamientos. Como hemos anticipado en la introducción, tal lectura supone una contradicción importante con los propios trabajos revisionistas de los últimos años, los cuales han demostrado que los estudios tradicionales estuvieron fuertemente influidos por ideologías y aspiraciones personales, y por tanto lejos de la objetividad que defendían.37 Hemos señalado, además, que si bien la musicología más reciente se interesó por la influencia de la ideología en la construcción de la historia, una de sus reivindicaciones principales consistió siempre en superar el “descriptivismo” de la musicología tradicional,38 afirmación que también se encuentra en la producción musicológica chilena.39 Ahora bien, en el caso que nos ocupa, la concepción de la obra de Pereira Salas como descriptiva proviene de su propio prólogo al fundamental libro Los orígenes del arte musical, publicado en 1941:

La presente obra está basada en una prolija investigación realizada en archivos, bibliotecas y papeles privados, lo que da al libro un carácter netamente histórico, y en parte, de arqueología musical. Hay aquí más hechos que doctrinas. El autor ha preferido dejar hablar a los documentos que rellenar los vacíos con retórica e imaginación.40

Esta interpretación de su propia obra fue aceptada casi sin reservas por los especialistas de su época y posteriores. Charles Seeger la consideró un excelente ejemplo del “tipo de historiografía científica y objetiva”,41 y algo similar hizo Luis Merino varios años más tarde.42 Se pensó, pues, que Los orígenes era un libro objetivo en gran parte porque su autor lo había señalado así, con lo cual no quiero decir que Pereira Salas falseara deliberadamente el carácter de su estudio, pero sí que su intención de ser descriptivo [End Page 7] no garantizaba el logro de este propósito. Y con frecuencia prestamos una excesiva atención a las intenciones de los sujetos que estudiamos, olvidando los efectos no intencionales que tienen sus acciones cuando chocan contra un contexto—social, ideológico—determinado.43

Un acercamiento más detenido al libro de Pereira Salas permite advertir el carácter fundamentalmente interpretativo que tiene. Los numerosos vacíos temáticos y temporales son cubiertos con juicios a priori como el siguiente:

Dicho convento [San Agustín] parece haber sobresalido en cuanto a música se refiere, pues, además de poseer en su orden a Baltasar de los Reyes, tenía un profesor de música, Don Pedro Aranguiz Colodio, que entre 1608 y 1609 daba lecciones de órgano por un sueldo de cuarenta patacones.

La primacía de San Agustín decayó un tanto a partir de 1652, fecha en que se inauguró la Santa Iglesia Catedral.44

Como vemos, el autor asume que el convento de San Agustín tenía la primacía y que cuarenta años después fue desplazado por la catedral sin mayores fundamentos. Podríamos atribuir a esta afirmación un carácter positivista: al no tener información sobre otras instituciones religiosas se asume que no hubo en ellas una actividad musical significativa. Sin embargo, los dichos de Pereira Salas conllevan una interpretación más profunda: que el Santiago del siglo XVII no podía contar con más de una institución religiosa bien provista musicalmente a causa de la pobreza endémica del Chile colonial. En efecto, la imagen general de la colonia que se desprende de Los orígenes, a pesar de sus importantísimas contribuciones, es la de un período oscuro caracterizado por el aislamiento y una actividad musical poco interesante, sobre todo en comparación con la época republicana. El autor llega a señalar que durante la colonia “se tocaba la música de oídas, y los niños aprendían a cantar como los pájaros”. Además, sitúa el inicio del “arte musical” en Chile en 1819, fecha en la que un comerciante danés—Carlos Drewetcke—trajo unas “sinfonías y cuartetos de Haydn, Mozart, Beethoven y Cromer . . . ”.45 El hecho de que ambas afirmaciones, en especial la primera, contradigan los datos que el propio historiador proporciona en otras partes de su libro,46 implica que están condicionadas no tanto por la época estudiada como por el contexto cultural e ideológico en el que estaba inmerso. Y, dado que dicho contexto no puede reducirse a un solo tópico, me veo obligado a considerar otros aspectos antes de pasar al que constituye el centro de este estudio.

A primera vista, tras la supuesta superioridad de la república subyace la visión clásica de la historia como progreso, presente en la historiografía chilena desde el siglo XIX.47 La siguiente afirmación de otro autor ejemplifica [End Page 8] el pensamiento expresado por la mayoría de los historiadores, incluso hasta nuestros días:

El abastecimiento de los objetos necesarios para el bienestar de la vida . . . pasó por diversas etapas en la Capitanía General, desde un grado miserable hasta una situación elevada. . . . En los últimos años de la dominación española, la Capitanía General de Chile estaba debidamente constituida.48

Pero los postulados de Pereira Salas se basan también en la idea tradicional acerca de la autonomía del arte: el progreso experimentado hacia 1819 se debería a que con anterioridad a esa fecha la música había sido “un mero esparcimiento social, una manera frívola de matar el tiempo, o un acompañamiento litúrgico o cívico de la vida religiosa y política”.49 Con esta afirmación, el autor busca poner de relieve el establecimiento de conciertos privados y públicos en un sentido moderno, especialmente a partir de la llegada de Isidora Zegers y el desarrollo de las llamadas sociedades filarmónicas,50 actividades que parecen más contemplativas y ajenas a cualquier función social específica. Sin embargo, Pereira omite aquí al menos dos aspectos fundamentales: primero, la actividad desarrollada por Zegers y otros en la década del veinte presenta evidentes analogías con las tertulias que la española María Luisa de Esterripa—esposa del gobernador Luis Muñoz de Guzmán—y algunos intelectuales desarrollaron en las postrimerías de la colonia,51 las cuales, a su vez, están claramente emparentadas con otras de períodos anteriores que analizaré después, lo que denota el carácter arbitrario que tiene su estimación de 1819 como inicio de una actividad “artística”; segundo, el historiador olvida la importante función social que tenían dichos eventos, ya que tanto Zegers como Esterripa representaban a una élite ilustrada que buscaba legitimarse mediante la adopción de prácticas diferentes a las del común de la gente, y los repertorios novedosos les daban una connotación exclusiva que contribuía al logro de sus propósitos; de hecho, el uso político del arte autónomo ha recibido críticas certeras en las últimas décadas,52 y, si de analogías con el presente se trata, no resulta forzado ejemplificarlo con un breve fragmento de la Política cultural (1975) de la dictadura militar chilena, evidentemente destinado a justificar la desaparición del movimiento musical de izquierda: “El arte no podrá estar más comprometido con ideologías políticas, sino que con la verdad del que lo creó”.53

Pero el supuesto quiebre de 1819 no fue, en realidad, una idea original de Pereira Salas, sino que provino del famoso libro Recuerdos de treinta años, publicado en 1872–1874 por el músico José Zapiola. Fue él quien afirmó que en ese año Carlos Drewetcke había traído las piezas ya mencionadas de Haydn y otros, y que “reunía, no sin trabajo, ciertos días a la semana, a los [End Page 9] músicos para ejecutar algunas de estas composiciones, desempeñando la parte de violoncelo y repartiendo consejos sobre el arte, desconocido hasta entonces”. Además, indicó que la llegada de Isidora Zegers en 1822 supuso una verdadera “revolución musical”, entre otras cosas, por el arribo de partituras de óperas de Rossini.54 Estas ideas aparecen repetidamente en la literatura musicológica chilena,55 lo que demuestra la enorme influencia que Zapiola tuvo en la construcción de la historia colonial y republicana. No obstante aquello, y a pesar de su importancia como fuente, sus datos deben ser relativizados por la naturaleza misma del texto. Como explica Ángel Rama, en un momento (1870–1900) en el que la ciudad sufría una profunda ampliación y transformación que amenazaba el control de la élite intelectual, los discursos sobre la “ciudad pasada” constituyeron no un relato objetivo de la época anterior—aunque se revistieran con “el discurso verosímil del realismo decimonónico”—sino un medio para mantener dicho control y asentar las bases culturales de una nueva época; por lo mismo, es imprudente atribuir a las referencias que contienen un carácter riguroso.56 De hecho, las afirmaciones de Zapiola están lejos de ser desinteresadas, puesto que, a renglón seguido, recuerda que hacia 1819 realizaba sus “primeros estudios musicales”;57 en otras palabras, lo que Zapiola señala es que el verdadero arte musical en Chile comienza consigo mismo, y esto constituye un poderoso argumento para dudar de sus afirmaciones.

Por más significativos que resulten los tres aspectos examinados (progreso de la historia, autonomía del arte e influencia de Zapiola), a mi juicio un factor determinante en la imagen negativa de la colonia fue la ideología nacionalista,58 dado que el pasado colonial representaba la dominación española y, por tanto, una intromisión extranjera en la historia nacional.59 Si bien esto se observa por lo menos desde el comienzo del proceso de independencia hacia 1810, en el campo historiográfico el iniciador del paradigma anticolonial es José Victorino Lastarria, con su ensayo Investigaciones sobre la influencia social de la conquista . . . , publicado en 1844.60 Como afirma Bernardo Subercaseaux, la idea central de este escrito es que el progreso sólo se conseguirá si Chile se desespañoliza, recuperando así su identidad perdida.61 Si bien algunas de las ideas de Lastarria—en especial sobre el modo de hacer historia—fueron cuestionadas por la historiografía posterior, el rechazo a la presencia española durante el período colonial fue una idea común a todos los historiadores chilenos del siglo XIX.62

Las afirmaciones de Pereira Salas sobre el crecimiento musical sin par experimentado en la época republicana y las paupérrimas condiciones anteriores, así como algunas incoherencias en las que cae en su empeño por mantener esta idea, se comprenden mejor a la luz del contexto ideológico referido. No parece casual que el capítulo de Los orígenes dedicado a “los primeros compositores nacionales” comience con Manuel Robles, un músico [End Page 10] activo en las primeras décadas del siglo XIX que para el autor “merece sitio de preferencia” por haber escrito “nuestra primera Canción Nacional”.63

