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La guerra no importa (cuentos 1991 / Premio 1987); La más mía (poesía 1998); Nadie me verá llorar (novela 1999); La cresta de Ilión (2002); Ningún reloj cuenta eso (2002); Lo anterior (2004); Los textos del yo (2005); La muerte me da (novela 2007)

—Tu familia. ¿Sedentaria o nómade? ¿Cómo era el ambiente familiar?

—Es una familia que se mueve mucho, una familia que va de un lado para otro. Lo que más recuerdo son largos, largos viajes, sobre todo en carretera. Mi papá es un genetista, un investigador, ingeniero agrónomo de licenciatura y después terminó un doctorado en genética, en una universidad sueca, en Upsala. Mi mamá [End Page 21] se dedicó mucho tiempo al hogar y despues trabajó en la facultad de medicina, en la universidad del lugar donde terminamos viviendo mucho tiempo: Toluca. Es una familia norteña. De mi madre, viene del estado de Coahuila, y de parte de mi padre es gente que emigró de San Luis Potosí hacia el norte, en una época cuando se estaba reformulando la propiedad de la tierra, con la reforma agraria, etc. Nací en Matamoros, en esa ciudad fronteriza, y viví ahí poco tiempo, dos años, aún cuando siempre solíamos regresar, antes, todos los veranos, en vacaciones con los primos y todo eso.

Mis primeros 11 años fueron casi todos pasados en ciudades del norte, vivimos en Monterrey, y yo crecí muy de cerca de los laboratorios universitarios. Hay un cierto olor de los laboratorios, que aún recuerdo. Mi papá hacía experimentos, invernaderos, y ese tipo de construcciones están muy presentes en la imagen de mi niñez.

Y después, ya como a eso de los 11 ó 12 años, vamos hacia el centro del pais, y vivimos en Chapingo. Y ya viene otra etapa, más alejada de lo conocido, que era el territorio del norte, y esto fue casi como irse a vivir a otro país. La comida muy distinta, la gente también, y bueno, eventualmente nos quedamos ahí.

—Ya eras una adolescente.

—Yo llegué a Chapingo a quinto año de primaria, creo. Me ingresaron muy chica la escuela, creo que a los 4 años, una cosa así. En esa época no se usaba el kinder, y era como estas escuelas un poco más flexibles con sus estandares de admisión, supongo.

O tú estabas muy adelantada para tu edad.

—La verdad es que siempre tenía menos edad que todo mundo en las escuelas a las que fui. Yo creo que la experiencia de la movilidad fue muy importante, y los viajes, estos viajes silenciosos, mucho tiempo en carretera, con las ventanillas que funcionaban como si fueran películas... Como que eso fue un aliciente para la imaginación. Y había libros en casa, y un énfasis sobre la lectura...

¿Libros de...?

—De ciencia, sí. Mis primeros libros fueron de viajes, había un libro sobre etnografia que era muy interesante, y mi libro favorito de esa época —lo recuerdo muy bien—, era Los cazadores de microbios, de Paul De Kruif, sobre esos grandes descubrimientos, más bien de vacunas, y los grandes hombres de ciencia. Las vida de Marie Curie, por ejemplo, que siempre me impresionó tanto. Y estaba el Diario de Ana Frank. Y cosas un poco más infantiles, lecturas básicas y primigenias. Y los diccionarios. Era una cosa muy hermosa la actividad que tenía con mi papá: leer diccionarios en la noche, buscando palabras y viendo en qué se podían transformar. Son como experiencias que de alguna manera están ligadas, después, a los trabajos de escritura. [End Page 22]

Es interesante que tú lo estés ligando... Que no me dejes ese trabajo a mí... Así que estas memorias autobiográficas ya están predispuestas hacia la literatura...

—He pensado en esto… No queda más que pensar en estas cosas, a veces.

Siento que tu obra literaria, cuando la empiezas a publicar, tiene trazas autobiográficas, y aunque en los temas no lo sean, nunca ocultas tu presencia y tu experiencia.

—Yo creo que todos los libros son personales, hay esta cosa que se dice tan comunmente, que no hay nada en el libro que no sea personal. Pero no hay nada biográfico tampoco.

