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  • Diversiones clericales burlescas en los siglos XIII a XVI: Las misas nuevas
  • Alberto del Campo Tejedor

Se llama misacantano no sólo al “clérigo que está ordenado en todas órdenes y celebra misa” (DRAE), sino también al “sacerdote que dice o canta la primera misa” (DRAE), es decir, aquel que –una vez consagrado– celebra por vez primera una misa, llamada por ello “misa nueva”. Con la primera acepción, es decir, equivalente al presbítero, aparece aquí y allá en las letras medievales con cierta frecuencia: en la obra de Berceo,1 en el Libro de los estados de Don Juan Manuel (299–300) o en algún documento histórico protagonizando incluso algún milagro.2 También con la segunda acepción, es decir, como el sacerdote que celebra misa por primera vez, lo encontramos en la literatura medieval en La vida de Santo Domingo de Silos de Berceo (42), pero sobre todo es frecuente en los concilios y sínodos eclesiásticos que regulan y limitan los excesos que desde antiguo suscitaba esta celebración. [End Page 55] Y es que, desde el Medievo, las misas nuevas han dado pie a fiestas jubilosas y aun a ciertas diversiones burlescas, cuando no irreverentes, que aunque enmarcadas en un contexto de licencia y cierta permisividad, han despertado no pocos resquemores entre el alto clero.

Hasta los años 70 del siglo XX, y todavía hoy esporádicamente en algunos lugares de la Península, la fiesta para honrar al misacantano se ha caracterizado por un considerable despliegue no sólo de la familia del cantamisas (como también se denomina al misacantano), sino del resto de la localidad de la que el joven era oriundo. En ciertos pueblos de León, Palencia, Burgos o Cantabria, por ejemplo, ha sido costumbre que los mozos talen un árbol de haya, roble, chopo, pino o eucalipto, y lo desmochen, pelen y planten en la plaza del pueblo (Pedrosa; Montesino González), a semejanza de cómo se hacía y se hace aún hoy en muchas localidades para celebrar el triunfo de la primavera durante los primeros días de mayo (Campo Tejedor y Corpas García). Convenientemente ensebado y adornada su punta con ramas, el mayo –así se le llama– actúa como cucaña, que los mozos intentan escalar para conseguir los regalos que se albergan en su copa: dinero, un gallo, embutidos, etc. La costumbre, conocida en algunos pueblos como “poner misacantanos”, no es más que una de las múltiples manifestaciones festivas que acompañan un rito de paso –el de la misa nueva–, expandido por toda la Península con diferentes secuencias festivas, y que tiene su justificación en la bienvenida que el pueblo dispensa al joven que habían visto partir de mozo años atrás, con la tácita y asumida obligación –que casi siempre alguien se encargaba de recordarle– de celebrar la primera misa de su vida en el pueblo que le vio nacer.

Al igual que en muchos otros ritos de paso que demandan cierto grado de convulsión y desorden, en el momento liminar en que se transita de un estado a otro (en este caso, del laico al sacerdotal), en el ritual del misacantano no han faltado –según las épocas y lugares– la representación de farsas, las coplas indecorosas, los sermones jocosos y en general cierto ambiente risible y burlesco, disperso en los tres o más días que venía a durar la algazara. Ejemplo de manifestación burlesca actual son las coplas picantonas y satíricas, recogidas en el pueblo de Bárago (Cantabria), que las [End Page 56] mozas dispensan a los jóvenes que alardean de acarrear y empinar el mayo, para después subirse a él, en típica demostración de hombría de la que no está ausente el sentido priápico y de fecundidad:

Vaya mayo que traéis, todo lleno de jorobas; ahora ya tenéis seguras las calabazas de todas.

(Pedrosa 260)

De este ambiente de hilaridad no escapaban, a veces, ni los propios seminaristas que acompañaban al misacantano...

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