Es importante, en este punto, recordar que nos estamos refiriendo a uno de los historiadores que más se interesó por la colonia, a la que dedicó contribuciones invaluables tanto en la música como en otros ámbitos.64 En consecuencia, lo que estamos planteando no es que despreciara el período, sino que la influencia del nacionalismo lo llevó a defender la amplia superioridad de la época republicana, hecho que puede explicar algunos juicios contradictorios en su obra, que van desde un carácter incluso hispanista65 hasta la exaltación independentista. En todo caso, podemos imaginar la manera en que sus ideas fueron acogidas por especialistas que, a diferencia suya, no sentían un aprecio o interés particular por el período colonial.66

Pero no estamos hablando nada más de un nacionalismo historiográfico y relacionado con el pasado, sino fuertemente vinculado con el presente del autor. En la época en que publicó Los orígenes del arte musical (1941) Pereira Salas ya estaba inmerso en el rescate de las tradiciones musicales chilenas, tarea que ocuparía una parte importante de su vida profesional. Apenas dos años después de publicar dicho libro, una comisión integrada por él y otras seis personalidades creó el Instituto de Investigaciones Folklóricas, cuyos objetivos fundamentales eran el registro sistemático, el estudio y la difusión del folklore nacional por medio de conciertos. Cuando en 1944 el Instituto pasó a pertenecer oficialmente a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, Pereira Salas fue nombrado jefe del mismo, y a fines de dicho año publicó, en conjunto con Jorge Urrutia Blondel, el álbum Aires tradicionales y folklóricos de Chile.67 A su vez, una comisión integrada por él y otros confirió en 1945 el premio nacional de arte al compositor Pedro Humberto Allende, por considerar que su obra mostraba una “exaltación de lo nacional” con un lenguaje de indiscutible valor musical. Es significativo que fuese la primera vez que tal distinción se otorgaba a un músico, así como el hecho de que Allende tuviese una estrecha amistad con Felipe Pedrell,68 cuyo papel en el desarrollo del nacionalismo español ya ha sido señalado. Dentro de este contexto el relato de Pereira Salas, en torno a la independencia como un despertar del quehacer artístico-musical, adquiere un significado más claro.

Por todo lo referido, llama la atención que la imagen del siglo XVIII proyectada por la historiografía tradicional sea un tanto diferente a la de los siglos anteriores. En comparación con la época republicana se trata de un período en el que no existe una tradición escrita consolidada ni una pedagogía musical rigurosa, al punto de que la importación de un tratado de clave, a fines de dicha centuria, habría constituido una “excepción notable”, y el texto musical de las composiciones “de ocasión” era “de tal pobreza armónica y melódica que no vale la pena intentar el más somero análisis”.69 [End Page 11] En comparación con la época anterior, no obstante, se trata de un siglo de progreso en todos los ámbitos del quehacer musical: la presencia de instrumentos, las procesiones religiosas, la música catedralicia y los festejos por la jura o lutos reales; Pereira Salas alude incluso a un “progreso intelectual de la mujer” que “contribuyó a dar tono a la vida de salón”.70 Naturalmente, estas ideas se recogen también en la Historia de la música en Chile de Claro Valdés.71

No cabe duda de que el paradigma evolutivo de la historia que ya hemos comentado está presente en estas interpretaciones. Sin embargo, esto no explica que el salto cuantitativo y cualitativo asignado al siglo XVIII sea considerablemente mayor al que se atribuye al XVII: si bien Pereira y Claro asumen que a partir de 1600 la dedicación a la guerra ya no es exclusiva y esto permite un desarrollo incipiente de la vida musical, éste último afirma al mismo tiempo—y de manera un tanto contradictoria—que “el Chile del siglo XVII no reflejaba el adelanto cultural europeo, ocupado como estaba en la guerra y la colonización. . . . Nada se sospechaba de los grandes adelantos europeos y los colonos chilenos se entregaban a quehaceres menores, llenos de terror ante los fenómenos de la naturaleza y obedientes sumisos de las reales cédulas que llegaban a sus manos de allende los mares”.72 El paradigma de la historia como progreso resulta, pues, insuficiente para comprender el sentido de estas afirmaciones. Sin embargo, los párrafos introductorios al capítulo del siglo XVIII de Los orígenes pueden arrojar alguna luz sobre este punto:

El siglo XVIII representa la soberanía del espíritu francés en el mundo. . . . La rígida España adopta la sonrisa gala y no lejos de los yermos del Escorial vemos la eclosión de las rosas de Francia en los jardines de la Granja. . . . A la sombra de la disimulada protección oficial llegaron al Pacífico los armadores y comerciantes de Bretaña y con ellos las variadas manufacturas y adelantos de su civilización. El contagio fue inmediato en las colonias. Los Gobernadores quisieron demostrar su poder con carrozas y libreas; los billares ayudaron a los señoritos criollos a matar elegantemente el tiempo; alfombras y tapices recubrieron los estrados; jarrones, vasos y cristales, reemplazan los calderos de cobre y la sencilla alfarería nacional.73

Seguidamente, Pereira Salas sustituye estos objetos caseros por instrumentos musicales: en 1707 habría llegado el “primer” clave que lució en el estrado del presidente Ibáñez y Peralta, hecho “eclipsado” pocos años después por las “novedades” que introdujo el gobernador Cano de Aponte, quien traía en su equipaje un clavicordio, cuatro violines, un arpa y varias panderetas.74 Asimismo, Claro Valdés afirma: “La cultura tiene en esta época un singular florecimiento y Chile, en un período de paz estable por [End Page 12] la declinación de la guerra de Arauco, entra a una etapa de desarrollo acelerado del país”.75

Para ambos especialistas, al igual que para los historiadores que citan, la introducción del gusto y la “sociabilidad” francesa en España y sus colonias, al amparo de un rey francés, constituye un signo de progreso.76 Al margen del hecho cuestionable de que todos estos cambios positivos se atribuyan exclusivamente a la alta cultura, la interpretación que Pereira y Claro hacen del cambio de dinastía es opuesta a la que hizo la historiografía tradicional española: si, como veíamos, ésta última demonizó la música extranjera atribuyéndole el inicio de la decadencia de la música nacional, la historiografía chilena la caracterizó como una influencia positiva para el país. Sin embargo—y esto es una idea central en el presente trabajo—ambos puntos de vista están influidos por la misma ideología nacionalista surgida en el siglo XIX, puesto que cuando se considera que “la rígida España adopta la sonrisa gala”, como afirma Pereira, o que la llegada de la influencia francesa permitió “un singular florecimiento” de la cultura, como señala Claro, lo que se argumenta en el fondo es que Chile progresó porque se desespañolizó. Y esto se relaciona de manera clara con el modelo anticolonial instaurado por Lastarria y otros, que les llevó a mirar, justamente, a Francia en busca de modelos óptimos para la construcción de la nueva nación. Lo interesante de esto es que nos muestra cómo una misma ideología puede dar lugar a construcciones historiográficas muy diferentes e, incluso, contrapuestas dependiendo del contexto cultural en el que se inserte. Así, el relato chileno constituye una especie de canon por inversión del discurso historiográfico español: ambos comparten la dificultad de incorporar la presencia extranjera—italiana en un caso, española en el otro—en la historia de la nación y reflejan por tanto las ideas nacionalistas de su tiempo; también ambos coinciden en la interpretación de 1700 como un año a partir del cual el imperio español se desespañolizó; la diferencia está en la connotación negativa y positiva que, respectivamente, asignan a este hecho, aunque ello dependa, en última instancia, de un modo muy similar de concebir la historia.

La música del siglo XVIII revisitada: el ámbito privado

Con los planteamientos anteriores no quiero afirmar que no hubiese aspectos de la vida musical que se incrementaron en el siglo XVIII. Lo que digo, más bien, es que la identificación de este componente nacionalista en los escritos tradicionales hace sospechar que muchos de los “avances” y “novedades” que se han atribuido a esta centuria pudieron ser realmente una continuación de procesos iniciados con anterioridad; y lo mismo se aplica al supuesto quiebre republicano. Pero, para saberlo, es necesario visitar nuevamente el siglo que nos ocupa desde una perspectiva distinta, [End Page 13] comparándolo con épocas precedentes y, sobre todo, prestando una mayor atención a las diversas fuentes que testimonian el pasado colonial. Dado que es imposible, en el espacio asignado, formular una síntesis global, me limitaré a examinar un aspecto que ha sido escasamente estudiado hasta ahora, incluso por la historiografía más reciente: el cultivo musical en el ámbito privado.

Considerando las afirmaciones de Zapiola sobre el supuesto proceso de apertura experimentado en 1819, resulta interesante comenzar con una mirada a la importación musical en el período anterior.77 Una revisión de los registros de entrada conservados en el Archivo Nacional de Chile nos ha permitido inventariar cincuenta objetos musicales—instrumentos, partituras y otros—que llegaron al puerto de Valparaíso entre 1769 y 1799.78 Una de las primeras conclusiones que se desprenden del inventario (Apéndice 1) no es especialmente novedosa: casi todos ellos proceden del puerto del Callao (Lima), lo que demuestra la influencia que aún a fines del siglo XVIII tenía la capital del virreinato.79 Sin embargo, dicho puerto actuaba también como intermediario, por lo que algunos de los objetos procedían originalmente de España y otros lugares, como el llamativo reloj con música que llegó en 1790.

Entre los instrumentos predomina ampliamente el clave, que aparece en treinta y cinco de los cincuenta objetos inventariados. Sin embargo, en 1791 ingresa un “clave o forte peano”, lo que sugiere que el término puede ser equívoco en esta época. Aparece además un “forte piano” propiamente tal en 1785,80 demostrándose la importancia que tuvieron los instrumentos de teclado en la segunda mitad del siglo XVIII, aunque esto no significa que su uso fuese exclusivo, pues el mismo inventario nos muestra la importación de cuatro salterios, un violín e incluso unos cascabeles.