Exacto. No está en los hechos. Es como si en el ámbito de la literatura, tú te das la oportunidad de experimentar preguntas. Y respuestas. Te diré, en otro orden de cosas, que yo también soy hijo de ingeniero agrónomo. Y que en trece años de vivir en México, nunca conocí a un hijo de ingeniero agrónomo. Eres la primera. Comparto contigo, pues, esa experiencia y recuerdos de infancia, estar en laboratorios y recordar los olores, leer libros como La primavera silenciosa de Rachel Carson, que me impresionó tanto...

—Yo recuerdo haber leído esta novela de Margaret Atwood, Cat’s Eye, sobre el tema del que hablamos, de cuando iba con su padre, que era un científico y tenía que ver con el mundo de la biología —no me acuerdo de cuál disciplina en especial—, y ella está contando todas estas actividades de la infancia, y algo en lo que pone mucha atención —o en todo caso en lo que yo me fijé— era cómo describe los olores y la estructura de los laboratorios, que es otro mundo, con todos esos aparatos y tubos de vidrio, la fragilidad que está involucrada en el cuarto, el aroma que es absolutamente peculiar e inolvidable.

Me interesan todas esas imágenes que el trabajo de tu padre te convoca, así como la imagen de los traslados. Los desplazamientos y viajes de que me estás hablando... Y que de alguna manera hasta hoy continúan en tu propia vida...

—Me sigue asombrando mucho, que sí, es una continuación, es como una especie de costumbre. Lo más que he vivido en un sitio — y es bastante, ocho años—, son los ocho años en la Ciudad de México, cuando hice la licenciatura. También viví siete años en San Diego. Creo que estoy estableciendo una especie de medida, pues pasados siete u ocho años empiezo a ponerme inquieta, hay algo que hacer. No sé, es una actitud. Un día Matías, mi hijo, llegó de la escuela diciendo: “Mamá, ya sé lo que tú eres… empieza con n, lo aprendí hoy en la escuela… nómada…” Me dio mucha risa. A lo mejor tiene razón. Sí, hay una cierta facilidad —o aceptación— de que esto es parte de la vida. Y la cuestión es irse ejercitando en la despedida. Uno se relaciona de los lugares de manera distinta cuando sabe que se va a ir, a cuando parte de la ficción de que se va a quedar. Yo entiendo la [End Page 23] relación de eso con la literatura. Tiendo a relacionar todo con la literatura. Esta costumbre de ser el extraño que llega, creo que es algo que aprendí de niña, también. Ser la nueva… Siempre llegábamos, no sé por qué razón, a mitad del año escolar, cuando ya estaban establecidos los grupos, y de repente yo llegaba de algún otro lugar desconocido para los que estaban ahí. Cuando nos cambiamos de Chihuahua a Chapingo, yo venía de la escuela rural, donde le ponemos atención a cosas de otro tipo, y llegué a mitad de año a una escuela urbana, donde tomaban clases de música —de flauta—, todo absolutamente desconocido para mí. Tuve que hacer cursos extras para poder acoplarme a las nuevas cosas. Esta experiencia de la extrañeza, de estar observando, de ver la costumbre de los nuevos locales, yo creo que también es constitutiva de una cierta manera de relacionarse con el mundo.

—Dados esos traslados, ¿qué pasa con las familias, materna y paterna? ¿Con los primos y primas? Supongo que durante los veranos, o los fines de año, las reuniones familiares son grandes.

—Mis familias son muy grandes, de hecho, sí. Y bien interesantes. Alguna vez voy a escribir sobre todo esto, y con niveles muy distintos de lectura del mundo. Por ejemplo, hay partes de la familia que eran muy católicas, muy conservadoras, y parte de la familia —los que emigraron a Estados Unidos—, que se hicieron muy radicales, comunistas convencidos.

Que están en tu novela...

—Claro. Yo me acuerdo que en Navidad, creo que fue Navidad, una tía recién llegada de China, en una época en que ir a China no era fácil, se entabló una gran discusión con un tío muy católico. Eran discusiones apasionadas y tremendas sobre qué es lo que hace al mundo mundo.

