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MLN 120.2 (2005) 383-407



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Volutas del deseo:

hacia una lectura del orientalismo en el modernismo hispanoamericano

Southern Methodist University
Ahora me río como una loca, sacudido más
bien por espasmos pilóricos: y es que en
lugar de gallinas culecas, ramas de guásimas,
chivos y conejos, me veo en un decorado
regio, muebles negros laqueados, de ángulos
rectos y muy bajos, tapices con círculos
blancos, columnas de espejos fragmentados.
Sobre las mesas oscuras, ramos de oro, en
delgados búcaros japoneses; biombos y
cojines turcos, malvas y plateados. . . .
Severo Sarduy

Quizá uno de los camerinos peor iluminados del modernismo hispanoamericano lo sea el llamado orientalismo. La crítica no ha dejado de mencionar el exotismo orientalista de los modernistas, muchas veces asociado a una de las imágenes que más han contribuido a las defenestraciones políticas del modernismo: la torre de marfil. El orientalismo pareciera no haber sido, entonces, sino otra línea de maquillaje, otra de las imposturas, de las salidas de emergencia, o de fuga, de "lo americano." Quizá sea esa la razón por la que resulte tan difícil encontrar lecturas críticas del discurso orientalista en el modernismo hispanoamericano.1 ¿Es que acaso el chino, o el japonés, [End Page 383] son, en verdad, sujetos exóticos, extraños a la formación de la cultura latinoamericana? ¿O no será, por el contrario, que la crítica—más o menos desatenta—es la que los ha exotizado?2 Mi intención, aquí, sin embargo, no es responder a esta última pregunta, sino sugerir una posible lectura del orientalismo modernista. Para decirlo de una [End Page 384] manera abreviada, creo que esa lectura debería, por lo menos, considerar el orientalismo de los modernistas en un contexto que incluyera la emergencia del discurso latinoamericanista—dentro del propio modernismo,—los discursos racista, médico-higienista, antropológico, criminalista, y sobre la sexualidad que alcanzaron un particular auge en Occidente a fines del siglo XIX, así como la importancia del estilo en las imposturas y máscaras del modernismo. Por otra parte, este análisis conduciría—según me propongo demostrar—a la visibilidad del deseo homoerótico en la América Latina de fin-de-siècle, así como al pánico homosexual3 que esa visibilidad no falló en suscitar. Finalmente, propongo que el orientalismo de los modernistas frustra el deseo del discurso latinoamericanista—o del arielismo rodosiano—de construir la diferencia de "Nuestra América," en términos de una diferencia cuyas fronteras podrían cartografiarse de manera precisa. El sujeto oriental es, probablemente, uno de los que más resiste cualquier intento de delimitar un "adentro" vs. un "afuera." Si bien los barrios chinos, o los Chinatown, pueden ser leídos como espacios de marginación respecto a la centralidad nacional, también lo es que, por la misma razón, ellos impiden la homogeneización a que aspiran todos los imaginarios nacionalistas. No es casual que, paralelo al deseo orientalista que caracterizó al modernismo se desarrollara también, en las élites ilustradas de América Latina, una línea de pensamiento que pudiéramos calificar, con absoluta justicia, como anti-orientalista. Este anti-orientalismo estuvo visiblemente marcado por una lectura del sujeto oriental que de manera persistente fue considerado como un cuerpo extraño en el cuerpo de la Nación, y como constitutivamente decadente, tanto en el sentido físico como moral. Esa decadencia representaba, ponía en peligro—y cuestionaba desde dentro—el vigor de la Nación, en particular, y de América Latina, en general. Desde esta perspectiva, el orientalismo modernista—que hemos visto casi siempre como otra de sus imposturas, una línea de maquillaje importado de los centros metropolitanos, sobre todo de Francia—reclamaría una lectura más balanceada que lo considerara, también, como un desafío y/o reescritura de ese discurso anti-orientalista que hemos mencionado.

Se impone, en este punto...

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