Por otra parte, en los registros de entrada por la cordillera de Los Andes, que lamentablemente se han conservado de forma más fragmentaria, encontramos unas “flautas”, un salterio y un violín, además del infaltable clave que ingresó Antonio de Segovia en 1776 (Apéndice 2). El hecho de que la cordillera constituyera una vía para la importación de instrumentos musicales, los cuales eran traídos en carretas que debían transitar por alturas que en ocasiones superaban fácilmente los 3000 metros, demuestra que deben matizarse las ideas en torno al aislamiento musical basadas en las características geológicas de Chile.81

No cabe duda de que los registros de entrada reflejan sólo una mínima parte de los instrumentos y objetos musicales que llegaron a Chile en el siglo XVIII. El hecho de que no figuren guitarras y arpas constituye una prueba de ello, por tratarse de instrumentos muy usados en la época, como confirman los documentos notariales. Por ejemplo, en el inventario de Ignacio Hurtado en 1774 encontramos un arpa y una guitarra, y en el de Francisco Javier Ureta hallamos un arpa y un clave;82 guitarras “grandes” se [End Page 14] encuentran en el inventario de Ambrosio Regoy, natural de Galicia, en 1763, y el de Gaspar Flores en 1793;83 además, en 1723 figura en el testamento de María Josefa del Solar “una guitarra de China colorada” cuyas características me son desconocidas.84 Es posible imaginar al menos dos explicaciones para dicha omisión: primero, la guitarra y el arpa seguramente eran fabricados en Chile,85 por lo que su importación no era necesaria; segundo, ambos instrumentos se habían popularizado de tal modo en el siglo XVIII que es posible que hacia 1770 no tuviesen ya las connotaciones exclusivas que la élite santiaguina buscaba.

Algunos de los instrumentos estaban destinados a instituciones religiosas de otras ciudades. El “organito” de 1792 y el clave de 1796 eran para el convento de Santo Domingo de Valparaíso, y el órgano de 1797 para el convento de la misma orden en Coquimbo. Además, un cajón con papeles de música religiosa tenía por destino final la catedral de Córdoba en Tucumán (Apéndice 1), lo que demuestra que Chile también podía constituir un punto intermedio entre el Callao y otros destinos. Estos casos se salen un tanto del ámbito privado, pero su naturaleza es la misma que la de los bienes destinados a particulares: se trata mayoritariamente de encargos concretos que eran realizados desde Chile y costeados por los destinatarios.

Los papeles de música para la catedral de Córdoba nos llevan a un tema interesante que hasta ahora he omitido: la importación y recepción de partituras. Aunque los registros de entrada son muy escuetos en esto,86 es evidente que, al igual que en el caso de los instrumentos, sólo contienen esbozos de una práctica que era mucho más frecuente. Prescindiendo de los libros de música documentados en instituciones religiosas,87 en el inventario de bienes de 1775 del maestro de campo Andrés de Rojas y Lamadris (o Lamadrid) encontramos un “arte de música”, en portugués,88 que podría corresponder al que Antonio Fernandes publicó en Lisboa en 1626.89 Asimismo, en 1798, en el inventario de un canónigo de la catedral de Santiago, José Cabrera, ubicamos un libro de canto llano de “Roel” y el conocido tratado de Antonio Soler, Llave de la modulación (Madrid, 1762).90 Esto último es muy interesante porque, si los demás tratados encontrados en Chile podrían calificarse de tradicionales, las propuestas de Soler para modular de un tono a otro resultaron novedosas y generaron bastante controversia en su tiempo.91 Se conoce, además, hace varios años la existencia del “Libro sesto” de María Antonia Palacios, manuscrito que data de fines del siglo XVIII y contiene principalmente música para instrumentos de teclado.92 A esto se suma un nuevo manuscrito del guitarrista español Santiago de Murcia, datado en 1722 y encontrado en Chile recientemente por el suscrito. Aunque sin duda se trata de una fuente copiada en España, el contenido del prólogo y otros datos hacen pensar que pudo llegar a Chile—o al menos a Hispanoamérica—en pleno siglo XVIII. Su música incluye fundamentalmente piezas de tradición hispana, suites francesas y bailes [End Page 15] que revelan la influencia africana en el ámbito iberoamericano, como los zarambeques y cumbés.93

Si bien la identidad y los vínculos familiares de los destinatarios trascienden los límites de este trabajo, no puedo dejar de referirme a María Josefa de Morandé, quien recibió unos papeles de música en 1790 (Apéndice 1). Según la información disponible, era hija de Juan de la Morandé y Juana del Solar, y hermana, entre otros, de María Ignacia y Francisca Javiera.94 El primero portaba una viola en su equipaje cuando salió desde el puerto de Cádiz hacia Buenos Aires a fines de 1722, en lo que constituye, hasta donde sé, la primera referencia conocida sobre este instrumento en Chile.95 María Ignacia ingresó en el monasterio de Santa Clara de la antigua fundación y, en su renuncia de 1743, señaló que sus padres le habían adjudicado un “clave hecho en París”.96 Francisca Javiera se casó en 1737 con Francisco García Huidobro, marqués de casa real, lo que resulta relevante porque en la tasación de bienes de este último, efectuada en 1775, se halló “una pieza de canto con acompañamiento de dos violines, viola, para bajo, del señor David Pérez, llamada Didone”.97 Por lo tanto, la posesión de objetos musicales estuvo inserta en ocasiones en tradiciones familiares de larga data que deberán ser estudiadas en el futuro.98

La nueva información aportada documenta una actividad musical interesante en el ámbito privado en la segunda mitad del siglo XVIII. Parece claro que el cultivo de música de tradición escrita entre particulares—también en las instituciones religiosas—no fue un fenómeno que sólo contara con “excepciones notables” antes de la república, como afirmara Pereira Salas,99 lo que apoya la hipótesis de que el origen de tales ideas parece hallarse más en el nacionalismo decimonónico y su vigencia hacia 1940 que en las propias fuentes coloniales. La recepción en Chile de estos objetos musicales de procedencia foránea contribuye también a derribar—o al menos relativizar—el mito instaurado por Zapiola del año 1819 como una revolución en el ámbito musical. Por lo demás, hemos comentado que este mito parece ser, ante todo, un postulado egocéntrico mediante el cual Zapiola busca situarse a sí mismo como precursor del “arte” musical.100

Una pregunta que surge aquí es por qué no se han conservado partituras que den cuenta del repertorio empleado en el ámbito privado, salvo escasas excepciones entre las que podrían contarse los citados manuscritos de María Antonia Palacios y Santiago de Murcia. Conocemos algunas referencias históricas acerca de los bailes cultivados en el Chile colonial, fundamentalmente gracias a Pereira Salas, quien menciona, entre los criollos, “El más vivo” y el “Sandoval”; entre los “españoles”, de carácter popular, el fandango, la seguidilla, la bolera, la tirana y el zapateo; y entre las danzas aristocráticas la contradanza y el minueto. Pero escasean los ejemplos musicales.101 De hecho, aparte del zapateo las danzas más tempranas que [End Page 16] figuran en el inventario de música chilena que realizó el mismo Pereira Salas datan de bien avanzado el siglo XIX.102

Esto ha sido determinante en la idea de que tal tradición era casi inexistente, del mismo modo que lo ha sido en la caracterización de la catedral de Santiago como la institución musical más importante de la colonia, que debemos a Claro Valdés.103 Esto último no sólo proviene de una visión eurocéntrica de la historia ni de la escasez de investigaciones en otros archivos e instituciones como se ha señalado,104 sino sobre todo del hecho de haberse conservado allí el único archivo de música conocido hasta ahora que incluye partituras coloniales. No obstante, este argumento reviste un carácter, ahora sí, positivista—no hubo partituras en otros lugares porque no tenemos evidencia tangible de su existencia—que resulta muy discutible. Incluso la experiencia actual nos muestra, a pesar de una relativa revalorización del patrimonio histórico, que la tendencia común es a desechar los materiales musicales que ya no nos son útiles (nuestros antiguos cuadernos de armonía, los primeros intentos compositivos de juventud, etc.). En tal sentido, tal vez la pregunta adecuada no sea por qué se han perdido determinadas partituras—esto es lo que cabría esperar—sino por qué se han conservado las que han llegado hasta nosotros. Esto, además, reviste un mayor interés en cuanto implica examinar el contexto histórico e institucional del repertorio estudiado, así como la continuidad de ciertas piezas a lo largo del tiempo. Por otro lado, el propio archivo catedralicio demuestra que la conservación de partituras no necesariamente se relaciona con la actividad musical de un período, por cuanto sus piezas datan de la segunda mitad del siglo XVIII, a pesar de haber existido con anterioridad una práctica musical que puede ser documentada.105 El argumento de que las partituras anteriores perecieron en el incendio106 de 1769 no tiene mayor base, puesto que un informe del mayordomo de la catedral enviado al rey indica que, en cuanto a objetos musicales, se quemaron sólo dos órganos y cuatro libros de música.107 Por lo tanto, las causas para la tardía conservación del repertorio catedralicio deben buscarse en otros aspectos, entre los que probablemente se cuente el proceso de reforma de la música sacra iniciado en el siglo XIX que motivó el que se hiciesen copias nuevas del repertorio antiguo, como espero mostrar en otro lugar.

Esta reflexión sobre el archivo de la catedral resulta pertinente porque también se han conservado allí pequeñas muestras del repertorio que nos ocupa,108 entre ellas una desconocida hasta ahora. En la carpeta 83, que contiene un trisagio anónimo, figura un “Minué del día 11 de marzo de 1767 en el cual canta un compadre la felicidad de su suerte” (ejemplo musical).109 Por lo visto, se aprovechó el último folio de la parte de flauta segunda del trisagio, que había quedado en blanco, para copiar esta pieza, además de un breve “amén” que se halla al reverso. [End Page 17]

Ejemplo Musical 1. “Minué del día 11 de marzo de 1767”, Archivo Musical de la Catedral de Santiago, carpeta 83 (los accidentes no indicados en el original figuran entre paréntesis; el Mi del compás 10 es Re en el manuscrito).
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Ejemplo Musical 1.