De parte de mi madre es una familia de puras mujeres, seis hermanas. De Tamaulipas. Los abuelos de Cohauila tambien hicieron la migración a Tamaulipas. Y la familia de mi padre, de San Luis Potosi, también emigró al norte. Se encuentran ahí las familias, a mediados del siglo, más o menos. Y algunos de estos —una hermana de mi mamá, específicamente—, emigró hacia Texas, y es la que se hizo tremendamente política. Y bueno, había algunos maridos de las hermanas de mi madre, que eran más conservadores, y entonces las discusiones eran increíbles, de verdad increíbles. Y el abuelo de parte de mi madre era muy anticlerical. Había una tensión interesante con el medio ambiente, que solía ser mucho más religioso. Eso era parte de las grandes discusiones. Era muy interesante ese alejarse y regresar, esta continua oscilación: ese estar muy contento porque uno esta ahí, y estar contento porque va a ser corto, y vamos a regresar a esos lugares lejanos, que quién sabe a qué nos lleven. Sí, son familias grandes.

¿Creciste con hermanos, o tu familia directa era chica?

—Con una hermana solamente, éramos dos hermanas, la familia más chica de todas. [End Page 24]

Es difícil encontrar familias chicas en México.

—Yo tengo primos, que son parte de familias con seis hermanos, por ejemplo. Nosotros éramos los menos numerosos.

Me interesa revisar a Cristina Rivera Garza “lectora”. No por vincular la lectura con tu escritura, sino por el valor absoluto de la formación de lector. Y por el hecho —no muy habitual entre escritores— de haberte doctorado en historia. ¿Cómo se fue formando tu gusto? Después del Diario de Ana Frank, ¿qué leíste? O limitémonos a estos años más recientes. ¿Qué lees?

—A veces me sorprendo leyendo cosas muy extrañas, y de eso me he dado cuenta ahora que regresé a México. Veo la mesa de novedades, e inmediatamente todo mundo está hablando de esos libros, y es algo que no hago, pero no es por principio, simplemente no es una costumbre que tenga. Me gusta mucho ir a librerías de libros viejos y dejarme llevar por cosas hasta muy, si quieres tú, antiliterarias, como un libro bien hecho. Abrirlo, una frase que resuena y así ir descubriendo autores. Me interesa mucho, además de leer novelas y poesía —que leo bastante— también asuntos científicos, cuestiones de historia aunque no la historia necesariamente académica. Historia de los espejos, por ejemplo, o del miedo, la piel, una cosa por el estilo. Descubrir esta especie de ángulo de los libros no catalogados, me interesa mucho.

Por ejemplo, de esa manera descubrí en el Strand de Nueva York a un escritor que terminó gustándome mucho: David Markson. Este experimentalista norteamericano, había oido su nombre en algun momento sin prestarle atención, y descubro estos libros, los abro y leo un párrafo y digo, “Esto es maravilloso”. Y me lo llevo y efectivamente fue una gran experiencia. Descubro eso y a partir de investigar qué hace y que leo, voy descubriendo otros libros, y me interno en mundos a los que de otras maneras tendría difícil acceso. Hay autores más reconocidos que me gustan mucho y que sigo. Michael Ondaatje acaba de publicar un libro, Divisadero, y es uno de los autores a los que irremediablemente voy a leer, en cualquier instante. Este canadiense maravilloso. Hay otra canadiense muy especial, Ann Michaels. Escribió Fugitive Pieces, una novela muy hermosa, verdaderamente magistral. Y es poeta, y en sus poesias es punzante, tremenda. Atiendo a recomendaciones de buenos lectores, gente que respeto y que me van abriendo los ojos a otras cosas. Y trato de mantener mi lectura del canon, también.

¿Lees como escritora? ¿Estás buscando la otra “familia”, la literaria?

—Sí, sin duda. Y, aparte, es una lectura, si quieres, muy utilitaria, de ver cómo está haciendo lo que está haciendo. Lo comento a veces en los talleres que doy, a veces no sé de qué se trata el libro que estoy leyendo, pero estoy buscando cómo está haciendo esto, y es como otro nivel de lectura. Eventualmente me doy cuenta de qué se trata el libro, pero es como estar descubriendo la estructura íntima del libro, y aprendiendo cosas. [End Page 25]

Estábamos hablando de la familia biológica, pero esta otra, la literaria, a veces no tiene relación alguna con la primera.

—Yo creo que es importante, sobre todo, porque esta movilidad geográfica, digamos biográfica, si quieres, es algo que de manera muy consciente he querido tener en el proceso de escritura tambien, ahora que he regresado de México. Yo empecé a publicar estando fuera de México. Regresé hace cuatro años, y hubo convocatorias de distintos grupos, de estar ahí, y hay gente con la que me llevo muy bien, y respeto mucho, pero nunca he sentido la necesidad de asentarme. Es importante comunicarse, implicarse con el mundo concreto en que uno está viviendo. Eso de asentarse o pertenecer es una cosa más difícil, y creo que muchas de estas lecturas, extras o extrañas, son buscadas precisamente como un punto de fuga; si puedo estar leyendo todo lo que siempre voy a leer, es importante descubrir otras cosas.

Es conocido tu activismo sobre los niveles de lectura en México. Concuerdo con que debemos leer más.Pero, al mismo tiempo, ¿tú crees que habría algún tipo de literatura deleznable, que no deberíamos leer?

—Me lo he preguntado mucho, y es el tipo de cosas que no sé. No sé si sea malo, con todas las comillas del mundo, leer El codigo Da Vinci. Yo no lo he leido. Lo que no sé es si alguien, para quien esta sea su primera introducción a la lectura, continúe después leyendo otras cosas. Ayer mencionaban lo contrario: que había estudios que demostraban que de eso no se pasaba a otros libros, y si ya hay estudios, y se ha llegado a esas conclusiones, tendría que tomarlos en cuenta para cualquier idea que vaya yo a expresar al respecto. Pero siendo yo una lectora voraz, alguien que lee hasta las etiquetas de las cajas de cornflakes, me resulta dificil pensar que habría recomendaciones de: “No leas esto”. Pero no sé.

En México se lee mucho este tipo de libro de vaqueros, o telenovelas. La gente lee, y pienso que algo no hemos estado haciendo bien, para que esos niveles de lectura no nos alcancen, pues a veces creo que podrían.

Cuando leí tu tesis doctorado en historia advertí la influencia que ejercía en ti el cine. En ese momento, porque tú lo refieres, era Jim Jarmush, por ejemplo. ¿Cuál es tu actitud ante el cine, hoy? ¿Sigues a autores, como te sucede con la literatura?

—Yo fui muy cinéfila, en la universidad, y creo que últimamente, por distintas presiones, no lo he seguido tanto como me gustaría. Sin emargo, cualquier cosa que yo sepa de edición, en narrativa, se lo debo mucho al cine, y me interesa del cine sobre todo eso, una cierta manera de narrar. Me maravilla mucho cómo resuelven cosas que literariamente son difíciles. Son materias distintas pero creo que hay una correspondencia muy interesante a ese nivel, al nivel de cómo unir una cosa que pasa antes y otra que pasa después. Esa transición creo que es muy parecida, y creo que no es coincidencia que haya sido de la estructura de una películade Jarmush, que pude pensar cómo estructurar una serie de informaciones encontradas [End Page 26] en documentos históricos, en términos de la investigación, de la exaltación.

Hay una cierta cosa sobre la velocidad también. Del cine de Tarkovsky me interesa mucho eso.

La morosidad, la búsqueda de un tempo inusual.

—Sí, es sensacional, si quieres es hasta antifílmica, anti-cine.

O cine en estado de pureza.