“Minué del día 11 de marzo de 1767”, Archivo Musical de la Catedral de Santiago, carpeta 83 (los accidentes no indicados en el original figuran entre paréntesis; el Mi del compás 10 es Re en el manuscrito).

El hallazgo de esta partitura resulta significativo porque aporta una danza de una época para la cual existía hasta ahora un absoluto vacío. Si bien no puede asegurarse que la fecha indicada corresponda al día de su composición o ejecución, las características tanto de la copia como de la música encajan bien en el tercer cuarto del siglo XVIII: la distribución irregular de las frases en períodos de muy distinta duración y la mayor extensión de cada parte (12 compases) son propios de estos minuetos más tardíos;110 asimismo, la relativa lentitud del ritmo armónico (compases 5–6), el uso del cambio de modo y el empleo de ornamentos, en su conjunto, sitúan a esta pieza en las postrimerías del estilo barroco, aunque esto implique tomar [End Page 18] prestado un término de la historia musical europea cuya pertinencia para la América colonial resulta a lo menos discutible. La melodía principal tiene un carácter evidentemente instrumental, por lo que podría tratarse de un arreglo de una pieza para teclado u otro: las incoherencias que presenta la colocación del texto en relación con la disposición de las corcheas y lo compleja que resulta la ejecución vocal hacen que esto sea posible.111

Por otro lado, el hecho de tratarse de un minué cantado y el formato empleado para su notación—únicamente con las partes del bajo y el canto—parecen relacionar esta pieza con el repertorio de tonadillas escénicas,112 tal como ocurre con una Tirana y unas Boleras conservadas en la catedral, cuya existencia conocemos desde hace tiempo gracias a Pereira Salas y Claro Valdés.113 Por lo tanto, y siempre en el terreno conjetural, este minué podría haber formado parte de alguna tonadilla representada en la época, si bien el inicio del género en Santiago ha sido siempre fechado una década más tarde (1777).114 Sea como sea, la posible relación con el teatro no impide relacionar esta pieza con el contexto privado: una de las características de las tonadillas fue, justamente, su rápida difusión desde los teatros al ámbito particular; a la par, en ellas se recogían las danzas o bailes que estaban más de moda en los lugares donde se representaban.115

Pero, si todo esto permite cuestionar el mito de la república como un cambio absoluto en la práctica musical secular, pareciera que las ideas sobre el progreso que significó el siglo XVIII han quedado confirmadas: prácticamente todos los datos ofrecidos datan de la segunda mitad de esta centuria. Pero, una vez más, este juicio resulta apresurado. El hecho de que sólo contemos con información sobre el ingreso de instrumentos a partir de la década de los sesenta se debe a que desde esa época comenzaron a ser registrados, al menos por las fuentes que he podido revisar en el Archivo Nacional. A la vez, si bien existe un incremento en las importaciones a medida que se acerca el siglo XIX,116 esto podría relacionarse con la cantidad de fuentes conservadas: únicamente desde la década de los ochenta he encontrado un registro para cada año, y a partir de los noventa ha sido muy frecuente hallar más de uno. Por lo tanto, en lo que parece haber un incremento, ante todo, es en la tendencia a registrar en forma documental los ingresos portuarios.117 Este hecho es importante, porque si una diferencia parece haber existido entre la dinastía de los Austrias y la de los Borbones es que esta última fue más sistemática en la confección de documentos específicos para los distintos ámbitos de su gobierno.118

La prueba de que la imagen ofrecida por los registros de entrada puede ser engañosa es que existe, en otras fuentes, información acerca de la importación de instrumentos en períodos anteriores: hemos mencionado ya el clave de París que María Ignacia Morandé poseía en 1743 y sabemos también de diversos bienes que se hicieron venir desde Lima: cuerdas para el [End Page 19] clave de los jesuitas de Santiago en 1742, órganos en 1683 y 1695 para los mercedarios, y un clavicordio hacia 1597 para los agustinos.119

Sin embargo, quizás sea en la documentación notarial donde pueden encontrarse muestras más claras de que esta actividad musical en el ámbito privado no fue iniciada en 1700. A fines del siglo XVI es frecuente que los particulares o mercaderes residentes en Santiago compren cuerdas de vihuela, como los cuatro mazos que Francisco Navarro adquirió en 1590.120 Así, no es sorprendente que en 1587 el mulato Antón de Guzmán poseyera una vihuela que había sido empeñada ante él por Jerónimo Bermúdez en diez pesos de oro, ni tampoco que Francisco de Saucedo, en su testamento de 1605, indicara tener una “viguela grande” que estaba en poder del padre Joan Cano de Araya.121

Pasando a una época más tardía, en 1679 el licenciado Francisco Millán conservaba una vihuela que dejó a su hijo natural del mismo nombre;122 en el inventario del alférez Domingo Pérez de Riobo, realizado en 1680, encontramos una “guitarra nueva” y “un papel con bordones de arpa”;123 en 1682 hallamos dos “arpas grandes” en las dotes matrimoniales de María Campusano y Ana María de la Vega, valoradas en las importantes sumas de 30 y 20 pesos respectivamente; en 1689 figura un arpa tasada en 12 pesos en la dote de Inés de Olivera;124 en 1689 el indio Andrés Samaya, natural de la norteña localidad de Huasco, declara en su testamento poseer una guitarra;125 y otra dote, la de Josepha Velasco, nos muestra en 1691 un arpa y una vihuela tasadas conjuntamente en 40 pesos.126

Es evidente que los bienes citados dan cuenta de una actividad musical entre particulares similar a la que hemos visto en el siglo XVIII, lo que habla de una relativa continuidad en lugar de la ruptura que comúnmente ha sido defendida. Desde este punto de vista resulta cuestionable la importancia, casi sin par, dada por la historiografía tradicional a la tertulia como un fenómeno iniciado en dicho siglo. Pereira Salas afirma que en 1707, en la casa del gobernador Ibáñez y Peralta, tuvo lugar “la primera tertulia musical a la francesa, el primer simulacro versallesco en la noble y leal Santiago del Nuevo Extremo”.127 Es claro que los instrumentos citados anteriores a 1700 debieron cumplir alguna función en las casas en las que se encontraban; por lo tanto, si el concepto de tertulia define una reunión privada en la cual la música tiene una participación significativa, su aplicación exclusiva al siglo XVIII y los posteriores parece, más bien, producto de las ideas nacionalistas examinadas en el apartado anterior que de una descripción de los hechos. Y es aquí donde adquiere importancia el conocimiento de los siglos XVI y XVII: de ellos depende también nuestra interpretación del siglo que nos ocupa.

Podríamos decir que lo visto en este apartado permite cuestionar las dos caras de la moneda para el siglo XVIII chileno. Por una parte, la imagen oscurantista de este período en comparación con la república no se justifica: [End Page 20] la información aportada demuestra una relación bastante clara entre las supuestas novedades que se han atribuido a la independencia, particularmente desde 1819, y ciertas prácticas que se hallaban bien arraigadas antes de 1800. Por otra, si bien es posible que el comercio musical se incrementara con el correr del siglo XVIII, es arbitrario atribuir un aislamiento total a los siglos anteriores y, sobre todo, suponer que el año 1700 marcó un cambio radical en cuanto al cultivo de la música en el ámbito privado.

Epílogo: el siglo XVIII como espejo del presente

En lugar de terminar con unas conclusiones al modo convencional—he expuesto algunas en cada apartado—quisiera hacerlo interrogándome brevemente acerca de la relación entre el siglo XVIII y el presente, que ha constituido uno de los hilos conductores de este trabajo, pero no basándome ya en el presente de Pereira Salas a quien he citado de forma tan recurrente, sino en el nuestro.

Si bien las páginas anteriores están dedicadas a dicho siglo, es evidente que no estamos tratando sólo con problemas historiográficos ni musicales, sino con una actitud de negación del pasado que parece haber sido determinante en la formación de la identidad chilena. Considerando dicha actitud, por ejemplo, se comprende mejor la indiferencia que Chile ha mostrado tradicionalmente hacia su patrimonio histórico.128 Asimismo, la persistente mirada hacia Europa (excluyendo a España) a partir de la república en busca de nuevas tradiciones, a fin de sustituir las costumbres locales (coloniales) a las cuales el país había renunciado, podría explicar en parte la especial facilidad del Chile contemporáneo para asimilar como propios los estilos y géneros extranjeros, como ha ocurrido, por ejemplo, en el ámbito de la música popular.129

Por otra parte, la ideología nacionalista, si bien se origina con la llegada de la república, parece estar presente hasta nuestros días ya que, incluso en trabajos sobre épocas posteriores, encontramos repetido el mito en torno al cual un vacío de proporciones es llenado por la abrupta llegada de una camada de música o compositores extranjeros, como viéramos en las afirmaciones de Zapiola sobre 1819; y no por casualidad estos momentos de progreso o auge se hacen coincidir con fechas importantes para la historia nacional.130 La reflexión sobre estos problemas es aun más necesaria en el contexto actual, por cuanto la próxima conmemoración de los doscientos años de vida independiente en 2010—tanto de Chile como en otros países latinoamericanos—conlleva el peligro de exacerbar las antiguas ideas anticoloniales con consecuencias que resultan difíciles de predecir, pero que probablemente incluirían la consolidación de una identidad nacional en cierto modo ahistórica, construida a partir de un período que parece surgir espontáneamente, sin ningún nexo con el pasado. La búsqueda de [End Page 21] alternativas requiere de una toma de conciencia de dichos problemas, lo que implica, entre otras cosas, una revisión del carácter descriptivo que comúnmente se ha atribuido a la historiografía tradicional y un cuestionamiento profundo de la dicotomía decadencia-progreso como base para la construcción de la historia (musical y política); dicotomía que, como hemos visto, no es sino el resultado de la mayor o menor adecuación de cada período al paradigma nacionalista.