—Exactamente, profundamente. Eso me maravilla muchísimo. El otro día vi una película de la que no se habló mucho, con ese tipo de aspiración, de lentitud, Reencarnación [Birth, Jonathan Glazer, 2004), con Nicole Kidman. Logran descontextualizar a Nueva York, con una utilización de color tan especial que el Central Park casi no se reconoce. Logran eso sobre un espacio que todo el mundo conocemos, un ícono absolutamente conocido, y de repente con la imagen de cierta manera logran crear una ambigüedad. Yo creo que eso es difícil, que lleva una maestría hacerlo, y estos cambios con la velocidad me interesan mucho. Cuando vi El violín [Francisco Vargas, 2005] también pensé en eso, en su idea de la velocidad, su analisis del rostro, y de inmediato pensé en Bergman; no he visto un trabajo tan cercano con el rostro, desde Persona. A lo mejor estoy exagerando, pero me gustó mucho la pelicula, y aparte, con el rostro mexicano, que es el rostro mestizo, indígena, un gran descubrimiento. Esas son las cosas que me interesan del cine: la narrativa, la velocidad, la edición. Que yo creo que son los asuntos de la narrativa, de los que sale una buena o una mala novela.

¿Alguna secuencia o escena que haya quedado en tu memoria?

—La de la vela de Tarkovsky [Nostalgia, 1983]. Una cosa ma-ra-vi-llo-sa, y la vi varias veces. Muy al inicio, me acuerdo que me desesperó tanto. ¿Por qué está haciendo eso? Y lleva su tiempo irse enterando por qué...

Truffaut me gustó mucho, mucho tiempo…

¿Una escena de Truffaut?

La piel dulce [1964]. No recuerdo si ése es el título. Hay una escena de un domingo, en que los padres han dejado encerrada a una niña, y ésta logra bajar una canasta y comunicarse con el amiguito allá abajo. Es una mirada muy especial sobre la infancia. Y es una de mis películas favoritas de todos los tiempos, muy fresca.

Y fijate qué cosa tan extraña, me preguntas eso y casi son peliculas que vi cuando estaba en la universidad, y seguía a los autores uno tras otro. Lo hice con Fassbinder, con Bergman, con Truffaut... Fellini nunca me fascinó tanto. E, pero sí hubo una atracción...

¿Qué te atraía de Bergman?

—Se nota el teatro, totalmente, y me pareció maravilloso lo que hacía con [End Page 27] escenas muy estáticas. Lo de Bergman era sobre todo el conflicto moral; todo tenía esta gravedad, que a un adolescente le resulta lógica y totalmente embonable con sus grandes preguntas sobre el universo. Una cosa interesante.

¿Un director para adolescentes?

—Como Deleuze, que es un filósofo para adolescentes. Son las grandes preguntas de la humanidad, que es cuando uno las hace con esa gran premura y seriedad, despues ya uno se las toma un poco más ligero.

Uno ya se toma la vida más “filosóficamente”... Bueno, con el cine creo que uno recuerda las películas por una o dos escenas. O imágenes. Paz Alicia Garciadiego me decía una vez que hasta se las recuerda por las fotos fijas o stills de publicidad. Y a veces esas imágenes ni siquiera están en la película.

—Uno se implica totalmente, y se ve ahí… Es cierto.

Lo que dijiste del rostro mexicano, con respecto a El violín me interesa mucho, porque en el fondo el cine es rostro y mirada.

—He visto peliculas del cine mexicano contemporáneo, y es un rostro globalizado —los mexicanos son iguales a todos—, o es exotizado —es único y singular de esta manera tal vez no demasiado positiva—, y lo que en cambio vi en El violín era el análisis, la exploración, la gestualidad, era una invitación... Siempre me acuerdo lo que dice Levinas, el rostro fundamentalmente es un reclamo. Está pidiendo una respuesta. Y era ese rostro el que estaba en los hombres, sobre todo, de El violín.

En el cine mexicano de la época de oro el rostro era importante; piensa en María Félix, en Dolores del Río, en Pedro Armendariz, en Arturo de Córdova. Todos aquellos primeros planos...

—Claro, y una gestualidad. Arturo de Córdoba es uno de mis favoritos, yo creo que le debemos un libro a Arturo de Córdoba. Siempre lo llamaban para interpretar a psiquiatras o a locos. Por eso me interesó mucho. Me parece guapísimo, con esta belleza muy densa, muy llena. No bonito, sino denso.

Y el paisaje, creo que por eso me gustó El violín, y creo que retoma estas dos herencias maravillosas del Cine de Oro mexicano: la invención del paisaje, con Figueroa y su fotografía, y la exploración del rostro, que en este caso era el rostro femenino, y que ahora en El violin es ante todo masculino. Bueno, el paisaje de El violín es increíble; tú me hablabas ayer de los asuntos técnicos, que a mí me resultan difíciles de imaginar, pero lo que se logra en la imagen, este paisaje mexicano, es una reinvención, es algo importante.

Y que ya dejó de ser el paisaje de Figueroa, con cactus y atardeceres. En El violín el paisaje es personaje, ya no un ambiente.

—¿Sabes dónde vi otro paisaje que me interesó? En Japon, de Reygadas; [End Page 28] allí hay un paisaje que me hizo decir: “Esta película es Pedro Paramo”. No se si él lo sepa o no, pero es la mejor traducción visual de los paisajes de Pedro Paramo; creo que hizo un buen trabajo con el paisaje ahí; hay algunas escenas que me maravillaron verdaderamente.

¿Conociste a Amparo Dávila?

—Todavía no. Y tengo muchas ganas. Le han hecho varias entrevistas largas después de la novela, que me ha dado mucho gusto que le pongan atención a una gran cuentista.

—Olvidada al punto de preguntrse uno si ella vive. Su caso es como el de Rulfo, que dejó de escribir o publicar, pero Rulfo siguió siendo una presencia.

—Es cierto. Yo tengo muchas ganas de placticar con ella, he visto las entrevistas que le han hecho, con cosas muy interesantes. Hay una serie de cosas que quisiera abordar con ella. Nos pusimos en contacto antes de publicar La cresta de Ilión. Le mandamos el manuscrito para que lo leyera, y viera su personaje en la novela, y hablamos por teléfono. Yo andaba entrando y saliendo de México, y ella tenía en esa época unas citas con dentistas, y los días que yo podía ella no podía, una serie de desencuentros bien interesantes. Y lo único que pudimos hacer fue hablar por teléfono. Me gustó mucho su voz, una solidez, y creo que vamos a platicar largamente. Me interesan muchas cosas de su obra. Pero aparte de eso, además del trabajo literario de creación, hay una historia de todas estas mujeres de esta generación —como Guadalupe Dueñas entre otras—, de cómo enfrentaron el hecho literario, el tipo de trabajos que hicieron. Siempre he estado planeando, este mes sí la voy a conocer, este mes sí, y todavía no puedo. Y hay una especie de pudor, también. Si trabajas mucho con un autor, de repente hay una distancia que también es importante conservar. Yo creo que esa ambivalencia es la que ha hecho que no haga algo que no sería difícil hacer; es cuestión de planearlo bien y ya, pero como decíamos, hay otro tipo de cosas alrededor.

—Tu mundo y actividades, como hemos visto hasta aquí, es muy variado. ¿A qué otras artes, además de la literatura y el cine le dedicas tu atención y tu tiempo?

—Ultimamente he ido desarrollando una especie de envidia disciplinaria por el mundo de las artes visuales. Me parece que hay muchas cosas que están haciendo ciertos instaladores, ciertos artistas contemporáneos, con asuntos de representación y demás que me interesan mucho y ayer me quedé pensando en eso cuando ayer hacías una observación sobre el desarrollo literario, de las formas narrativas en mis libros. Creo que también ha tenido que ver este gusto por cierto arte visual contemporáneo. La obra de Gabriel Orozco me interesa. En la zona de Tijuana y San Diego se lleva a cabo un festival que se llama Inside, cada dos años, y ahí se reunen artistas visuales de muchos lados, con obra que cada vez que veo me resulta bien interesante y me hace repensar cosas de mi propia escritura. [End Page 29] Creo que también se está desarrollando una conexión importante. Y de hecho, lo que mencionaba Sandra ayer, de cómo convivimos las “mujeres barbadas”, tiene relación con esto.

Explícame qué fue eso de las “mujeres barbadas”.