Otro problema importante, que ha salido ocasionalmente a relucir aquí, es el carácter eurocéntrico de la historiografía tradicional y el descuido que esto ha significado en el estudio de la población indígena y de origen africano.131 Por una parte, esta actitud puede relacionarse con las mismas fuentes de la época que, al ser creadas por los grupos dominantes, tienden a preservar exclusivamente su historia o a ofrecer una visión despectiva de los grupos subalternos.132 Sin embargo, es evidente que es posible encontrar datos de interés, como prueban, por ejemplo, los estudios sobre música misional efectuados desde 1997,133 por lo que el problema parece ser más bien la atención insuficiente hacia el tema en los estudios tradicionales y, sobre todo, su visión de las culturas indígenas y africanas como primitivas. La reacción natural ante ello ha sido un vuelco en la historiografía del último tiempo hacia dichas culturas, lo que ha cristalizado en el desarrollo de corrientes indigenistas o los llamados estudios postcoloniales.134

Pero, sin duda, existe aquí también una estrecha relación con el presente, que, por lo demás, no es eludida sino reivindicada por los representantes de dichas corrientes. Los numerosos conflictos ocurridos durante la presente década en la región de la Araucanía, así como las diversas marchas realizadas por las comunidades indígenas,135 denotan los múltiples problemas no resueltos en relación con la identidad de Chile y, especialmente, su incapacidad para integrar a las minorías étnicas. Y esto no es de extrañar considerando que incluso en la producción “académica” de la historiografía política chilena encontramos de manera ocasional afirmaciones claramente racistas.136 Por lo tanto, reivindicar a los indígenas de la colonia, o del siglo XVIII, equivale a reivindicarlos hoy.

La pregunta es hasta qué punto estas exigencias de nuestro presente pueden llevarnos a reinventar el siglo XVIII sin prestar una atención suficiente a los testimonios del pasado, actitud que no sería distinta a la que hemos venido atribuyendo—y criticando—a la historiografía tradicional, por mucho que nuestras expectativas fuesen otras. Esta afirmación no es antojadiza, por cuanto esto parece haber ocurrido en más de una oportunidad: Marcelo Hazan nos ha mostrado recientemente que la imagen del compositor José Maurício Nunes Garcia—mulato y maestro de capilla de la corte imperial en Río de Janeiro a comienzos del siglo XIX—como una víctima de las intrigas de la corte imperial y de los prejuicios raciales, fue construida bajo la influencia del nacionalismo anticolonial e ignorando cualquier dato que [End Page 22] pudiese matizarla, como el hecho de que Nunes Garcia ocupara el puesto más importante para un músico brasileño de la época y, sobre todo, que el mismo tuviese un esclavo a su servicio.137 En el caso de Chile, es posible que un ejemplo similar se encuentre en la tesis de que María Antonia Palacios, propietaria del “Libro sesto” ya citado, era una esclava negra de fines del siglo XVIII, según propuso Guillermo Marchant. Su argumento principal consiste en no haber encontrado entre los documentos santiaguinos a otra persona con este nombre aparte de una esclava perteneciente a Juan Antonio Palacios. En tal condición esta idea, aunque factible, no pasa de ser una conjetura, como reconoce el autor en sus primeros trabajos.138 Pese a ello, el paso gradual del tono especulativo a un convencimiento total en los últimos años solo parece explicarse por un deseo de encontrar testimonios directos sobre la música practicada por los esclavos del Chile colonial, puesto que la evidencia sigue siendo igualmente escasa.139

Por otra parte, es fácil que, tras largos años de olvido, la reivindicación étnica se exacerbe al punto de dejar de lado las manifestaciones que parezcan de corte más europeo. De hecho, la única alternativa al camino iniciado por Pereira Salas y Claro Valdés, que en general se ha propuesto, parece ser el estudio de la música de tradición oral.140 Rara vez se menciona la necesidad de estudiar nuevamente los mismos campos que ellos trabajaron desde una perspectiva distinta y con el apoyo de otras fuentes como se ha pretendido en este estudio. En nuestro empeño por superar el eurocentrismo tradicional corremos el riesgo de concentrarnos sólo en lo que nos diferencia de Europa, confundiendo así lo propio con lo exclusivo. Pero lo más relevante es que esta postura no difiere del nacionalismo decimonónico en su vertiente clásica: la búsqueda de la identidad en un pasado remoto—en este caso el precolombino—en el que se hallarían contenidas las características auténticas y únicas de la nación.141 Y esto parece razón suficiente para plantear que el nacionalismo historiográfico no ha sido abandonado,142 sino únicamente reemplazado por uno de otro tipo, que quizás a menudo se esconde bajo el paraguas más amplio del americanismo.143

Parece, pues, que hemos llegado a un punto en el que el siglo XVIII tiende a confundirse con otras épocas de la historia musical. Por un lado, la imagen de esta centuria depende, en gran medida, de los siglos XIX y XX porque es ahí cuando la historia de la colonia fue modelada; pero también influye en ella nuestro conocimiento de los siglos XVI y XVII, no sólo porque puedan proporcionar los antecedentes históricos o las causas de procesos ocurridos en el siglo XVIII,144 sino porque la interpretación que hagamos de este último estará condicionada por la de los siglos anteriores. Pero quizás lo más interesante es constatar cómo el estudio de la música pasada puede ayudarnos a tomar conciencia de problemas que conciernen a la musicología del presente, algo esencial si consideramos que ésta se encuentra ya construyendo una nueva historia de la música en Latinoamérica. [End Page 23]

Alejandro Vera

Alejandro Vera is a full-time professor at the Music Institute of the Pontificia Universidad Católica de Chile and also teaches as visiting professor in the doctoral program in musicology of the Universidad Autónoma in Madrid. He has published several articles and a book: Música vocal profana en el Madrid de Felipe IV (2002). His edition of Santiago de Murcia’s manuscript “Cifras Selectas de Guitarra” (1722) is forthcoming.

Apéndice 1. Lista de objetos musicales que figuran en los registros de entrada de Valparaíso (1769–1799)

Año Objeto Destinatario146 Fuentes (Archivo Nacional de Chile)
1769 Clave ¿? Capitanía General, vol. 360
1771 Clave Joseph Prieto Capitanía General, vol. 360
1771 Clave Joseph Antonio Sierra Capitanía General, vol. 360
1773 Clave Joseph Perfecto de Salas Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 733
1781 Clave ¿Nicolás Odria? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2271
1783 Clave María Plaza Contaduría Mayor, 1a serie, vol. 1773 y 2a serie, vol. 2278
1783 Clave Agustín Tagle Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2278
1783 Clave Antonio Ugarte Contaduría Mayor, 1a serie, vol. 1795
1783 Órgano Fr. José Cruz (prior de la Recoleta Dominicana) Contaduría Mayor, 1a serie, vol. 1795, y 2a serie, vols. 2278 y 2279
1783 Salterio Domingo Díaz Muñoz Contaduría Mayor, 1a serie, vol. 1795 y 2a serie, vol. 2278
1783 Cuerdas de guitarra ¿Miguel Terán? Contaduría Mayor, 1a serie, vol. 1795
1784 Clave ¿María Concepción De Elso? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2281
1784 Clave Rafael Landa Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2281
1785 “Forte-piano” ¿? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2283
1788 Clave José Ignacio Alcalde Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2294
1788 Clave Manuel Pérez Cotapos Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2294
1788 Clave Joaquín Bezanilla Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2294
1789 Clave Julián Villeruelo Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2294
1790 Clave Narcisa Ximénez Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2297
1790 Clave ¿Vicente de Larriba? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2298
1790 Clave Juana Josefa Santibáñez Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2299
1790 Clave María Mercedes Contador Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2297 y 3693
1790 “Papeles de música” María Josefa Morandé Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2297 y 3693
1790 “Reloj de madera con música hecho en España” ¿Jaime Beltrán? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2298
1791 “1 clave o forte peano” Carmen Errázuriz Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2299
1791 Clave Manuela Zañartu Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2299
1791 Clave Juan José Moreno Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2302
1792 Cascabeles ¿Victorio Priego? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2301
1792 “Organito” Iglesia de Santo Domingo de Valparaíso Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2301, 2302 y 2303
1792 Clave Lorenzo Pérez de Arce Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2302
1792 Clave Juan Manuel de la Cruz Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2302
1793 Violín Juan Antonio Uriarte Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2304, 2305 y 2309
1793 Clave María de la Luz Valdivieso Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2306 y 2307
1794 Clave Modesto Novajas y Solano Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2306 y 2308
1794 Salterio Francisco Vélez Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2307 y 2308
1795 Clave Monjas carmelitas de Santiago Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2311
1795 Clave Gregorio de Andía y Varela Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2313 y 2314
1795 Clave Atanasio Muñoz Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2313 y 2314
1795 Cuerdas de guitarra ¿Manuel Muñoz? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2312
1796 Clave Fr. Antonio Galiano (prior de Santo Domingo de Valparaíso) Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2313 y 2314
1796 Clave José Prieto [¿el mismo de 1771?] Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2315
1796 Dos salterios José de la Concha Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2318
1797 Clave Joaquín Malo Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2316, 2317 y 2318
1797 Clave José Antonio González146 Contaduría Mayor, 2a serie, vols. 2317 y 2318
1797 Clave María Cruz Arcaya Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2318
1797 Clave Salvador Trucios Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2318
1797 Clave Rafael de Beltrán Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2319
1797 Órgano Convento de Santo Domingo de Coquimbo Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2318
1799 “1 cajoncito con papeles de música de iglesia” Catedral de Córdoba del Tucumán Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2324
1799 Clave Cristóbal Valdés Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 2324

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Apéndice 2. Lista de objetos musicales ingresados por la cordillera (1776–1790)

Año Objeto Destinatario Fuentes (Archivo Nacional de Chile)
1776 Clave Antonio de Segovia Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 644 y 651
1776 “1 cajoncito con música” ¿? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 651 y 652
1776 “Unas flautas” ¿? Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 651 y 652
1781 Salterio Francisco Tadeo Diez de Medina Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 658
1790 Violín Pedro Domingo de Larrea Contaduría Mayor, 2a serie, vol. 3693

Acknowledgment

Este trabajo ha sido escrito en el marco del proyecto FONDECYT 1071121, “Tradición y renovación en la música del Chile colonial”, que dirijo en la actualidad. En él también participa Víctor Rondón (coinvestigador). Durante la primera etapa del proyecto conté con la entusiasta colaboración de Jaime Canto y Laura Jordán (ayudantes).

Footnotes

1. Véanse, entre otros, Malena Kuss. “Nacionalismo, identificación, y Latinoamérica”, en Cuadernos de Música Iberoamericana, 6 (1998), 133–49; Bernardo Illari. “Zuola, criollismo, nacionalismo y musicología”, en Resonancias, 7 (2000), 59–95, y “Ética, estética, nación: las canciones de Juan Pedro Esnaola”, en Cuadernos de música iberoamericana, 10 (2005), 137–223; y Tello, Aurelio: “Aires nacionales en la música de América Latina como respuesta a la búsqueda de identidad”, en Hueso Húmero, no. 44 (2004), 210–37, disponible en http://www.comunidadandina.org/bdaold/hh44/archivocompleto.pdf. De no indicarse lo contrario todas las fuentes tomadas de Internet fueron consultadas por última vez el 3 de diciembre de 2007.

3. De entre los textos citados, esta mirada es afín a la sección donde Illari analiza la forma en que el nacionalismo hispanista afectó la imagen del Códice de Zuola, manuscrito colonial de origen peruano—Illari: “Zuola, criollismo”, 61 y siguientes.

4. El uso de las comillas es intencionado y se debe a que es discutible hablar de una historiografía tradicional en un país que no ha contado, verdaderamente, con una tradición de estudios sobre la música del período colonial. A pesar de este problema, empleo el término para diferenciar los estudios de Pereira Salas y Claro Valdés de aquellos que les seguirían treinta años más tarde, a los cuales me referiré más adelante.

5. Alejandro Vera. “Musicología, historia y nacionalismo: escritos tradicionales y nuevas perspectivas sobre la música del Chile colonial”, en Acta Musicológica, LXXVIII (2006), II, 139–58. [End Page 26]

6. Sigo la definición de Anthony D. Smith. Nacionalismo. Teoría, ideología, historia, Madrid: Alianza editorial, 2004 (trad. de Nationalism: Theory, Ideology, History, 2001), 23, 116–20.

7. Julio Aróstegui. La investigación histórica: teoría y método, Barcelona: Crítica, 2001, 76–8.

8. Leo Treitler. Music and the Historical Imagination, Cambridge, MA and London: Harvard University Press, 1989, 1–5, 37, 42 y otras.

9. Michael L. Klein. Intertextuality in Western Art Music, Bloomington & Indianapolis: Indiana University Press, 2005, 8. véase Treitler: Music and the Historical Imagination, 43.

10. Linda Véase Hutcheon. A Poetics of Postmodernism. History, Theory, Fiction, New York and London: Routledge, 1988, 16, 128, 143.

11. Quizás sería más correcto llamarla musicología postmoderna. Los argumentos para ello se discuten en Pilar Ramos. Feminismo y música. Introducción crítica, Madrid: Narcea S. A., 2003, 36–41.

12. Véase la crítica de Treitler: Music and the Historical Imagination, 114, y 314–15. Otra cosa, como veremos, es que dicha corriente fuese consecuente con este propósito.

13. Gary Tomlinson. “The Web of Culture: A Context for Musicology”, en 19th Century Music, 7 (1984), no. 3, 357. En el ámbito de la historia véase el artículo clásico de Hayden White. “Interpretation in History”, en New Literary History, vol. 4 (1973), no. 2, especialmente 287–88.

14. Véase, por ejemplo, el resumen en etapas que Kerman hace de su propio estudio sobre un motete de Byrd (análisis, concordancias con otras fuentes, contexto histórico, crítica de la obra). Joseph Kerman. Contemplating Music. Challenges to Musicology, Cambridge, MA: Harvard University Press, 1985, 125.

15. Stephen Miles. “Critical Musicology and the Problem of Mediation”, Notes, 53 (1997), 3, 722–50.

16. Alfredo Jocelyn-Holt Letelier. Historia general de Chile, vol. 2, Los Césares perdidos, Santiago de Chile: Editorial Sudamericana, 2004, 282.

17. Alejandro Vera. “A propósito de la recepción de música y músicos extranjeros en el Chile colonial.” en Cuadernos de Música Iberoamericana, 10 (2005), 27.

19. Hutcheon. A Poetics of Postmodernism, 125, 143.

20. Uno de los postulados fundamentales de la teoría intertextual—véase Graham Allen. Intertextuality, London and New York: Routledge, 2000, 36.

21. Véase Quintana, Hugo. “Música europea y música latinoamericana del siglo XVIII”, en Revista de la Sociedad Venezolana de Musicología, 2, no. 2, 45–78, disponible en http://www.musicologiavenezolana.org/pdf/0202.pdf.

22. Una síntesis crítica de este enfoque se halla en Carreras, Juan José. “De Literes a Nebra: la música dramática entre la tradición y la modernidad”, en La música en España en el siglo XVIII, ed. de Malcolm Boyd, Juan José Carreras y José Máximo Leza, Cambridge, MA: Cambridge University Press, 2000, 19–22. El enfoque tradicional está especialmente representado por el importante trabajo de Cotarelo y Emilio Mori. Orígenes y establecimiento de la ópera en España hasta 1800, Madrid: Tipografía de la Revista de archivos, bibliotecas y museos, 1917. [End Page 27]

23. Louise K. Stein. Songs of mortals, dialogues of the gods: music and theatre in seventeenth century Spain, Oxford: Clarendon Press, 1993, 130 y siguientes.

24. Pablo L. Rodríguez. Música, poder y devoción. La Capilla Real de Carlos II (1665–1700), Tesis doctoral, Universidad de Zaragoza, 2003, 4.

25. Carreras. “De Literes a Nebra”, 22–3 y 27. La supuesta ópera Il pomo d’oro era en realidad una comedia que llevaba el mismo título de la ópera de Cesti, lo que motivó la confusión de Cotarelo.

26. José Máximo Leza. “La zarzuela Viento es la dicha de Amor. Producciones en los teatros públicos madrileños en el siglo XVIII”, en Música y literatura en la Península Ibérica: 1600–1750, edición de Carmelo Caballero Fernández-Rufete, Germán Vega y María Antonia Virgili Blanquet, Valladolid: Junta de Castilla y León, 1997, 393–99.

27. Samuel Claro Valdés. Antología de la música colonial en América del Sur, Santiago de Chile: Universidad de Chile, 1974, 137–43.

28. Citados por Claro Valdés. Ibídem, xxix.

29. Juan José Carreras. “Hijos de Pedrell. La historiografía musical española y sus orígenes nacionalistas (1780–1980)”, en Il Saggiatore Musicale, 8, no. 1, 131, 134, 136 y 151.

30. Para el nacionalismo tanto el pasado remoto como el destino representan algo glorioso, porque encarnan la autenticidad que el tiempo ha quitado a la nación—Smith: Nacionalismo, 45 y 47.

32. Véase una crítica a esta idea en Pilar Ramos. “The Construction of the Myth of Spanish Renaissance Music as a Golden Age”, ponencia presentada en Early Music—Context and Ideas (International Conference in Musicology), Cracovia (Polonia), Universidad de Cracovia, 2003, 1–2. Agradezco a la autora el haberme permitido consultar su trabajo.

34. Sobre este frustrado proyecto véase Luis Robledo. Juan Blas de Castro (ca. 1561–1631). Vida y Obra Musical, Zaragoza: Institución Fernando el Católico, Diputación Provincial, 1989, 12.

35. Primeramente en su Teatro Lírico Español Anterior al Siglo XIX, vols. III y IV, La Coruña: Canuto Berea y Compañía, 1897–1898.

36. Sin duda en esto también influyeron muchos otros factores que no han sido tocados aquí; por ejemplo la secularización del siglo XVIII, dado que la musicología española de comienzos del siglo XX era esencialmente católica—Ramos. “The Construction of the Myth”, 4.

37. En el campo de la historia chilena véase Allen Woll. A Functional Past. The Uses of History in Nineteenth-Century Chile, Baton Rouge and London: Louisiana State University Press, 1982.

38. “Musicology is perceived as dealing essentially with the factual, the documentary, the verifiable, the analysable, the positivistic. Musicologists are respected for the facts they know about music. . . ”. Kerman. Contemplating Music, 1985, 12.

39. Víctor Rondón señala sobre los estudios de partituras y diacrónicos anteriores: “Pienso que hacia el fin de este milenio, a esa ocupación eminentemente descriptiva es posible agregar ya una nueva fase que revise o proponga una visión crítica e interpretativa . . . ”—“El archivo musical colonial como memoria del poder: [End Page 28] el caso chileno”, en E. Seraphim Prosser (ed.): Anais III Simpósio Latino-Americano de Musicología, Curitiba: Fundaçao Cultural de Curitiba, 2000, 62.

40. Eugenio Pereira Salas. Los orígenes del arte musical en Chile, Santiago: Imprenta Universitaria, 1941, xviii.

41. Charles Seeger. “Los orígenes del arte musical en Chile. By Eugenio Pereira Salas”, en Hispanic American Historical Review, 22 (1942), 172.

42. Luis Merino. “Don Eugenio Pereira Salas (1904–1979), fundador de la historiografía musical en Chile”, en Revista Musical Chilena, 33 (1979), 66 y 148.

43. Véase Rolf G. Foerster. Jesuitas y mapuches 1593–1767, Santiago: Editorial Universitaria, 1996, 19.

45. Ibídem, 75 y 155.

46. Por ejemplo, la ausencia de una tradición escrita que se desprende de sus palabras contradice la existencia del archivo musical catedralicio que refiere en la 52. Cabe señalar que la idea de que esta supuesta carencia conlleve una inferioridad musical es claramente eurocéntrica; pero también es cierto que en instituciones como las eclesiásticas, que buscaban reproducir el modelo español o limeño, lo que se esperaba era que reprodujesen también sus prácticas musicales.