—Cuando llegué a México advertí que había muy poca conversación a nivel público, sobre cuestiones de género, y a pesar del Debate feminista, a nivel cotidiano, me parece que había poca conversación pública. Y entonces, con una serie de colegas amigas organizamos lo que sería la primera semana, La inquietante e internacional semana de las “Mujeres barbadas”, que era muy sencillito y muy bonito. Hicimos una convocatoria para que las participantes nos mandaran fotografías por internet, y las interveníamos con barba, y lo fuimos haciendo por meses, y la semana que tomó lugar, en la Casa de Refugio, en la Ciudad de México, mostramos esas fotografias, y aparte una revista de México nos había hecho fotos profesionales, a algunas que viviamos ahí. Y hubo textos que se escribieron en relación a la experiencia de ponerse las barbas, hubo un pequeño sketch de una obra de teatro, donde surgía una mujer barbada, hubo un video, etc. Varias disciplinas conjugadas, con esta cosa muy lúdica, pero a la vez muy crítica. El día que llegaron todas estas mujeres barbadas a hacer la lectura, fue bien interesante ver que casi todas optaron por ropa muy femenina, pero llegamos con las barbas. Y a alguna pregunta de un periodista —“¿Usted quiere ser un hombre?”, “No, lo que quiero ser es una mujer barbada. Entendamos la diferencia”.

Se armó una buena discusión en distintos medios, y al siguiente año lo repetimos ya no con mujeres barbadas, sino con mujeres invisibles. Que era también ejercicios con fotografías, artes escénicas, etc. Y este año estamos haciendo las mujeres traducidas. Son pequeñas instalaciones, y sí, tenemos registros. Creo que al inicio, cuando lo hicimos más espontáneamente, de eso no tenemos un registro, todo lo que pasó con las fotografias, y en mi proyecto 5494 está el publicar los tres libritos, con las tres semanas internacionales, a como las llevamos hasta ahora. Pero es algo a lo que todavía tengo que llegar. Son de esas tareas postergadas.

Tu nueva novela, La muerte me da, se presenta como una “novela policial”. ¿Hasta qué punto lo es, y hasta qué punto te impides ingresar en el género policial tradicional?

—En el más amplio de los sentidos toda novela es un thriller —en el sentido, claro está, de que toda novela encierra, en el mejor de los casos, un enigma. En el sentido de que la escritura de una novela tiene que ser una escritura en modo enigmático (para citar una frase famosa de Ricardo Piglia). En La muerte me da hay elementos que los lectores suelen asociar con la novela policiaca porque: 1) hay una detective que 2) investiga una serie de asesinatos que 3) introducen al lector al submundo oscuro del crimen y la corrupción. Pero, como en muchos de mis trabajos, en ésta también se revierten esos elementos clásicos: la detective, por ejemplo, se distingue por no resolver sus extraños casos. y, claro, está el asunto [End Page 30] de la colindancia de géneros que hacen del libro un libro en retazos: un libro fragmentado: un libro castrado por su propio tema vuelto forma.

Así como La cresta de Ilión entra en diálogo con Amparo Dávila, La muerte me da entra en diálogo con los libros (poesía, narrativa y cartas) de Alejandra Pizarnik, quien se suicidó en 1972. ¿Cómo llegaste a, y que te atrajo de Pizarnik? ¿Por sus ediciones mexicanas?

—A Pizarnik la había leído, como muchos otros, en los albores afiebrados de la adolescencia. y, como suele pasar con esos libros que se quedan pegados a uno, solía regresar a ellos o, mejor dicho, solía rendirme ante el encuentro cuando este se producía, con cierta frecuencia. Pizarnik siempre tuvo esa facultad: aparecerse frente a mí en el momento menos pensado (y digo esto literalmente). Fue en una de esas ocasiones que, seguramente porque andaba yo pensando en las relaciones bastante dificiles que se establecen entre la escritura de la prosa y la escritura del poema, me fijé en la manera obsesiva en que Pizarnik regresaba una y otra vez al tema. Esa era la parte que me interesaba para la novela: esa reflexión. No me interesaba, como creo que se da a entender en el libro, la parte de la leyenda maldita de Pizarnik ni sus muchas lecturas como poeta desgarrada. Me interesaba su mente, su mente cuando se enfocaba lúcida y voraz, sobre este asunto de colindancias entre estrategias de escritura que son, al final y al principio de todas las cuentas, estrategias de vida (o de muerte, claro).