47. Bernardo Subercaseaux. Historia de las ideas y de la cultura en Chile, tomo 1, Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX: J. V. Lastarria, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, 52–3.

48. Domingo Amunátegui Solar. Formación de la nacionalidad chilena, Santiago: Ediciones de la Universidad de Chile, 1943, 66 y 76.

50. Luis Vea Merino. “La sociedad filarmónica de 1826 y los inicios de la actividad de conciertos públicos en la sociedad civil de Chile hacia 1830”, en Revista Musical Chilena, 55, no. 206, 5–27.

51. Esto se haya documentado por el mismo Pereira Salas. Los orígenes, 48–9.

52. Una síntesis se halla en Ramos. Feminismo y música, 115–37, sintetiza la crítica feminista al concepto.

53. Laura Citado por Jordán. Clandestinidades en la música de resistencia, tesis de licenciatura (dir. Alejandro Vera), Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007, p. 13.

54. José Zapiola. Recuerdos de treinta años (1810–1840), prólogo de Patricio Tupper León, Buenos Aires-Santiago de Chile: Editorial Francisco de Aguirre, S. A., 1974, 44. Las cursivas son mías.

55. Aparte de Pereira Salas véase, entre otros, Claro Valdés, Samuel y Jorge Urrutia Blondel. Historia de la música en Chile, Santiago: Editorial Orbe, 1973, 86; y Merino: “La sociedad filarmónica”, 11. Por el contrario, una visión más crítica del texto de Zapiola se halla en Jaime Canto. “Música y sociedad en las tres primeras décadas del siglo XIX en Santiago de Chile”, tesis de licenciatura (dir. Alejandro Vera), Pontificia Universidad Católica de Chile, (2007), introintroducción.

56. Ángel Rama. La ciudad letrada, Santiago de Chile: Tajamar Editores Ltda., 2004 (ed. original de 1984), 126–27.

57. Zapiola. Recuerdos de treinta años, 44.

58. Por cierto que el nacionalismo parece relacionarse con los otros tres factores. Más adelante examino su relación con la idea de progreso o decadencia en la [End Page 29] historia. Sus vínculos con la autonomía del arte quedan pendientes para un próximo trabajo.

59. Vera. “Musicología, historia y nacionalismo”.

60. José Victorino Lastarria. Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile, Santiago de Chile: Imprenta del Siglo, 1844.

61. Subercaseaux. Historia de las ideas, tomo 1, 43.

62. Woll. A Functional Past, 63.

64. Juegos y alegrías coloniales en Chile, Santiago: Zigzag, 1947; Historia del arte en el reino de Chile, Santiago: Universidad de Chile, 1965; e Historia del teatro en Chile desde sus orígenes a la muerte de Juan Casacuberta 1849, Santiago: Ediciones de la Universidad de Chile, 1974.

65. Por ejemplo, Pereira señala que “Estas dos influencias, la española y la peruana, contribuyeron al despertar de la música pentagrámica en nuestro país”—Los orígenes, 52. Sin embargo, tal afirmación conlleva la idea de que durante la colonia no hubo ningún compositor chileno, lo que le permitirá situar el inicio de la composición “nacional” en el siglo XIX.

66. Roberto Escobar, por ejemplo, señala que la cítara, el arpa y la guitarra fueron los instrumentos favoritos del siglo XVIII en Chile porque “eran los únicos que se podían obtener”. Roberto Escobar. Músicos sin pasado. Composición y compositores de Chile, Santiago de Chile: Editorial Pomaire, Universidad Católica de Chile, 1971, 88.

67. Raquel Véase Barros y Manuel Dannemann. “Los problemas de la investigación del folklore musical chileno”, en Revista Musical Chilena, 56 (2002), disponible en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0716-27902002005600015&script=sci_arttext; y Aires Tradicionales y Folclóricos de Chile, 2a ed. Rodrigo Torres, Santiago: Universidad de Chile, 2005.

68. Raquel Bustos. “Allende Sarón, Pedro Humberto”, en Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana [en adelante DMEH], vol. 1, ed. Emilio Casares, Madrid: SGAE, 1999, 290–93.

70. Ibídem, 28, 30, 32–4 y 40. La excepción sería la música militar (p. 49).

72. Ibídem, 45.

74. Ibídem, 28–9. Sobre el error de considerar a este clave como el primero véase la nota 18.

76. Esto queda aun más claro en un párrafo de Vicente Grez que Pereira cita en la 29: “. . . las ideas habían progresado demasiado. Muchas familias francesas se habían establecido en la capital y modificábanse las costumbres. Se vivía menos en la Iglesia y más en los salones”.

77. Hay otros antecedentes en mi artículo “A propósito de la recepción”.

78. El tema de la exportación queda pendiente para un futuro trabajo. La escasa información encontrada hasta ahora se refiere a cuerdas de guitarra. [End Page 30]

79. Sobre la influencia musical limeña véase Pereira Salas. Los orígenes, 34 y 213; Juan Carlos Estenssoro. Música y sociedad coloniales. Lima 1680–1830, Lima: Colmillo Blanco, 1989, 110 y siguientes; y Vera. “A propósito de la recepción”, p. 26 y siguientes.

80. Esto permite adelantar un tanto la llegada de este instrumento en relación con Pereira Salas. Los orígenes, 41, aunque no hay razón para afirmar que fuese el primero.

81. Sin embargo, hay un error de importancia en mi artículo “A propósito de la recepción”, 29, que creo oportuno rectificar. Indico allí que el clave para María Plaza de 1783 (Apéndice 1) venía por la cordillera. Esto es producto de una mala lectura del documento, ya que éste claramente indica que el instrumento llegó al puerto de Valparaíso.

82. Archivo Nacional, Chile [en adelante AN], Escribanos de Santiago [ES], 719, 404 y 408v.

83. Ibídem, vol. 772, 14v y vol. 856, 195.

84. Ibídem, vol. 522, 237.

86. Los de Valparaíso incluyen sólo el envío mencionado a Córdoba y los “papeles de música” que recibió María Josefa Morandé en 1790, en tanto que en los de cordillera apenas encontramos un cajoncito con música en 1776 (Apéndices 1 y 2).

87. Véase Vera. “A propósito de la recepción”, 29 y 31.

88. AN, ES, vol. 720, 281v.

89. Me refiero al Arte de musica de canto dorgam, e canto cham (Lisboa, 1626). Existe evidencia de que este tratado circuló en Brasil—véase Pereira Binder, Fernando y Paulo Castagna. “Teoria musical no Brasil: 1734–1854”, en Revista eletrônica de musicologia, vol. I (1996), no. 2, disponible en http://www.rem.ufpr.br/REMv1.2/vol1.2/teoria.html.

90. AN, ES, vol. 946, 236v. El primero es quizás la Institución harmonica, ò doctrina musical, theorica, y práctica, que trata del canto llano, y de órgano (Madrid, 1748) de Antonio Roel del Río.

91. Frederick Véase Marvin. “Soler, Antonio”, en Grove Music Online, ed. L. Macy, en http://www.grovemusic.com.

92. Guillermo Marchant. “El Libro Sesto de Maria Antonia Palacios, c. 1790. Un manuscrito musical chileno”, Revista Musical Chilena, 53 (1999), no. 192, 27–46. Volveré a referirme a esta fuente.

93. Alejandro Vera. “Santiago de Murcia’s Cifras Selectas de Guitarra (1722): a new source for the Baroque guitar”, en Early Music, 35 (2007), no. 2, 251–69. Sobre Murcia y sus contactos con Hispanoamérica véase mi artículo “Santiago de Murcia: New Contributions on His Life and Work”, en Early Music, 36, no. 4, 597–608.

94. José Rafael Reyes. “Morandé. Un linaje bretón en Chile”, en Revista de Estudios Históricos (del Instituto Chileno de Investigaciones Genealógicas), no. 35, 1990, 69–103.

95. Archivo General de Indias, Contratación 1700, “Registro del navío nombrado de San Raphael, y Santo Domingo”.

96. AN, Real Audiencia, vol. 773, 145v. Debo este documento a la historiadora Javiera Ruiz Valdés. [End Page 31]

97. La información se ofrece en Pereira Salas. Los orígenes, 42, pero tomo la cita del artículo de donde proviene, García Huidobro, Elías. “Una casa colonial a mediados del siglo XVIII”, en Revista Chilena de Historia y Geografía, 14, no. 18, 354.

98. Cabe agregar que María Josefa del Solar, citada antes como propietaria de una “guitarra de China colorada”, era hermana de Juana del Solar.

99. Véase la nota 70.

100. Sobre la importancia del mito en la escritura de la historia véase, entre otros, White. “Interpretation in History”, 288–89 y 292–93.

101. Pereira Salas. Los orígenes, 207–13. Frézier incluyó en su relación de los viajes realizados por el cono sur americano la transcripción de un zapateo que reproduce Pereira (p. 328). Tenemos referencias también al baile de “La Bandera”—Guarda, Gabriel (O. S. B.). “Arte y evangelización en Chile. Siglos XVI–XVIII”, en Boletín de la Academia Chilena de la Historia, no. 116 (2007), 79. El “Libro sesto” contiene, entre otras obras, veintitrés minuetos y seis diferencias sobre un minueto—Marchant. “El Libro Sesto”, 37–45. El manuscrito de Murcia contiene diecisiete minuetos—Vera: “Santiago de Murcia”, 257. Me encuentro finalizando una edición de este último.

102. Eugenio Pereira Salas. Biobibliografía musical de Chile desde los orígenes a 1886, Santiago. Ediciones de la Universidad de Chile, 1978. Pereira no incluye entre las fuentes citadas al “Libro sesto”, a pesar de que su existencia ya era conocida en esa época (se menciona en Claro Valdés y Urrutia Blondel. Historia, 60).

104. Respectivamente en Maximiliano Salinas. “¡Toquen flautas y tambores!: una historia social de la música desde las culturas populares en Chile, siglos XVI–XX”, en Revista Musical Chilena, 54 (2000), no. 193, 45–82, disponible en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0716-27902000019300003&script=sci_arttext; y Alejandro Vera. “Music in the monastery of La Merced, Santiago de Chile, in the colonial period”, en Early Music, 32 (2004), no. 3, 369–70.

105. Espero tratar este tema en un próximo trabajo.

106. Samuel Claro Valdés. “Chile. Época colonial”, en DMEH, tomo III, 626.

107. Archivo Histórico del Arzobispado de Santiago, Gobierno, vol. 7, pieza 8, sin foliar.

108. Esto no es excepcional. Véase, en relación con América y España, respectivamente, Bernardo Illari. “Metastasio nell’Indie: de óperas ausentes y arias presentes en América colonial”, en Emilio Casares y Álvaro Torrente (eds.). La ópera en España e Hispanoamérica, vol. I, Madrid: ICCMU, 2001, 343–74; y Miguel Ángel Marín. Music on the margin. Urban musical life in eighteenth-century Jaca (Spain), Kassel: Reichenberger, 2002, 278 y siguientes.

109. Este minueto no figura en Claro Valdés. Catálogo del Archivo Musical de la Catedral de Santiago de Chile, Santiago de Chile: Universidad de Chile, 1974, 30; ni en la obra fundamental de Stevenson, Robert: Renaissance and Baroque musical sources in the Americas, Washington D.C.: General Secretariat, Organization of American States, 1970, 315–46.

110. Vea con Craig H. Russell (ed.). Santiago de Murcia’s “Códice Saldívar No. 4”. A Treasury of Secular Guitar Music from Baroque Mexico, vol. 1, Urbana: University of Illinois Press, 1995, 109. [End Page 32]

111. Es llamativo también el carácter cuaternario que, de manera transitoria, adopta la pieza en el compás 4.

112. El formato típico de tonadillas es descrito en Lolo, Begoña: “La tonadilla escénica, ese género maldito”, en Revista de Musicología, 25 (2002), no. 2, 440, nota 4.

113. Pereira Salas. Los orígenes, 210–11 y 325–26; Claro Valdés. Catálogo, 18–20, quien incluye las transcripciones. Pereira Salas las atribuye a Antonio Aranaz.

115. Lolo. “La tonadilla escénica”.

116. 1 objeto en los sesenta; 6 en los setenta, 15 en los ochenta, y 33 en los noventa (Apéndices 1 y 2).

117. Sin embargo, podría argumentarse que este mayor control por parte de las autoridades se debió justamente a un aumento del comercio marítimo en Chile.

118. En el Archivo del Palacio Real de Madrid, por ejemplo, comienza a precisarse el nombre de los copistas—compárese Rodríguez. Música, poder y devoción, 208–09 con Álvaro Torrente. Fiesta de Navidad en la Capilla Real de Felipe V, Madrid: Editorial Alpuerto, 2002, 49–51.

119. Vera. “A propósito de la recepción”, 27.

120. AN, ES, vol. 5, 268v. Véase también el vol. 7, 399v; y vol. 8, 242, 282v, 312 y 339v. Con excepción de los dos primeros volúmenes, el resto comienza en 1586, lo que muestra la dificultad para pesquisar información musical de este siglo.

121. AN, ES, vol. 3, 396v y vol. 35bis, 159.

122. Ibídem, vol. 350, 189.

123. Ibídem, vol. 351, 617v–618.

124. Ibídem, vol. 370, 139 y 233; vol. 374, 110v.

125. Julio Retamal Ávila. Testamentos de “indios” en Chile colonial: 1564–1801, Santiago: Universidad Andrés Bello, RIL, 2000, 219.

126. AN, ES, vol. 375, 61v. Véanse otros datos sobre la presencia de arpas en inventarios en Fahrenkrog, Laura: El arpa en Santiago de Chile durante la Colonia, tesis de licenciatura (dir. Alejandro Vera), Pontificia Universidad Católica de Chile, 2006 (apartado “La actividad musical doméstica”).

128. Opinión distinta a la de Emma de Ramón, quien sitúa su origen hacia 1730 en su libro Obra y Fe. La catedral de Santiago 1541–1769, Santiago de Chile: DIBAM, LOM, CIDBA, 2002, 168.

129. Tendencia que es comentada en Juan Pablo González y Claudio Rolle. Historia social de la música popular en Chile, 1890–1950, Santiago: Universidad Católica de Chile, Casa de las Américas, 2005, 41–4.

130. Juan Pablo González, por ejemplo, señala que con Pedro Humberto Allende (1885–1959) “la música chilena se sitúa por primera vez con propiedad ‘en el espacio de acción’ de la música Occidental. . . . Una contribución importante a la puesta al día de los músicos chilenos durante el siglo XX la han realizado los pocos músicos extranjeros que han llegado a estas lejanas tierras”. Más adelante agrega: “De este modo, en la década de 1910 [el centenario de la independencia] se inició la puesta al día de los músicos, y del público chileno, con la escena musical europea”. Juan Pablo [End Page 33] González. “Música: de la partitura al disco”, en Cristián Gazmuri et al. 100 años de cultura chilena 1905–2005, Santiago de Chile: Zig-Zag S. A., 2006, 205. Las cursivas son mías.

131. Véase Salinas. “¡Toquen flautas y tambores!”.

132. Hecho que en la musicología chilena ha sido advertido por Rondón. “El archivo musical”.

133. Del mismo autor véase, entre otros, “Música jesuita en Chile en los siglos XVII y XVIII: primera aproximación”, en Revista Musical Chilena, 51 (1997), no. 188, 7–39 y 19 canciones misionales en mapudúngún contenidas en el Chilidúgú (1777) del misionero jesuita en la Araucanía Bernardo de Havestadt (1714–1781), Santiago: Universidad de Chile, Revista musical Chilena, FONDART, 1997.

134. Para una síntesis de esta corriente véase Gustavo Verdesio. “Colonialism Now and Then. Colonial Latin American Studies in the Light of the Predicament of Latin Americanism”, en Colonialism Past and Present. Reading and Writing about Colonial Latin America Today, ed. de Álvaro Félix Bolaños y Gustavo Verdesio, New York: State University of New York Press, 2002, 3.

135. Una entre muchas es la que la comunidad Temu Cui Cui realizó el 15 de octubre de 2007 en Santiago, en la que participaron unas 5000 personas. El objetivo era exigir el reconocimiento legal de los pueblos indígenas por parte del estado chileno.

136. Sorprende especialmente lo siguiente: “Nuestra América ofrece graves problemas. . . . Me refiero a la simultaneidad de razas que entre nosotros se encuentran en diversos grados de cultura. Por ejemplo, hasta hace pocos años, en la república chilena vivían los fueguinos, que ocupaban uno de los más bajos extremos de la escala humana . . . ”—Amunátegui Solar: Formación de la nacionalidad, 79.

137. Marcelo Hazan. “José Mauricio Nunes García (1767–1830): Exploring the making of a Brazilian myth”, ponencia presentada en el XVIII Congreso de la Sociedad Internacional de Musicología, Zurich, 10–15 de julio de 2007. Agradezco al autor el haberme permitido consultar su trabajo.

138. En el resumen de su tesis de magíster califica a dicha esclava como una “posible usuaria del repertorio”—Revista Musical Chilena, 52 (1998), no. 189, en http://www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0716-27901998018900024&script=sci_arttext.

139. En 1999—“El Libro Sesto”, 36—considera ya su hipótesis como “casi innegable”. Véase también Guillermo Marchant. “Una negra llamada María Antonia”, en Mujeres, negros y niños en la música y sociedad colonial iberoamericana, ed. de Víctor Rondón, Santa Cruz de Bolivia: Asociación Pro Arte y Cultura, 2002, 83. A pesar de ello la idea comienza a gozar de cierta aceptación entre especialistas de otras disciplinas—véase Barrenechea Vergara, Paulina: “María Antonia, esclava y músico: La traza de un rostro borrado por/para la literatura chilena”, Atenea, 2005, no. 491, 87–8.

140. “A fines de siglo Samuel Claro se interesó por las huellas arábigoandaluzas de la cueca. . . . El canto a lo divino, entre otras expresiones, artísticas y musicales populares, también puede remitirnos en esa dirección”. Salinas: “¡Toquen flautas y tambores!”.

141. Smith. Nacionalismo, 46.

142. Idea contraria a la de Richard Taruskin. “Nationalism”, en The New Grove . . . , Second edition, ed. Stanley Sadie y John Tyrrell, London: Macmillan, 2001 703. [End Page 34]

143. En efecto, la constatación de Malena Kuss de que el americanismo es una forma de identificación que, al igual que el nacionalismo, ha tenido también repercusiones fundamentales entre los compositores del siglo XX—Kuss: “Nacionalismo”, 138—podría implicar que se trata en realidad de una variante del nacionalismo (¿cuántas veces no hemos oído la metáfora de América como una gran nación?). Tello también se refiere al americanismo impulsado por Curt Lange en los años treinta en su artículo “Aires nacionales”, 232–34.

144. Sería, en efecto, exagerado negar la existencia de relaciones causales en la historia. En este sentido parece demasiado tajante la afirmación de Meyer de que “la historia no es el resultado de un pasado causal sino de un presente selectivo”—Leonard B. Meyer. El estilo en la música. Teoría musical, historia e ideología, Madrid: Ediciones Pirámide, 2000 (ed. original en inglés de 1989), 229. Su interés, no obstante, radica en definir con claridad la importancia del presente en el relato histórico.

145. En ocasiones esto es complicado de determinar. No siempre la persona “a consignación” de quien se envía el bien corresponde al usuario. Por ejemplo, un clave de 1790 figura como “de cuenta y a consignación” de Francisco Antonio Sánchez, pero para uso de Narcisa Ximénez. Podemos pensar que esto no siempre se especificaba. En algunas ocasiones hago constar la duda.

146. No corresponde al organista y más tarde maestro de capilla del mismo nombre, ya que en el documento se le menciona como “capitán maestre” del navío La Piedad.

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