Había escrito ya una buena parte de la novela y sabía que de una u otra manera tendría que incluirla. Había trabajado mucho con oraciones entrecortadas y tajos a destiempo. Necesitaba algo más. El libro necesitaba, justo en el centro, algo más. Necesitaba el lenguaje con el que se ajustan un monton de tallos —una especie de listón. Necesitaba que esa parte fuera enunciada especialmente en su contrario. De ahí la idea del ensayo —un ensayo que “acintura”, por decirlo así, el texto de la novela. Su inicio, su fin.

Hay varios personajes inusuales en La muerte me da. Uno eres tú misma. Pero me llama la atención ese personaje que mide quince centímetros, un poco como los liliputienses de Gulliver. ¿Cómo se te apareció en la escritura de la novela?

—Ah, Grildrig! Cuando apareció, detrás de un salero que se encontraba sobre la mesa donde escribía, pensé que se trataba de otro proyecto. Me desvié con su presencia. Empecé a escribir otras cosas hasta que entendí que no era una desviación, o en todo caso que era una desviación dentro del campo de la misma novela. Tenía tiempo preguntándome mucho sobre esa cuestión: la cuestión de las medidas del cuerpo humano. La dimensión. Las escalas. Lo que dice o no dice el volumen de las cosas. Existió una vez en que, presenciando la obra de Juan Muñoz, el artista visual español que murió no hace mucho y a una edad muy temprana, me percaté de cómo un pequeño (y quiero enfatizar que me refiero a algo en realidad pequeño) cambio en las dimensiones del cuerpo, su escala en relación al [End Page 31] mundo social que ocupa, nos adentra al universo de las pesadillas o de lo ilógico. Luego relei Gulliver, claro está. Y Grildrig saltó con mucha naturalidad, supongo, de la lectura a la escritura. A veces me pregunto, con una intensa curiosidad, si Grildig está en lugar del falo. Pero luego me respondo que el falo no existe, como decía Lacan. Queda, pues, Grildrig. Y con ella una serie de seres que cada vez me puedo explicar menos pero que toman el espacio de la escritura, la mía en todo caso, con una naturalidad que me apabulla. Hay más de esos cambios “inexplicables” e inexplicados en mucho de lo que escribo ahora instalada, supongo, en el terreno vil de la pesadilla o de la falta de lógica (es decir, en una de las esquinas que por derecho le corresonden a la escritura).

Una cosa más sobre Grildrig: su crueldad. La crueldad neutra propia de la infancia. Una crueldad plena de sí, inocente. Pura, si cabe decirlo. Cruda suena tal vez mejor.

—La muerte me da recoge todos los géneros, incluyendo el ensayo, pero ante todo es una reflexión y una teoría de la escritura. ¿En qué medida tuviste conciencia, al escribirla, de que tu novela era (es) una experimentación sobre los límites de la escritura? ¿Y de la literatura?

—Siempre he creído, Jorge, que una novela que realmente es una novela incluye, en mayor o menor medida, de manera más o menos explícita, una teoría de esa novela. Si la novela fuera un vestido, la teoría de la novela iría en la bastilla, dentro de ella, medio escondida pero delatada por el volumen. No es una teoría de La novela, sino una teoría de esa novela: en singular, en específico, sin miras más allá de sí misma.

Y si la novela no se arriesga a ver sus propios abismos, ¿valdría la pena escribirla? Si la novela no se propone tentar los límites de lo real, que son los límites de lo escribible, ¿valdría la pena pasar meses y, con frecuencia, años, dentro de ella? Y si la novela no salta, ¿para qué, entonces, el ánimo?

Decía mi amiga la poeta Jen Hofer que la escritura experimental era aquella que diseñaba sus propias reglas: me parece una buena definición para describir el experimento que es todo proceso de escritura. Esta cosa física, este abrazo carnal, con el lenguaje. Esta cosa de vida o muerte, claro. [End Page 32]

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